sábado, 27 de septiembre de 2008

"DESPUES DE LA MUERTE"

D E S P U E S
D E L A M U E R T E
L E O N D E N I S
A los nobles y grandes Espíritus que me han revelado el misterio augusto del destino y la ley de progreso en la inmortalidad, cuyas enseñanzas han afirmado en mí el sentimiento de la justicia, el amor a la sabiduría y el culto del deber, conceptos que han disipado mis dudas y han apaciguado mis preocupaciones; a las almas generosas que me han ayudado en la lucha, que me han consolado en la dificultad, que han elevado mi pensamiento hasta las alturas luminosas donde reside la Verdad, dedico estas páginas.
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L E O N D E N I S
Resulta siempre de gran valor espiritual dar a la publicidad obras como las de León Denis, este pensador francés que fue uno de los escritores más grandes y afamados del Espiritismo internacional. Estudió esta doctrina con verdadera vocación filosófica y sentido militante, hasta el punto de llegar a ser el primer líder y tribuno de sus principios y postulados. "León Denis, escribía Gabriel Gobron, otro distinguido espírita francés, conoció verdaderos triunfos y los que tuvieron la rara dicha de escucharle frente a 2.000 o 3.000 personas saben perfectamente cuán punzante, encantadora y convincente era su oratoria". A lo cual agregaba: "El escritor fue grande, pero el orador le superó y es de lamentar que su voz no haya sido grabada y guardada en los archivos del sonido, como la de Tolstoi, por ejemplo, que ha podido ser recogida y conservada para las futuras generaciones".
No obstante este olvido, León Denis seguirá hablando con la voz sublime de su prosa inmortal a todos los corazones que quieran escucharle. Y más en este período oscuro de la historia donde las brutalidades de la fuerza y la injusticia son las únicas normas morales que anhelan dirigir el alma de los pueblos.
Como se verá, el libro que hoy lanzamos a la circulación es un libro para retemplar a los espíritus y oponerse al cruel escepticismo que está invadiendo todos los planos de la inteligencia. Además, es una antorcha que quiere iluminar el camino de las generaciones presentes y futuras, sobre todo a la de nuestro tiempo que en forma ciega y descreída se sacrifica en aras de la libertad sin saber si el fruto de sus esfuerzos se confundirá con el polvo de la nada o perdurará en la eternidad del alma y de la Vida, y, por ende, en las realidades concretas de la Historia.
Allan Kardec, el primer sistematizador del Espiritismo, al referirse a la publicidad que se debía dar a las ediciones espiritistas, escribía: "llevará al mundo entero, aun en sus más recónditos rincones, la noticia de las ideas espíritas; hará nacer el deseo de profundizarlas, y multiplicándose los adeptos, impondrán silencio a los detractores, que bien pronto habrán de ceder ante el ascendiente de la opinión."
El libro espírita, según nuestro concepto, tras de ser una fuente de doctrina, es, también, un portavoz de noticias singulares sobre una asociación de seres que, al igual que otras, trabajan y luchan por alcanzar los conocimientos y verdades de un nuevo sentido del mundo espiritual.
Por eso la EDITORIAL VICTOR HUGO firme siempre en su propósito de dar a conocer y difundir las mejores obras de carácter espiritualista, se complace hoy en ofrecer al público lector este libro de León Denis que sólo ha sido escrito para sanar las heridas e iluminar los caminos del alma y de la Tierra.
LA DIRECCION 4
EXPOSICION DE LA DOCTRINA DE LOS ESPIRITUS
Solución científica y racional
de los problemas de la vida y de la muerte
Naturaleza y destino del ser humano.
Las vidas sucesivas 5
INTRODUCCIÓN
HE visto, yacentes en sus sudarios de piedra o de arena, las ciudades famosas de la antigüedad: Cartago, la de los blancos promontorios; las ciudades griegas de la Sicilia; la campiña de Roma, con sus acueductos rotos y sus tumbas abiertas; las necrópolis que duermen su sueño de veinte siglos bajo las cenizas del Vesubio... He visto los últimos vestigios de ciudades antiguas, en otro tiempo hormigueros humanos, hoy ruinas desiertas que el sol de Oriente calcina con sus caricias abrasadoras...
He evocado las multitudes que se agitaron y vivieron en aquellos lugares; las he visto desfilar por delante de mi pensamiento, con las pasiones que las consumieron, con sus odios, sus amores, sus ambiciones desvanecidas, sus triunfos y sus reveses -humos transportados por el soplo de los tiempos-... y me he dicho: "He aquí en qué se convierten los grandes pue-blos, las capitales gigantescas: algunas piedras amontonadas, oteros taciturnos, sepulturas sombreadas por áridos vegetales en cuyas ramas plañen sus quejas el viento de la noche... La historia ha registrado las vicisitudes de su existencia, sus grandezas pasajeras, su caída final; pero la tierra lo ha sepultado todo... ¡Cuántas otras existen cuyos nombres son aún desconocidos! ... ¡Cuántas ciudades, razas y civilizaciones yacen para siempre bajo la profundidad de las aguas, en la superficie de continentes desaparecidos! ... ".
Y me pregunto por qué esta agitación de los pueblos de la tierra, por qué las generaciones se suceden como las capas de arena llevadas incesantemente por la ola para recubrir las capas que les han precedido; por qué estos trabajos, estas luchas, estos sufrimientos, si todo debe terminar en el sepulcro... Los siglos, esos minutos de la eternidad, han visto pasar naciones y reinados, y nada ha quedado en pie... La esfinge lo ha devorado todo...
¿Adónde va el hombre en su carrera? .. ¿A la nada, o a la luz desconocida? .. La naturaleza sonriente y eterna enmarca con sus esplendores los tristes restos de los imperios. En ella, nada muere sino para renacer. Leyes profundas y un orden inmutable presiden en sus evoluciones. El hombre, con sus obras, ¿es sólo destinado a la nada, al olvido? ...
La impresión producida por el espectáculo de las ciudades muertas, la he vuelto a encontrar más conmovedora en los fríos despojos de mis allegados, de los que han partici-pado de mi vida.
Uno de aquellos a quienes amáis va a morir. Inclinados hacia él, con el corazón oprimido, veis extinguirse lentamente sobre sus facciones la sombra del más allá. El hogar interior sólo lanza ya pálidos y temblorosos resplandores; he aquí que se debilita aún, y luego se extingue... Y, a la sazón, todo lo que, en ese ser, atestiguaba la vida, esa mirada que brillaba, esa boca que profería sonidos, esos miembros que se agitaban, todo queda velado, silencioso, inerte... Sobre el lecho fúnebre no queda ya más que un cadáver, ¿Qué hombre no se ha preguntado la explicación de este misterio, y, durante la lúgubre velada, en esa afrontación solemne con la muerte, ha podido no pensar en lo que le espera a él mismo? .. Este problema nos interesa a todos, pues en todos ha de cumplirse la ley. Nos importa saber si, en esta hora, todo ha terminado; si la muerte no es más que un taciturno reposo en el aniquilamiento, o, por el contrario, es la entrada en otra esfera de sensaciones.
Pero por todas partes se levantan problemas. Por todas partes, sobre el vasto teatro del mundo, según dicen algunos pensadores, el sufrimiento reina como un soberano; por todas partes el aguijón de la necesidad y del dolor estimula al movimiento desenfrenado, al vaivén terrible de la vida y de la muerte. De todas partes se eleva el grito de angustia del ser al precipitarse en el camino que le conduce a lo desconocido. Para él, la existencia sólo parece un perpetuo combate; la gloria, la riqueza, la belleza, el talento, radiaciones de un día. La muerte pasa; destruye esas flores esplendorosas, y no deja más que los tallos marchitos. La muerte es el signo de interrogación colocado siempre ante nosotros; la primera pregunta a la cual suceden preguntas innumerables y cuyo examen ha hecho la preocupación, la 6
desesperación de las edades, la razón de ser de una multitud de sistemas filosóficos.
A pesar de estos esfuerzos del pensamiento, la oscuridad pesa aún sobre nosotros. Nuestra época se agita en las tinieblas y en el vacío, y busca, sin encontrarlo, un remedio a sus males. Los progresos materiales son inmensos; pero en el seno de las riquezas acumuladas por la civilización, se puede morir aún de privación y de miseria. El hombre no es ni más feliz, ni mejor. En medio de sus rudas labores, ningún ideal elevado, ninguna noción clara del destino le sustenta; de ahí sus desfallecimientos morales, sus excesos, sus sublevaciones. La fe del pasado se ha extinguido; el escepticismo, el materialismo la han reemplazado, y bajo sus soplos, el fuego de las pasiones, de los apetitos y de los deseos ha aumentado. Convulsiones sociales nos amenazan.
A veces, atormentado por el espectáculo del mundo y por las incertidumbres del porvenir, el hombre levanta sus miradas hacia el cielo y le pide la verdad. Interroga silenciosamente a la naturaleza y a su propio espíritu. Pide a la ciencia sus secretos y a la religión sus entusiasmos. Pero la naturaleza le parece muda, y las respuestas del sabio y del sacerdote no bastan a su razón y a su corazón. Sin embargo, existe una solución a estos problemas; una solución más grande, más racional, más consoladora que todas las ofrecidas por las doctrinas y las filosofías del día, y esta solución reposa sobre las bases más sólidas que pueden concebirse: el testimonio de los sentidos y la experiencia de la razón.
En el momento mismo en que el materialismo ha llegado a su apogeo y ha llevado a todas partes la idea de la nada, una ciencia nueva, apoyada sobre hechos, aparece, ofrece al pensamiento un refugio en el que aquél "encuentra por fin el conocimiento de las leyes eternas de progreso y de justicia. Una floración de ideas a las que se creía muertas y que dormían solamente, se produce y anuncia una renovación intelectual y moral. Doctrinas que fueron el alma de civilizaciones pasadas, reaparecen bajo una forma engrandecida, y numerosos fenómenos, por largo tiempo desdeñados, mas cuya importancia entrevén por fin algunos sabios, vienen a ofrecerles una base de demostración y de certidumbre. Las prácticas del magnetismo, del hipnotismo, de la sugestión; más aún: los estudios de Crookes, Russell Wallace, Lodge, Aksakof, Paul Gibier, de Rochas, Myers, Lombroso, etc., sobre hechos de orden psíquico, suministran nuevos datos para la solución del gran problema.
Se abren perspectivas, se revelan formas de existencia en ambientes en los que no se pensaba ya observarlas. Y de estas indagaciones, de estos estudios, de estos descubrimientos se desprenden una concepción del mundo y de la vida, un conocimiento de las leyes superiores, una afirmación de la justicia y del orden universales, hechos concluyentes para despertar en el corazón del hombre, con una fe más firme y más esclarecida en el porvenir, un sentimiento profundo de sus deberes y un apego real para sus semejantes.
Esta doctrina, capaz de transformar la faz de las sociedades, es la que ofrecemos a los investigadores de todos los órdenes y de todas las categorías. Ha sido divulgada ya en numerosos volúmenes. Hemos considerado como un deber el resumirla en estas páginas, bajo una forma diferente, en atención a aquellos que están hartos de vivir como ciegos, ignorándose a sí mismos; de aquellos que no se satisfacen ya de las obras de una civilización material, toda superficie, y que aspiran a un orden de cosas más elevado. Es, sobre todo, para vosotros, hijos e hijas del pueblo, trabajadores cuyo camino es áspero, cuya existencia es difícil, para quienes el cielo es más oscuro y más frío el viento de la adversidad; para vosotros es para quienes ha sido escrito este libro. N o os lleva toda la ciencia -el cerebro humano no podría contenerla-; pero puede constituir un grado más hacia la verdadera luz. Demostrándoos que la vida no es una ironía de la suerte ni el resultado de una estúpida casualidad, sino la consecuencia de una ley justa y equitativa; abriéndoos las perspectivas radiantes del porvenir, proporcionará un móvil más noble a vuestras acciones, hará brillar un rayo de esperanza en la noche de vuestras incertidumbres, aligerará la carga de vuestros padecimientos y os enseñará a no temblar ante la muerte. Abridlo con confianza, leedlo con atención, por que emana de un hombre que por encima de todo quiere vuestro bien.
De entre vosotros muchos tal vez rechacen nuestras conclusiones; sólo un pequeño número las aceptará. ¡Qué importa! No buscamos el éxito. Un sólo móvil nos inspira: el 7
respeto el amor a la verdad. Una sola ambición nos anima: quisiéramos que, cuando nuestra envoltura desgastada vuelva a la tierra, nuestro espíritu inmortal pudiera decirse: "Mi paso por aquí no habrá sido estéril, si he contribuido a apaciguar un dolor, a iluminar una inteligencia en demanda de la verdad, a reconfortar a una sola alma vacilante y entristecida...". 8
PRIMERA PARTE
CREENCIAS Y RELIGIONES
I
LA DOCTRINA SECRETA. - LAS RELIGIONES.
Cuando se lanza una mirada de conjunto sobre el pasado; cuando se evoca el recuerdo de las religiones desaparecidas, de las creencias extintas, nos vemos atacados de una especie de vértigo ante el aspecto de los caminos sinuosos recorridos por el pensamiento humano. Lenta es su marcha. Parece en un principio complacerse en las criptas sombrías de la India, en los templos subterráneos del Egipto, en las catacumbas de Roma, en las penumbras de las catedrales; parece preferir los lugares oscuros, la atmósfera pesada de las escuelas, el silencio de los claustros a la luz del cielo, a los libres espacios; en una palabra: al estudio de la naturaleza.
Un primer examen, una comparación superficial de las creencias y de las supersticiones del pasado conduce inevitablemente a la duda. Pero si se aparta el velo exterior y brillante que oculta a la multitud los grandes misterios; si se penetra en el santuario de la idea religiosa, se encuentra uno en presencia de un hecho de un alcance considerable. Las formas materiales, las ceremonias de los cultos tenían por objeto el conmover la imagen del pueblo. Detrás de estos velos, las religiones antiguas aparecían bajo otro aspecto totalmente distinto; revestían un carácter grave, elevado, a la vez científico y filosófico.
Su enseñanza era doble: exterior y pública por una parte; interior y secreta por otra, y, en este caso, reservada sólo a los iniciados. Esta ha podido, en sus grandes rasgos, ser reconstituida recientemente, a consecuencia de pacienzudos estudios y de numerosos descubrimientos epigráficos (1). Desde entonces, la oscuridad y la confusión que reinaban en las cuestiones religiosas se han disipado; la armonía se ha hecho con la luz. Se ha obtenido la prueba de que todas las enseñanzas religiosas del pasado se relacionan; de que una sola y misma doctrina vuelve a encontrarse en su base, doctrina transmitida de edad en edad a una larga serie de sabios y de pensadores.
Todas las grandes religiones han tenido dos aspectos: el uno aparente y el otro oculto. En éste está el espíritu; en aquél, la forma o la letra. Bajo el símbolo material, se disimula el sentido profundo. El brahmanismo en la India, el hermetismo en Egipto, el politeísmo griego, el mismo cristianismo en su origen presentan este doble aspecto. Juzgarlos por su lado exterior y vulgar es juzgar el valor moral de un hombre por sus vestidos. Para conocerlos, es preciso penetrar el pensamiento íntimo que los inspira y forma su razón de ser; del seno de los mitos y de los dogmas, es preciso extraer el principio generador que les comunica la fuerza y la vida. Entonces se descubre la doctrina única, superior, inmutable, de la cual las religiones humanas no son más que adaptaciones imperfectas y transitorias, proporcionadas a las necesidades de los tiempos y de los medios.
Se tiene en nuestra época una concepción del universo absolutamente exterior y material. La ciencia moderna, en sus investigaciones, se ha limitado a acumular el mayor número de hechos, y luego a deducir de ellos las leyes. Ha obtenido así maravillosos resultados; pero, por este procedimiento, el reconocimiento de los principios superiores, de las causas primordiales y de la verdad continuará siendo por siempre inaccesible. Las causas secundarias mismas se escapan. El dominio invisible 9
de la vida es más vasto que el que es abarcado por nuestros sentidos; en aquél reinan las causas de las cuales sólo vemos los efectos.
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(l) Véase Max Müller, Ensayos sobre la historia de las religiones; Saint-Yves d'Alveydre, La Misión de los Judíos; Ed. Schuré, Los grandes iniciados.-N. del A.
La antigüedad tenía una manera completamente diferente de ver y de proceder. Los sabios del Oriente y de Grecia no desdeñaban el observar la naturaleza exterior; pero es, sobre todo, en el estudio del alma, de sus potencias íntimas, donde des-cubrían los principios eternos. El alma era para ellos como un libro donde se inscriben en caracteres misteriosos todas las realidades y todas las leyes. Por la concentración de las facultades, por el estudio meditativo y profundo de sí mismos se elevaban hasta la Causa sin duda, hasta el Principio de donde derivan todos los seres y las cosas. Las leyes innatas de la inteligencia les explicaban el orden y la armonía de la naturaleza, como el estudio del alma les daba la clave de los problemas de la vida.
El alma -creían-, colocada entre dos mundos -el visible y el oculto, el material y el espiritual-, observándolos, penetrándolos a ambos, es el instrumento supremo del conocimiento. Según su grado de adelanto y de pureza, refleja con más o menos intensidad las radiaciones del hogar divino. La razón y la conciencia no guían solamente nuestros juicios y nuestros actos; son también los medios más seguros para adquirir y poseer la verdad.
La vida entera de los iniciados estaba consagrada a estas investigaciones. No se limitaban, como en nuestros días, a preparar a la juventud, con estudios anticipados, insuficientes y mal dirigidos, para las luchas y los deberes de la existencia. Los adeptos eran escogidos, preparados desde la infancia para la carrera que debían seguir, y luego, llevados gradualmente hacia las cimas desde donde puede dominarse y juzgarse la vida. Los principios de la ciencia secreta les eran comunicados en una medida proporcionada al desenvolvimiento de su inteligencia y de sus cualidades morales. La iniciación era una refundición completa del carácter, un despertar de las facultades adormecidas. El adepto no participaba de los grandes misterios, es decir, de la revelación de las leyes superiores, sino cuando había sabido apagar en sí el fuego de las pasiones, reprimir los deseos impuros, orientar los transportes de su ser hacia el Bien y la Belleza. Entraba entonces en posesión de ciertos poderes sobre la naturaleza, y comunicaba con las potencias ocultas del universo.
Los testimonios de la historia tocante a Apolonio de Tyane y Simón el Mago; los hechos pretendidos como milagrosos, realizados por Moisés y por Cristo, no dejan subsistir ninguna duda sobre este punto. Los iniciados conocían el secreto de las fuerzas fluídicas y magnéticas. Los fenómenos del sonambulismo y del psiquismo, en medio de los cuales se debaten los sabios de nuestros días, en su impotencia para explicarlos o para conciliados con teorías preconcebidas (2) , este dominio, la ciencia oriental de los santuarios la había explorado y poseía todas sus claves. Encontraba en ellas medios de acción que se hacían incomprensibles para el vulgo, pero de los cuales los fenómenos del espiritismo nos proporcionarían fácilmente la explicación.
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(2) Véase Ochorowitz, La sugestión mental. - N. del A. 10
En sus experiencias fisiológicas, la ciencia contemporánea ha llegado al umbral de ese mundo oculto conocido por los antiguos. Hasta aquí, no se ha atrevido a traspasado francamente; pero está próximo el día en que la fuerza de las cosas y el ejemplo de los audaces le obligarán a ello. Entonces, reconocerá que en esos hechos que rigen leyes rigurosas no existe nada sobrenatural, sino, por el contrario, una parte ignorada de la naturaleza, una manifestación de las fuerzas sutiles, un aspecto nuevo de la vida que llenó el infinito.
Si del dominio de los hechos pasamos al de los principios, tendremos primero que volver a trazar los grandes rasgos de la doctrina secreta. Según ella, la vida no es más que la evolución, en el tiempo y en el espacio, del espíritu, única realidad permanente. La materia es su expresión inferior, su forma cambiante. El Ser por excelencia, origen de todos los seres, es Dios, a la vez triple y único, sustancia, esencia y vida, en quien se resume todo el universo. De aquí el deísmo trinitario que, de la India y del Egipto, ha pasado, disfrazado, a la doctrina cristiana: ésta, de los tres elementos del ser, ha hecho personas. El alma humana, parcela de la gran alma, es inmortal. Progresa y se remonta hacia su altura a través de existencias numerosas, alternativamente terrestres y espirituales, y por un perfeccionamiento continuo. En sus encarnaciones corporales, constituye al hombre, cuya naturaleza ternaria -cuerpo, periespíritu y alma- se convierte en un microcosmos o pequeño mundo, imagen reducida del macrocosmos o Gran Todo. Por eso es por lo que podemos volver a encontrar a Dios en lo más pro fundo de nuestro ser al interrogarnos en la soledad, al estudiar y al desenvolver nuestras facultades latentes, nuestra razón y nuestra conciencia. La vida universal presenta dos aspectos: la involución o descenso del espíritu a la materia por la creación individual, y la evolución o ascensión gradual por la cadena de las existencias hacia la Unidad divina.
A esta filosofía pertenecía todo un haz de ciencias: la ciencia de los números o matemáticas sagradas, la teogonía, la cosmogonía, la psicología, la física. En ellas, el método inductivo y el método experimental se combinaban y se contrarrestaban de manera que formaban un conjunto imponente y armónico.
Esta enseñanza abría al pensamiento perspectivas capaces de producir el vértigo a los espíritus mal preparados. Así, pues, se reservaba para los fuertes. Si la visión del infinito turba y enloquece a las almas débiles, fortifica y engrandece a las valerosas. En el conocimiento de las leyes superiores, obtienen la fe esclarecida, la confianza en el porvenir, el consuelo en la desgracia. Este conocimiento se hace benevolente para los débiles, para todos aquellos que se agitan aún en los círculos interiores de la existencia, víctimas de las pasiones y de la ignorancia. Inspira la tolerancia para todas las creencias. El iniciado sabía unirse a todos y rogar con todos. Honraba a Brahma en la India, o Osiris en Memphis, a Júpiter en Olimpia, como a imágenes debilitadas de la Potencia suprema, directora de las almas y de los mundos. Así, la verdadera religión se eleva por encima de todas las creencias y no proscribe a ninguna.
La enseñanza de los santuarios produjo hombres verdaderamente prodigiosos por la elevación de miras y el poder de las obras realizadas, una selección de pensadores y de hombres de acción cuyos nombres se encuentran en todas las páginas de la historia. De allí salieron grandes reformadores, los fundadores de religiones, los ardientes sembradores de ideas: Krishna, Zoroastro, Hermes, Moisés, Pitágoras, Platón, Jesús, todos aquellos que quisieron poner al alcance de las multitudes las verdades sublimes que constituían su superioridad. Arrojaron al viento la semilla que fecunda las almas; promulgaron la ley moral inmutable en todas partes y siempre semejante a sí misma.
Pero los discípulos no han sabido guardar intacta la herencia de los maestros. Muertos éstos, su enseñanza fue desnaturalizada hasta quedar desconocida por las alteraciones sucesivas. El medio en que se hallaban los hombres no era apto para percibir las cosas del espíritu, y las religiones perdieron bien pronto su sencillez y su 11
pureza primitivas. Las verdades que contenían fueron ahogadas bajo los detalles de una interpretación grosera y material. Se abusó de los símbolos para exaltar la imaginación de los creyentes, y bien pronto, bajo el símbolo, la idea madre quedó sepultada y olvidada.
La verdad es comparable a esas gotas de lluvia que tiemblan en la extremidad de una rama. En tanto permanecen suspendidas en ella, brillan como los puros diamantes bajo el esplendor de la luz; en cuanto caen al suelo, se unen a todas las impurezas. Todo cuanto nos viene de arriba se ensucia con el contacto terrestre. Hasta al seno de los templos ha llevado el hombre sus pasiones, sus codicias, sus miserias morales. Así, pues, en toda religión, el error -ese legado de la tierra-o se mezcla a la verdad -ese bien de los cielos.
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Nos preguntamos a veces si la religión es necesaria. La religión (3), bien entendida, debería ser un vínculo que uniese a los hombres entre sí y los uniese por un mismo pensamiento al principio superior de las cosas.
Existe en el alma un sentimiento natural que la orienta hacia un ideal de perfección en el cual identifica el Bien y la Justicia. Si estuviese iluminado por la ciencia, fortificado por la razón, apoyado en la libertad de conciencia, este sentimiento, el más noble que se puede experimentar, se convertiría en el móvil de grandes y generosas acciones; pero empañado, falseado, materializado, se ha convertido, con demasiada frecuencia, por los cuidados de la teocracia, en un instrumento de dominación egoísta.
La religión es necesaria e indestructible porque tiene su razón de ser en la naturaleza misma del ser humano, del cual resume y expresa las aspiraciones elevadas. Es también la expresión de las leyes eternas, y, desde este punto de vista, debe confundirse con la filosofía, a la que hace pasar del dominio de la teoría al de la ejecución y la hace viva y activa.
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(3) Del latín religare, religar, unir. - N. del A.
Pero para ejercer una influencia saludable, para volver a convertirse en un móvil de elevación y de progreso, la religión debe despojarse de los disfraces que se ha vestido a través de los siglos. Lo que debe desaparecer no es su principio, sino, con los mitos oscuros, las formas exteriores y materiales. Hay que tener cuidado de no confundir cosas tan desemejantes.
La verdadera religión no es una manifestación exterior; es un sentimiento, y es en el corazón humano donde está el verdadero templo de lo Eterno. La verdadera religión no puede ajustarse a reglas ni a ritos estrechos. No necesita fórmulas ni imágenes; se preocupa poco de los simulacros y de las formas de adoración, y no juzga los dogmas sino por su influencia en el perfeccionamiento de las sociedades. La verdadera religión abarca todos los cultos, todos los sacerdocios; se eleva por encima de ellos y les dice: "¡La verdad está más alta!".
Se debe comprender, sin embargo, que todos los hombres no se hallan en estado de alcanzar a esas cimas intelectuales. Por eso es por lo que la tolerancia y la benevolencia se imponen. Si el deber nos incita a separar a los buenos espíritus de las manifestaciones vulgares de la religión, es preciso abstenerse de arrojar la piedra a las almas dolientes, desconsoladas, incapaces de asimilarse las nociones abstractas y que 12
encuentran en su fe ingenua un sostén y una confortación.
Sin embargo, se puede comprobar que el número de los creyentes sinceros disminuye de día en día. La idea de Dios, en otro tiempo sencilla y grande en las almas, ha sido desnaturalizada por el temor del infierno; ha perdido su potencia. En la imposibilidad de elevarse hasta lo absoluto, algunos hombres han creído necesario adaptar a su forma y a su medida todo lo que quisieran concebir. Así, han rebajado a Dios hasta su propio nivel, atribuyéndole sus pasiones y sus debilidades, reduciendo la naturaleza y el universo, y, bajo el prisma de su ignorancia, descomponiendo en colores diversos el puro rayo de la verdad.
Las claras nociones de la religión natural han sido oscurecidas adrede. La ficción y la fantasía han engendrado el error, y éste, condensado en el dogma, se ha erguido como un obstáculo en el camino de los pueblos. La luz ha sido velada por aquellos que se consideraban como los depositarios de ella, y las tinieblas en que querían envolver a los demás se han producido en ellos y alrededor de ellos. Los dogmas han pervertido el sentido religioso, y el interés de casta ha falseado el sentido moral. De aquí un cúmulo de supersticiones, de abusos, de prácticas idólatras cuyo espectáculo ha lanzado a tantos hombres en la negación.
La reacción se anuncia, sin embargo. Las religiones, inmovilizadas en sus dogmas como las momias bajo sus fajas, cuando todo camina y evoluciona alrededor de ellas, se debilitan cada día más. Han perdido casi toda influencia en las costumbres y en la vida social y están destinadas a morir; pero, como todas las cosas, las religiones no mueren sino para renacer. La idea que los hombres se hacen de la verdad se modifica y se amplía con el tiempo. Por eso, las religiones, que son manifestaciones temporales, aspectos parciales de la eterna verdad, deben transformarse en cuanto han hecho su obra y no responden ya a los progresos y a las necesidades de la humanidad. A medida que ésta avanza en su camino, necesita nuevas concepciones, un ideal más elevado, y los encuentra en los descubrimientos de la ciencia y en las intuiciones grandiosas del pensamiento.
Hemos llegado a un momento de la historia en que las religiones envejecidas se derrumban sobre sus bases; en que una renovación filosófica y social se prepara. El progreso material e intelectual llama al progreso moral. Un mundo de inspiraciones se agita en las profundidades de las almas y se esfuerza por adquirir forma y nacer a la vida. El sentimiento y la razón -esas dos grandes fuerzas, imperecederas como el espíritu del que son los atributos; fuerzas hasta aquí hostiles y que turbaban a la sociedad con sus conflictos- tienden, por fin, a aproximarse. La religión debe perder su carácter dogmático y sacerdotal para hacerse científica; la ciencia se separará de los escollos materialistas para iluminarse con un rayo divino. Va a surgir una doctrina idealista en sus tendencias, positiva y experimental en su método, apoyada sobre hechos innegables. Sistemas opuestos en apariencia, filosofías contradictorias y enemigas -el espiritualismo y el naturalismo, por ejemplo- encontrarán en ella un terreno de reconciliación. Síntesis poderosa, abarcará y acumulará todas las concepciones variadas del mundo y de la vida, radiaciones interrumpidas, fases diver-sas de la verdad.
Esta será la resurrección, bajo una forma más completa, accesible para todos, de la doctrina secreta que conoció el pasado; el advenimiento de la religión natural, que renacerá sencilla y pura. La religión pasará a los actos, al deseo ardiente del bien; el holocausto será el sacrificio de nuestras pasiones, el perfeccionamiento del espíritu humano. Tal será la religión superior, definitiva, universal, en cuyo seno desaparecerán, como los ríos en el Océano, todas las religiones pasajeras, contradictorias, causas demasiado frecuentes de división y de rompimiento para la humanidad. 13
II
LA INDIA
Hemos dicho que la doctrina secreta volvía a encontrarse en el fondo de todas las grandes religiones y en los libros sagrados de todos los pueblos. ¿De dónde proviene? ¿Cuál es su origen? ¿Qué hombres la concibieron primero y la transcribie-ron luego? Las Escrituras más antiguas son las que resplandecen en los cielos (1) . Esos mundos estelares que, a través de las noches silenciosas, dejan caer sus serenas claridades constituyen las Escrituras eternas y divinas de que habla Dupuis en su obra sobre el origen de los cultos. Los hombres las han consultado, sin duda, durante mucho tiempo antes de escribir, pero los primeros libros en los cuales se encuentra consignada la gran doctrina son los Vedas. Fue en los Vedas, cuya edad no ha podido ser establecida, donde se formó la religión primitiva de la India, religión completamente patriarcal, sencilla como la existencia del hombre desprovisto de pasiones, viva, con una vida serena y fuerte, al contacto de la naturaleza espléndida del Oriente.
Los himnos vádicos igualan en grandeza y en elevación moral a todo lo que el sentimiento poético ha engendrado de más hermoso en el transcurso de los tiempos. Celebran a Agni, el fuego, símbolo del Eterno Masculino o Espíritu creador; a Soma, el licor del sacrificio, símbolo de Eterno Femenino, Alma del mundo, sustancia etérea. En su perfecta unión, esos dos principios esenciales del Universo constituyen el Ser supremo, Zyaus o Dios.
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(1) Los signos del Zodíaco. - N. del A.
El Ser supremo se inmola a sí mismo y se divide para producir la vida universal. Así, el mundo y los seres, descendientes de Dios, vuelven a Dios por una evolución constante. De aquí la teoría de la caída y de la reascensión de las almas que vuelve a encontrarse en Occidente.
El sacrificio del fuego resume el culto védico. Al comenzar el día, el jefe de la familia, a la vez padre y sacerdote, encendía la llama sagrada sobre el altar de tierra, y con ella, subía alegre hacia el cielo azul el fuego, la invocación de todos a la fuerza única y viva que recubre el velo transparente de la naturaleza.
Mientras se cumple el sacrificio, dicen los Vedas, los Asuras o Espíritus superiores y los Pitris, almas de los antepasados, rodean a los asistentes y se asocian a sus preces. Así, pues, la creencia en los espíritus se remonta a las primeras edades del mundo.
Los Vedas afirmaban la inmortalidad del alma y la reencarnación.
"Es una parte inmortal del hombre, es ella, ¡oh, Agni!, la que es preciso calentar con tus rayos, inflamar con tu fuego. -¿De dónde han nacido las almas? .. Unas vienen hacia nosotros y regresan; otras regresan y vuelven a venir".
Los Vedas son monoteístas; las alegorías que se encuentran en cada página suya disimulan apenas la imagen de la gran causa prima, cuyo nombre, rodeado de un santo respeto, no podía ser pronunciado, bajo pena de muerte. En cuanto a las divinidad es secundarias o "deyas", personificaban a los auxiliares inferiores del Ser divino, las fuerzas de la naturaleza y las cualidades morales. De la enseñanza de los 14
Vedas dimanaba toda la organización de la sociedad primitiva, el respeto a la mujer, el culto a los antepasados, el poder electivo y patriarcal.
En la época vedica, en la soledad de los bosques, junto a las orillas de los ríos y de los lagos, los anacoretas o "rishis" pasaban sus días en el retiro. Intérpretes de la ciencia oculta, de la doctrina secreta de los Vedas, poseían ya aquellos misteriosos poderes, transmitidos de siglo en siglo, y de que gozan aún los "fakires" y los "yoguis". De esta cofradía, de solitarios ha salido el pensamiento creador, el impulso primario que ha hecho el brahamanismo la más colosal de las teocracias.
Krishna, educado por los ascetas en el seno de los bosques de cedros que dominan las cimas nevadas del Himalaya, fue el inspirador de las creencias hindúes. Esta gran figura aparece en la historia como la del primer reformador religioso, como la del primer misionario divino. Renovó las doctrinas védicas, sustentándolas en la idea de la Trinidad, en la del alma inmortal y de sus renacimientos sucesivos. Después de haber sellado su obra con su sangre, abandonó la tierra, dejando a la India esa concepción del universo y de la vida, ese ideal superior con el que ha vivido durante millares de años.
Bajo nombres diversos, esta doctrina se extendió por el mundo con todas las emigraciones de hombres cuya alta región de la India fue el origen. Esta tierra sagrada no es solamente la madre de los pueblos y de las civilizaciones; es también el hogar de las más grandes inspiraciones religiosas.
Krishna, rodeado de un grupo de discípulos, iba de ciudad en ciudad a divulgar su enseñanza:
"El cuerpo -decía (2)-, envoltura del alma que ha hecho de él su morada, es una cosa finita, pero el alma que lo habita es invisible, imponderable y eterna.
La suerte del alma después de la muerte constituye el misterio de los renacimientos. Como las profundidades del cielo se abren a los rayos de las estrellas, así las profundidades de la vida se iluminan con la luz de esta verdad.
Cuando el cuerpo está disuelto, cuando la sabiduría tiene la ventaja, el alma vuela a las regiones de los seres puros que poseen el conocimiento del Altísimo. Cuando es la pasión la que domina, el alma viene de nuevo a habitar entre aquellos que se hallan unidos a las cosas de la tierra. Del mismo modo, el alma oscurecida por la materia y la ignorancia es atraída de nuevo por el cuerpo de seres irrazonables.
Todo renacimiento, feliz o desgraciado, es la consecuencia de las obras practicadas en las vidas anteriores.
Pero existe un misterio más grande aún. Para llegar a la perfección, es preciso conquistar la ciencia de la Unidad, que está por encima de la sabiduría; es preciso elevarse al Ser divino, que está por encima del alma y de la inteligencia. Este Ser divino está también en cada uno de nosotros:
"Tú llevas en ti mismo un amigo sublime al que no conoces, pues Dios reside en el interior de todo hombre, aunque pocos saben encontrarlo.
El hombre que hace el sacrificio de sus deseos y de sus obras al Ser de donde proceden los principios de todas las cosas y por quien el universo ha sido formado, obtiene por este sacrificio la perfección, porque el que encuentra en sí mismo su felicidad, su goce, y en sí mismo también su luz, es único con Dios. Ahora bien; sabedlo: el alma que ha encontrado a Dios queda librada del renacimiento y de la muerte, de la vejez y del dolor, y bebe el agua de la inmortalidad".
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(2) Baghavadgita, traducción de Emilio Bournouf, C. Schlegel y Wilkins. - N. del A. 15
Krishna hablaba de su propia naturaleza y de su misión en términos que es conveniente meditar. Dirigiéndose a sus discípulos, decía:
"Yo y vosotros hemos tenido varios nacimientos. Los míos no son conocidos sino por mí, pero vosotros no conocéis siquiera los vuestros. Cuando yo no esté ya sujeto, por mi naturaleza, a nacer o a morir todas las veces que la virtud declina en el mundo y que el vicio y la injusticia merecen, entonces me haré invisible, y así me muestro de edad en edad para la salvación del justo, el castigo del malo y el restablecimiento de la virtud.
Os he revelado los grandes secretos. No los digáis más que a aquellos que puedan comprenderlos. Sois mis elegidos, y veis la finalidad; la multitud no ve más que un extremo del camino" (3).
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) Baghavadgita. - N. del A.
(3
Por estas palabras, la doctrina secreta estaba establecida.
A pesar de las alteraciones sucesivas que hubo de sufrir, continuará siendo la fuente de la vida, donde, en la sombra y el silencio, se abrevaron todos los grandes pensadores de la antigüedad.
La moral de Krishna no era menos pura:
"Los males con que afligimos a nuestro prójimo nos persiguen como nuestra sombra sigue a nuestro cuerpo. - Las obras inspiradas en el amor de nuestros semejantes son las que pesarán más en la balanza celeste. - Si frecuentas a los buenos, tus ejemplos serán inútiles; no temas vivir entre los malos para conducirlos al bien. - El hombre virtuoso es semejante al árbol gigantesco cuya sombra bienhechora da a las plantas que lo rodean la frescura y la vida".
Su lenguaje se elevaba hasta lo sublime cuando hablaba de abnegación y de sacrificio:
"El hombre honrado debe caer bajo los golpes de los malos, como el sándalo, que perfuma el hacha que le golpea".
Cuando los sofistas le pedían que explicase la naturaleza de Dios, respondía:
"Sólo el infinito Y el espacio pueden comprender el infinito. Dios sólo puede comprenderlo Dios".
Decía, además:
"Nada de cuanto Existe puede perecer, pues todo cuanto Existe está contenido en Dios. Así, pues, los sabios no lloran a los vivos ni a los muertos. Porque nunca dejé de existir yo, ni tú, ni ningún hombre, y jamás dejaremos de existir ninguno de nosotros, más allá de la vida presente" (4). 16
A propósito de la comunicación con los Espíritus, decía:
"Mucho tiempo antes de que se despojen de su envoltura mortal, las almas que sólo han practicado el bien adquieren la facultad de conversar con las almas que les han precedido en la vida espiritual" (swarga) (5).
Esto es lo que los brahmas afirman aún en nuestros días con la doctrina de los Pitris. En todas las épocas, la evocación de los muertos ha sido una de las formas de la liturgia.
Tales son los principales puntos de la enseñanza de Krishna, que se encuentran en los libros sagrados conservados en el fondo de los santuarios del sur del Indostán.
En el principio, la organización social de la India fue calcada por los brahmas sobre sus concepciones religiosas. Dividieron la sociedad en tres clases, según el sistema ternario; pero, poco a poco, esta organización degeneró en privilegios sa-cerdotales y aristocráticos. La herencia impuso sus límites estrechos y rígidos a las aspiraciones de todos. La mujer, libre y honrada en los tiempos védicos, se convirtió en esclava. La sociedad se adaptó a un molde inflexible, Y la decadencia de la India fue la consecuencia inevitable de ello. Petrificada en sus castas y en sus dogmas, se durmió con ese sueño letárgico, imagen de la muerte, que ni siquiera ha turbado el tumulto de las invasiones extranjeras. ¿Se despertará alguna vez? . Sólo el porvenir podrá decirlo.
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(4) Mahabarata, trad. H. Fauche. - N. del A.
(5) Baghavadgita. - N. del A.
Los brahmas, después de haber establecido el orden y organizado la sociedad, perdieron la India por exceso de compresión. Del mismo modo, quitaron toda autoridad moral a la doctrina de Krishna, envolviéndola en formas groseras y materiales. Si sólo se considera la parte exterior y vulgar del brahmanismo, sus prescripciones pueriles, su ceremonial pomposo, sus ritos complicados, las fábulas y las imágenes en que es tan pródigo, sólo se verá en él un cúmulo de supersticiones. Pero constituiría un error juzgarle solamente por sus apariencias exteriores. En el brahmanismo, como en todas las religiones antiguas, hay que tener en cuenta dos partes. Una es la del culto y la enseñanza vulgar, llena de ficciones que cautivan al pueblo y ayudan a conducirle por el camino de la servidumbre. A este orden de ideas pertenece el dogma de la metempsicosis o renacimiento de las almas culpables en los cuerpos de los animales, de los insectos o de las plantas, espantajo destinado a aterrar a los débiles, sistema hábil que ha imitado el catolicismo en su concepción de los mitos de Satán, del infierno y de los suplicios eternos.
Otra cosa es la enseñanza secreta, la gran tradición esotérica que trató del alma, de sus destinos, de la causa universal -especulaciones las más elevadas y las más puras-. Para recogerlas, es preciso penetrar en el misterio de las pagadas, escudriñar en los manuscritos que ellas encierran, interrogar a los brahmas sabios.
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Unos seiscientos años antes de la era de Cristo, el hijo de un rey -Cakya-Muni o 17
el Buddha- se sintió atacado de una profunda tristeza, de una inmensa piedad hacia los sufrimientos de los hombres. La corrupción había invadido la India a consecuencia de la alteración de las tradiciones religiosas y de los abusos de una teocracia ávida de dominación. Renunciando a las grandezas y a la vida fastuosa, el Buddha abandona su palacio y se esconde en la selva silenciosa. Después de muchos años de meditación, reaparece, llevando al mundo asiático, sino una creencia nueva, por lo menos una nueva expresión de la Ley.
Según el Buddhismo (6), la causa del mal, del dolor, de la muerte y del renacimiento es el deseo. Es él, es la pasión lo que nos atrae a las formas materiales y despierta en nosotros mil necesidades que renacen sin cesar, nunca satisfechas, y que se convierten en tiranos. La finalidad elevada de la vida consiste en arrancar el alma a las influencias del deseo. Se llega a ello por medio de la reflexión, de la austeridad, por el desprendimiento gradual de todas las cosas terrenas, por el sacrificio del "yo", por la manumisión de todas las servidumbres de la personalidad y del egoísmo. La ignorancia es el mal soberano de donde provienen el sufrimiento y la miseria; y el primer medio de mejorar la vida en el presente y en el porvenir es el de adquirir conocimientos.
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(6) León de Rosny, El Buddhismo; Bournouf, La Ciencia de las religiones. - N. del A.
El conocimiento comprende la ciencia de la naturaleza, visible e invisible, el estudio del hombre y el de los principios de las cosas. Estos son absolutos y eternos. El mundo, sacado por su propia actividad de un estado uniforme, está en una evo-lución continua. Los seres, descendientes del Gran Todo, con el fin de resolver el problema de la perfección, inseparable del estado de libertad, se hallan en condiciones de regresar al bien perfecto. No penetran en el mundo de la forma sino para trabajar en él hacia la consecución de su obra de perfeccionamiento y de elevación. Pueden realizarlo por medio de la ciencia -dice un "Upanichad" -. Pueden realizarlo por medio del amor -dice un "Purana".
La ciencia y el amor son los dos factores esenciales del universo. Mientras el ser no ha adquirido el amor, se halla condenado a proseguir la cadena de las reencarnaciones terrenales.
Bajo la influencia de tal doctrina, el instinto egoísta ve estrecharse poco a poco su círculo de acción. El ser aprende a abarcar en un mismo amor a todo cuanto vive y respira. Y esto no es más que una etapa de su evolución. Esta debe conducirle a no amar más que el eterno principio de donde emana todo amor y adonde todo amor debe necesariamente volver. Este estado es el de Nirvana.
Esta expresión, diversamente comentada, ha causado muchas equivocaciones. Según la doctrina secreta del buddhismo (7), el Nirvana no es, como enseñan la Iglesia del Sur y el gran sacerdote de Ceylán, la pérdida de la individualidad, el desvanecimiento del ser en la nada; es la conquista, por el alma, de la perfección, de la manumisión definitiva de las transmigraciones y de los renacimientos en el seno de las humanidades.
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(7)Sinnet, El Buddhismo esotérico. - N. del A. 18
Cada uno se hace su destino. La vida presente, con sus goces y sus dolores, no es más que la consecuencia de las buenas o de las malas acciones realizadas libremente por el ser en sus existencias anteriores. El presente se explica por el pasado, no solamente por el mundo, tomado en su conjunto, sino por cada uno de los seres que 10 componen. Se llama "Karma" a la suma de los méritos o de los deméritos adquiridos por el ser. Este karma es para él, en todo instante de su evolución, el punto de partida del porvenir, la causa de toda justicia distributiva:
"Yo, Buddha (8), que he llorado con todas las lágrimas de mis hermanos, cuyo corazón ha sido roto por el dolor de todo un mundo, sonrío y estoy contento, porque la libertad existe. ¡Oh, vosotros que sufrís: sabedlo! Yo os muestro la verdad. Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado. Ello está fundado sobre nuestros pensamientos; ello está hecho con nuestros pensamientos. Si un hombre habla y obra de acuerdo con un pensamiento puro, la felicidad le sigue como una sombra. El odio no ha sido nunca apaciguado por el odio. El odio no es vencido más que por el amor. Como la lluvia pasa a través de una casa mal cubierta, la pasión pasa a través de un espíritu poco reflexivo. Por la reflexión, por la moderación, por el dominio de sí mismo, el hombre se convierte en una isla que ningún huracán puede arrasar. El hombre llega a recoger las cosas que ha sembrado. Esta es la doctrina del Karma".
La mayor parte de las religiones nos recomiendan el bien para obtener una recompensa celeste. Hay en ello un móvil egoísta y mercenario que no se encuentra en el mismo grado en el Buddhismo. Es preciso practicar el bien -dice León de Rosny (9) -, porque el bien es la finalidad suprema de la naturaleza. Conformándose a las exigencias de estas leyes como se adquiere la única satisfacción verdadera, la más hermosa que puede gozar el ser libertado de las trabas de la forma y de las atracciones del deseo, causas continuas de decepción y de sufrimiento.
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(8) Dhammapada. - N. del A.
(9) La Moral del Buddhismo. - N. del A.
La compasión del budista y su caridad se extienden a todos los seres. Todos, a sus ojos, están destinados al Nirvana, y por seres hay que entender los animales, los vegetales y hasta los cuerpos inorgánicos. Todas las formas de vida se encadenan segÚn la ley grandiosa de la evolución y del transformismo. En ninguna parte está ausente la vida en el universo. La muerte no es más que una ilusión, uno de los agentes que permiten un renovamiento incesante y de incesantes transformaciones. El infierno -para los iniciados en la doctrina esotérica-, no es otra cosa que el remordimiento y la ausencia de amor. El purgatorio está en todas partes donde se encuentra la forma y donde evoluciona la materia. Está sobre nuestro globo lo mismo que en las profundidades del firmamento estrellado.
El Buddha y sus discípulos practicaban el Dhyana o la contemplación, el éxtasis. El espíritu, en este estado de exaltación, comunica con las almas que han abandonado la tierra (10) .
El Buddhismo exotérico o vulgar, rechazado hacia el siglo VI en las dos extremidades de la India, después de sangrientas luchas provocadas por los brahmas, 19
ha sufrido vicisitudes diversas y numerosas transformaciones. Una de sus ramas o iglesias, la del Sur, en algunas de sus interpretaciones, parece inclinarse hacia el ateísmo y el materialismo. La del Thibet ha permanecido deísta y espiritualista. El Buddhismo se ha convertido, además, en la religión del imperio más vasto del mundo -la China (11) -. Sus fieles componen hoy la tercera parte de la población del globo. Pero en todos los medios donde se ha divulgado, del Ural al Japón, sus tradiciones primitivas han sido veladas, alteradas. Allí, como en otras partes. Las formas materiales del culto han ahogado las altas aspiraciones del pensamiento; los ritos, las ceremonias supersticiosas. Las vanas fórmulas, las ofrendas, los toneles y molinos de oraciones han reemplazado a la enseñanza moral y a la práctica de las virtudes (12) .
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(10) Eug. Bonnemere, El Alma y sus manifestaciones. - N. del A.
(11) Hoy república. - N. del T.
(12) G. Bousquet, Revista de Ambos Mundos, 15 de marzo de l870. - N. del A..
Sin embargo, las principales enseñanzas del Buddha han sido conservadas en los Sutras (13). Los sabios, herederos de la ciencia y de los poderes de los antiguos ascetas, poseían también, según se dice (14), la secreta doctrina en su integridad. Habían fijado sus moradas lejos de las multitudes humanas, sobre las mesetas elevadas desde donde aparece la llanura de la India, vaga y lejana, como en un sueño. En la pura atmósfera y en el silencio de las soledades habitaban los "Mahatmas". Poseedores de los secretos que permiten desafiar al dolor y a la muerte, pasaban sus días en la meditación, esperando la hora problemática en que el estado moral de la humanidad se hiciese accesible a la divulgación de sus arcanos. Desgraciadamente, ningún hecho bien auténtico ha venido hasta aquí a confirmar estas afirmaciones. La prueba de la existencia de los "Mahatmas" está aún por hacer.
Desde hace veinte años, se han realizado grandes esfuerzos para divulgar la doctrina buddhica en Occidente. Nuestra raza, ávida de movimiento, de luz y de libertad, parece poco dispuesta a asimilarse esta religión del renunciamiento, de la que los pueblos orientales han hecho una doctrina de aniquilamiento voluntario y de postración intelectual. El Buddhismo ha sido en nuestra Europa el dominio de algunos letrados. El esoterismo thibetano está, por fortuna, entre ellos. En ciertos puntos, éste abre al espíritu humano perspectivas extrañas. La teoría de los días y de las noches de Brahma, "Manvantara" y "Pralaya", renovada de las antiguas religiones de la India, parece estar un poco en contradicción con la idea del Nirvana.
En todo caso, estos períodos inmensos de difusión y de concentración, al final de los cuales la gran Causa prima absorbe a todos los seres y permanece sola, inmóvil, dormida, sobre los mundos disueltos, lanzan al pensamiento en una especie de vértigo. La teoría de los siete principios constitutivos del hombre, la de los siete planetas (l5), sobre los cuales se desarrolla la redondez de la vida en su movimiento ascensional, constituyen también aspectos originales y objetos de examen.
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(13) El Lalita Vistara, traducción Foucaus; El Loto de la Buena Ley, traducción Eug. Bournouf. - N. del A.
(14) Sinnet, El Buddhismo esotérico. - N. del A.
(15) En lugar de los siete, únicos conocidos de los antiguos, se cuentan ocho principales en nuestro sistema solar. La existencia de un noveno y de otros más se supone más allá de Neptuno, a consecuencia de las perturbaciones sufridas por este planeta. - N. del A. 20
Una cosa domina esta enseñanza. La ley de caridad proclamada por el Buddha es uno de los más poderosos llamamientos al bien que han resonado en el mundo; pero, según la expresión de León de Rosny (l6), "esta ley serena, esta ley vacía, porque no tiene nada por apoyo, ha permanecido ininteligible para la mayoría de los hombres cuyos apetitos exalta, a los cuales no promete la clase de salario que quieren percibir".
El Buddhismo, a pesar de sus manchas y de sus sombras, no deja de ser una de las más grandes concepciones religiosas que han aparecido en el mundo, una doctrina toda amor e igualdad, una reacción poderosa contra la distinción de las castas establecida por los brahmas. Ofrece en algunos puntos analogías conmovedoras con el Evangelio de Jesús de Nazareth.
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(16) León de Rosny, La Moral del Buddhismo. - N. del A.
III
EL EGIPTO
A las puertas del desierto, se yerguen los templos, los pilones (l), las pirámides-bosques de piedra bajo un cielo de fuego. Las esfinges contemplan la llanura, acurrucadas y soñadoras, y las necrópolis, talladas en la roca, abren sus umbrales profanados a la orilla del río silencioso. Tal es el Egipto, tierra extraña, libro venerable en el cual apenas comienza el hombre moderno a deletrear el misterio de las edades, de los pueblos y de las religiones (2).
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(1) Portadas de los templos del Antiguo Egipto. - N. del T.
(2) Véanse los trabajos de Francisco Lennormant y de Máspero. - N del A.
La India -dicen la mayor parte de los orientalistas- comunicó a Egipto su civilización y su fe. Otros eruditos afirman que en una época anterior la tierra de Isis poseía ya sus tradiciones propias. Eran la herencia de una raza extinta, la raza roja, procedente del Oeste (3), a la que las luchas formidables con los blancos y los cataclismos geológicos casi han aniquilado. El templo y la esfinge de Gizeh, anteriores en varios millares de años (4), a la gran pirámide y levantados por los rojos hacia el sitio donde el Nilo se unía entonces con el mar (5), son dos raros monumentos que aquellos lejanos tiempos nos legaron.
La lectura de las estelas (6), la de los papiros recogidos en las tumbas, permiten reconstruir la historia de Egipto, al mismo tiempo que aquella antigua doctrina del Verbo-Luz, divinidad de triple naturaleza, a la vez inteligencia, fuerza y materia; inteligencia, alma y cuerpo, que ofrece una analogía perfecta con la filosofía de la India. Aquí, como allá, vuelve a encontrarse, bajo la forma grosera de los cultos, el mismo pensamiento escondido. El alma del Egipto, el secreto de su vitalidad, de su papel histórico, es la doctrina oculta de sus sacerdotes, velada cuidadosamente con 21
los misterios de Isis y de Osiris, y estudiada en el fondo de los templos por los iniciados de todas las categorías y de todos los países.
Los libros sagrados de Hermes expresaban, bajo formas austeras, los principios de esta doctrina. Formaban una vasta enciclopedia. En ella se encontraban clasificados todos los conocimientos humanos. No todos han llegado hasta nosotros. La ciencia religiosa de Egipto nos ha sido restituida, sobre todo, por la lectura de los jeroglíficos. También los templos son libros, y puede decirse de la tierra de los Faraones que hasta las piedras tienen allí voz.
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(3) Véase Ed. Schuré, Los grandes iniciados (página 116), los descubrimientos de Leplongeon y H. SavilIe en Centroamérica, y los trabajos de Roisel y de Arbois de JubainvilIe sobre los Atlantes. - N. del A.
(4) Una inscripción del tiempo de la cuarta dinastía (cuatro mil años antes de J. C.) refiere que se encontró en aquella época, cerca de la gran esfinge, un templo enterrado bajo las arenas, y "cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos". (Fr. Lenormant, Historia de Oriente, t. II, pág. 55). -
N. del A.
(5) El delta actual ha sido formado por los aluviones sucesivos depositados por el Nilo.- N. del A.
(6) Monumento conmemorativo erigido sobre el suelo en forma de lápida, pedestal o cipo.- N. del T.
El primero de los sabios modernos -Champollion- descubrió tres clases de escritura en los manuscritos y en los monumentos egipcios (7). Por este descubrimiento quedó confirmada la opinión de los antiguos de que los sacerdotes de Isis empleaban tres clases de caracteres: los primeros, "demóticos", eran sencillos y claros; los segundos, "hieráticos", tenían un sentido simbólico o figurado; los otros eran los jeroglíficos. Esto es lo que Heráclito expresaba con los términos "hablando" y "significando" y "ocultando".
Los jeroglíficos tenían un triple sentido y no podían ser descifrados sin clave. Se aplicaba a estos signos la ley de analogía que rigió a los tres mundos: natural, humano y divino, y permite expresar los tres aspectos de todas las cosas por com-binaciones de números y de figuras que reproducen la simetría armoniosa y la unidad del universo. Así, en un mismo signo, el adepto leía a la vez los principios, las causas y los efectos, y este lenguaje tenía para él un poder extraordinario.
El sacerdote, oriundo de todas las clases de la sociedad, aun de las más ínfimas, era el verdadero dueño del Egipto; los reyes, elegidos e iniciados por él, no gobernaban a la nación sino a título de mandatarios. Una grandeza de miras y una sabiduría profunda presidían en los destinos de aquel país. En medio del mundo bárbaro, entre la Asiría feroz y el África salvaje, la tierra de los Faraones era como una isla batida por las olas, donde se conservaban las puras doctrinas. toda la ciencia secreta del mundo antiguo. Los sabios, los pensadores, los conductores de pueblos, griegos, hebreos, fenicios, etruscos, acudían al Egipto para instruirse.
Por ellos, el pensamiento religioso se extendía desde los santuarios de Isis por todas las playas del Mediterráneo, llegando a hacer que se produjeran diversas civilizaciones, desemejantes incluso, según el carácter de los pueblos que la recibían, haciéndose monoteísta en Judea con Moisés y politeísta en Grecia con Odeo, pero siempre uniforme en su principio oculto.
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(7) Champollion, El Egipto bajo los Faraones. - N. del A. 22
El culto popular de Isis y de Osiris no era más que un brillante espejismo ofrecido a la multitud. Bajo la pompa de los espectáculos y de las ceremonias publicas se ocultaba la verdadera enseñanza, dada en los pequeños y en los grandes misterios. La iniciación era rodeada de numerosos obstáculos y de verdaderos peligros. Las pruebas físicas y morales eran largas y múltiples. Se exigía el juramento del silencio, y la menor indiscreción era castigada con la muerte. Esta disciplina temible daba a la religión secreta y a la iniciación una fuerza y una autoridad incomparables. A medida que el adepto avanzaba en su camino, se apartaban los velos, se hacía más brillante luz, los símbolos aparecían vivientes y llenos de elo-cuencia.
La esfinge, cabeza de mujer en un cuerpo de toro con garras y alas de águila, era la imagen del ser humano, emergiendo de las profundidades de la animalidad para obtener su nueva condición. El gran enigma era el hombre, llevando en sí las trazas sensibles de su origen, resumiendo todos los elementos y todas las fuerzas de la naturaleza inferior.
Los dioses extraños con cabezas de pájaros, de mamíferos y de serpientes eran otros símbolos de la vida en sus múltiples manifestaciones. Osiris, el dios solar, e Isis, la gran naturaleza, eran celebrados en todas partes; pero, por encima de ellos, estaba un Dios innominado, del que no se hablaba más que en voz baja y con temor.
El neófito debía aprender ante todo a conocerse. El hierofante empleaba con él este lenguaje:
"¡Oh, alma ciega, ármate con la antorcha de los misterios, y, en la noche terrena, descubrirás tu doble luminoso, tu alma celeste. Sigue esta guía divina, y que sea tu genio, pues tiene la clave de tus existencias pasadas y futuras" (8).
Al final de sus pruebas, destrozado por las emociones, después de haber esquivado por diez veces la muerte, el iniciado veía acercarse hacia él una imagen de mujer que llevaba un rollo de papiro.
"Soy tu hermana invisible -le decía-, soy tu alma divina, y éste es el libro de la vida. Encierra las páginas llenas de tus existencias pasadas y las páginas en blanco de tus futuras vidas. Un día, las desenrollaré delante de ti. No me conoces ahora. Llámame, y acudiré".
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(8) Llamamiento a los iniciados, según el Libro de los Muertos. N. del A.
Por último, sobre la terraza del templo, bajo el cielo estrellado, ante Menphis o Tebas adormecidas, el sacerdote refería al adepto la visión de Hermes, transmitida oralmente de pontífice en pontífice, y grabada en signos jeroglíficos en las bóvedas de las criptas subterráneas.
Un día, Hermes vio el espacio y los mundos, y la vida que se manifestaba en todos los lugares. La voz de la luz que llenaba el infinito le reveló el divino misterio:
"La luz que has visto es la inteligencia divina, que contiene toda cosa en potencia y encierra los modelos de todos los seres. Las tinieblas son el mundo material donde viven los hombres de la tierra. Y el fuego que brota de las 23
profundidades es el Verbo divino; Dios es el Padre, Verbo es el Hijo, y su unión es la Vida.
En cuanto al espíritu del hombre, su destino tiene dos aspectos: cautividad en la materia y ascensión a la luz. Las almas son hijas del cielo, y su viaje es una prueba. En la encarnación pierden el recuerdo de su origen celeste. Cautivadas por la materia, embriagadas por la vida, se precipitan como una lluvia de fuego, con estremecimientos de voluptuosidad, a través de las regiones del sufrimiento, del amor y de la muerte, hasta llegar a la prisión terrenal donde tú gimes y donde la vida divina te parece un vano sueño.
Las almas bajas y malas permanecen encadenadas a la tierra por múltiples renacimientos, pero las almas. Virtuosas suben volando hacia las esferas superiores, donde se rodean de cosas divinas. Se impregnan de la lucidez de la conciencia esclarecida por el dolor, con la energía de la voluntad adquirida en la lucha. Se hacen luminosas, pues poseen lo divino en sí mismas y el esplendor en sus actos. Afirma, pues, tu corazón, ¡oh, Hermes!, y serena tu espíritu oscurecido contemplando esos vuelos de almas subiendo por la escala de las esferas que conduce al Padre, allá donde todo se acaba, donde todo comienza eternamente. Y las siete esferas dicen juntas: ¡ Sabiduría! ¡ Amor! ¡Justicia! ¡ Belleza! ¡Esplendor! ¡Ciencia! ¡ Inmortalidad!" (9).
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(9)Véase el Pimander, el más auténtico de los Libros de Hermes Trismegisto. - N. del A.
El pontífice añadía:
"Medita esta división. Encierra el secreto de todas las cosas. Ya apren-derás a comprenderla y verás extenderse sus límites. Porque la misma ley orgánica gobierna a todos los mundos.
Pero el velo del misterio encubre la gran verdad. El total conocimiento no puede ser revelado más que a aquellos que han sufrido las mismas pruebas que nosotros. Es preciso medir la verdad según las inteligencias; velársela a los débiles, a quienes volvería locos; ocultársela a los malos, que harían de ella un arma de destrucción. Enciérrala en tu corazón, y que hable por tu obra. La ciencia será tu fuerza; la ley, tu espada, y el silencio, tu escudo".
La ciencia de los sacerdotes de Egipto sobrepasaba en muchos puntos a la ciencia actual. Conocían el magnetismo y el sonambulismo; curaban por medio del sueño provocado y practicaban con largueza la sugestión. A esto es a lo que llamaban la magia (10) .
El iniciado no tenía finalidad más elevada que la conquista de estos poderes, cuyo emblema era la corona de los magos.
"Sabe -se le decía- lo que significa esta corona. Toda voluntad que se unió a Dios para manifestar la verdad y operar la justicia entra, a partir de esta vida, en participación del poder divino sobre los seres y sobre las cosas, recompensa eterna de los espíritus manumitidos".
El genio de Egipto fue sumergido por la ola de las invasiones. La escuela de Alejandría recogió algunas parcelas, que transmitió al cristianismo naciente. Pero, antes, los iniciados griegos habían hecho penetrar en la Hélada las doctrinas 24
herméticas. Ahí es donde vamos a encontrarlas.
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(10) Diodoro de Sicilia y Strabon refieren que los sacerdotes del antiguo Egipto sabían provocar la clarividencia, con una finalidad terapéutica. Galíen hace mención de un templo, cerca de Memphis, célebre por sus curas hipnóticas. - N. del A.
IV
LA GRECIA
Entre los pueblos iniciadores, en ninguno se manifiesta su misión con más esplendor que en los pueblos de la Hélada. Grecia ha iniciado a Europa en todos los esplendores de la Belleza. De su mano abierta es de donde ha salido la civilización, y su genio, a veinte siglos de distancia, irradia aún en nuestro país. Así, pues, a pesar de sus desgarramientos y de sus luchas intestinas, a pesar de su decadencia final, ha continuado siendo objeto de admiración para todas las edades.
Grecia ha sabido traducir en un claro lenguaje las oscuras bellezas de la sabiduría oriental. Las expresó primero con la ayuda de esas dos armonías celestes que hizo humanas: la música y la poesía. Orfeo y Homero, los primeros, dejaron oír sus acentos a la tierra encantada.
Más tarde, ese ritmo, esa armonía que el genio naciente de Grecia había introducido en la palabra y en el canto, Pitágoras, el iniciado de los templos egipcios, los reconoció en todas partes en el universo, en la marcha de los globos que se mueven, futuras moradas de la humanidad, en el seno de los espacios; en el acorde de los tres mundos, natural, humano y divino, que se sostienen, se equilibran y se completan para producir la vida. De esta visión formidable se deducía para él la idea de una triple iniciación, por la cual, el hombre, instruido en principios eternos, aprendía, al purificarse, a libertarse de los males terrenos y a elevarse hacia la perfección. De ahí todo un sistema de educación y de reforma en el cual dejó Pitágoras su nombre y que produjo tantos sabios y grandes hombres.
Por último, Sócrates y Platón, popularizando los mismos principios, extendiéndolos en un círculo más amplio, inauguraron el reinado de la ciencia abierta que vino a sustituir a la enseñanza secreta.
Tal fue el papel de la Grecia en la historia del desenvolvimiento del pensamiento. En todas las épocas, la iniciación ejerció una influencia capital en los destinos de aquel país. No es en las fluctuaciones políticas que agitaron a aquella raza movible e impresionable donde hay que buscar las más altas manifestaciones del genio helénico. Este no tenía su hogar en la sombría y brutal Esparta ni en la brillante y frívola Atenas, sino más bien en Delfos, en Olimpia y en Eleusis, refugios sagrados de la pura doctrina. Allí se revelaba en todo su poder por la celebración de los misterios. Allí, pensadores, poetas, artistas acudían a recoger la enseñanza oculta que traducían des-pués a la multitud en vivientes imágenes y en versos inflamados. Por encima de las ciudades turbulentas, siempre dispuestas a destrozarse; por encima de las formas cambiantes de la política, que pasaban alternativamente de la aristocracia a la democracia y al reinado de los tiranos, un poder supremo dominaba a Grecia: el Tribunal de los Anfitiones, que residía en Delfos, y se componía de los iniciados del grado superior. Sólo él salvó a la Hélade en las horas de peligro, imponiendo silencio a las rivalidades de Esparta y de Atenas.
Ya en tiempos de Orfeo los templos poseían la ciencia secreta. 25
"Escucha -decía el maestro al neófito (1)-, escucha las verdades que es preciso callar a la multitud y que producen la fuerza de los santuarios. Dios es único y siempre semejante a sí mismo; pero los dioses son innumerables y diversos, pues la divinidad es eterna e infinita. Las más grandes son las almas de los astros, etc.
Has entrado con un corazón puro en el seno de los misterios. Ha llegado la hora solemne en que voy a hacerte penetrar hasta en los orígenes de la vida y de la luz. Los que no han levantado el velo espeso que encubre a los ojos de los hombres las maravillas invisibles no se convierten en hijos de los Dioses".
A los mistas y a los iniciados:
"Venid a regocijaros, vosotros que habéis sufrido; venid a reposar, vosotros que habéis luchado. Por vuestros pasados sufrimientos, por el esfuerzo que os guía, venceréis, y si creéis en las palabras divinas, ya habéis vencido. Porque después del largo ciclo de las existencias tenebrosas, saldréis, por fin, del circulo doloroso de las generaciones y os encontraréis de nuevo todos como una sola alma en la luz de Dionysos (2).
Amad, pues todo ama. Pero amad la luz y no las tinieblas. Acordaos de la finalidad durante el viaje. Cuando las almas vuelven a la luz, llevan, como manchas horribles sobre su cuerpo etéreo, todas las faltas de su vida... Y, para limpiarlas, es preciso que expíen y que vuelvan a la tierra... Pero los puros, los fuertes se van al sol de Dionysos".
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(1) Himnos órficos. - N. del A.
(2) Según la expresión de Pitágoras, Apolo y Dionysos son dos revelaciones del Verbo de Dios, que se manifiesta eternamente en el mundo. N. del A.
Una imponente figura domina el grupo de los filósofos griegos. Fue Pitágoras, hijo de Jonia, el primero que supo coordinar y poner en luz las doctrinas secretas del Oriente y hacer de ellas una vasta síntesis que abarcaba a la vez la moral, la ciencia y la religión. Su academia de Crotona fue una escuela admirable de iniciación laica, y su obra, el preludio de aquel gran movimiento de ideas que, con Platón y Jesús, iba a remover las capas profundas de la sociedad antigua y a llevar sus ondas hasta las extremidades del continente.
Pitágoras estudió durante treinta años en Egipto. A unos vastos conocimientos unía esa intuición maravillosa sin la cual la observación y el razonamiento no bastan siempre para descubrir la verdad. Gracias a estas cualidades, pudo levantar el magnífico monumento de la ciencia esotérica, de la cual no podemos por menos de trazar aquí las líneas esenciales:
"La esencia en sí se separa del hombre -decía la doctrina pitagórica (3)-. El hombre no conoce más que las cosas de este mundo, donde lo finito se combina con lo infinito. ¿Cómo puede conocerlos? Porque hay entre él y las cosas una armonía, una relación, un principio común, y este principio le es dado por el Único, que le proporciona con su esencia la medida y la inteligibilidad.
Vuestro ser está en vosotros, vuestra alma es un pequeño universo. Pero está llena de tempestades y de discordias. Se trata de realizar en ella la unidad en la 26
armonía. Sólo entonces descenderá Dios a vuestra conciencia, y entonces participaréis de su poder y haréis de vuestra voluntad la piedra del hogar, el altar de Hestia, el trono de Júpiter".
Los pitagóricos llamaban espíritu o inteligencia a la parte activa e inmortal del ser humano. El alma era para ellos el espíritu envuelto en su cuerpo fluidico, etéreo. El destino de Psiquis, el alma humana, su descendimiento y su cautividad en la carne, sus sufrimientos y sus luchas, su reascensión gradual, su triunfo sobre las pasiones y su retorno final a la luz, todo ella constituía el drama de la vida, representado en los misterios de Eleusis como la enseñanza por excelencia.
Según Pitágoras (4), la evolución material de los mundos y la evolución espiritual de las almas son paralelas y concordantes, y se explican la una por la otra. La gran alma extendida en la naturaleza anima a la sustancia que vibra bajo su impulso y produce todas las formas y todos los seres. Los seres conscientes, mediante prolongados esfuerzos, se separan de la materia, a la que dominan y gobiernan a su vez, se libertan y se perfeccionan a través de sus existencias innumerables. Así, lo invisible explica lo visible, y el desenvolvimiento de las creaciones materiales es la manifestación del Espíritu divino.
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(3) Ed. Schuré, Los grandes iniciados, Pitágoras (pág. 329) . - N. del A.
(4) Véanse Versos dorados de Pitágoras, traducción de Fabre d'Olivet; Pitágoras y la filosofía pitagórica, por Chaignet. - N. del A.
Si se busca en los tratados de física de los antiguos su idea sobre la estructura del universo, nos encontramos en presencia de datos groseros y atrasados; pero eso no son más que alegorías. La enseñanza secreta daba sobre las leyes del universo otras nociones. Aristóteles nos dice que los pitagóricos conocían el movimiento de la tierra alrededor del sol. La idea de la rotación terrestre nació en Copérnico al enterarse por un pasaje de Cicerón de que Hycetas, discípulo de Pitágoras, había hablado del movimiento diurno del globo. En el tercer grado de la iniciación se enseñaba el doble movimiento de la tierra.
Como los sacerdotes de Egipto, sus maestros, Pitágoras sabía que los planetas han nacido del sol y que dan vueltas alrededor de él; que cada estrella es un sol que ilumina otros mundos, y que componen, con sus cortejos de esferas, otros tantos sistemas siderales, otros tantos universos regidos por las mismas leyes que el nuestro. Pero estas nociones no eran nunca confiadas a la escritura. Constituían la enseñanza oral, comunicada bajo juramento de secreto. El vulgo no las había comprendido; las hubiera considerado como contrarias a la mitología, y, por consiguiente, como sacrílegas (5) .
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(5) Véase Ed. Schuré, Los grandes iniciados. - N. del A.
La ciencia secreta enseñaba también que un fluido imponderable se extiende por todas partes y lo penetra todo. Agente sutil, bajo la acción de la voluntad se modifica 27
y se transforma, se purifica y se condensa, según el poder y la elevación de las almas que se sirven de él y tejen su vestidura astral en su sustancia. Este es el trazo de unión entre el espíritu y la materia, y todo, las ideas, los acontecimientos se graban en él y se reflejan en él como las imágenes en un espejo. Por las propiedades de este fluido, por la acción que ejerce sobre él la voluntad, se explican los fenómenos de la sugestión y de la transmisión de los pensamientos. Los antiguos le llamaban, por alegoría, el velo misterioso de Isis o el manto de Cibeles que envuelve todo lo que vive. Este mismo fluido sirve de medio de comunicación entre lo visible y lo invisible, entre los hombres y las almas desencarnadas.
La ciencia de lo oculto formaba una de las ramas más importantes de la enseñanza reservada. Había sabido separar del conjunto de los fenómenos la ley de las relaciones que unen al mundo terrestre con el mundo de los espíritus. Desarrollaba con método las facultades principales del alma humana y le hacía posibles la lectura del pensamiento y la videncia a distancia. Los hechos de clarividencia y de adivinación producidos por los oráculos de los templos griegos, por las sibilas y por las pitonisas son comprobados por la historia. Muchos espíritus fuertes los consideran como apócrifos. Sin duda, hay que atribuir gran parte de ellos a la exageración y a la leyenda, pero los descubrimientos recientes de la psicología experimental nos han demostrado que había en aquel dominio otra cosa diferente a una vana superstición. Nos obligan a estudiar con más atención un conjunto de hechos que en la antigüedad descansaba sobre principios fijos y era objeto de una ciencia profunda y extensa.
Estas facultades no se encuentran, en general, sino en los seres de una pureza y de una elevación de sentimientos extraordinarias; exigen una preparación larga y minuciosa. Delfos poseyó tales sujetos. Los oráculos citados por Herodoto, a pro-pósito de Creso y de la batalla de Salamina, lo demuestran. Más tarde, se mezclaron los abusos a estas prácticas. La escasez de los sujetos hizo a los sacerdotes menos escrupulosos en su elección. La ciencia adivinatoria se corrompió y cayó en desuso. Según Plutarco, su desaparición fue considerada por toda la sociedad antigua como una gran desgracia.
Toda la Grecia creía en la intervención de los espíritus en las cosas humanas. Sócrates tenía su "daimon" o genio familiar. Cuando en Marathón y en Salamina, los griegos armados rechazaban la espantosa invasión de los persas, estaban exaltados por la convicción de que los poderes invisibles sustentaban sus esfuerzos. En Marathón, los atenienses creyeron ver a dos guerreros, esplendentes de luz, que combatían en sus líneas. Diez años más tarde, la Pythia, bajo la inspiración del Espíritu, indicó a Temístocles, desde lo alto de su trípode, los medios de salvar a Grecia.
Xerxes vencedor era el Asia bárbara extendiéndose sobre la Hélade, ahogando su genio creador, retrasando en dos mil años, quizá, la manifestación del pensamiento en su ideal belleza. Los griegos, un puñado de hombres, desafiaron al ejército inmenso de los asiáticos, y, conscientes del socorro oculto que les asistía, a Palas-Atenea, divinidad tutelar, símbolo de la potencia espiritual, le dirigían sus homenajes, sobre la roca de la Acrópolis que encierran la mar esplendorosa y las líneas grandiosas del Pentélico y del Himeto.
La participación de los misterios había contribuido mucho a la difusión de estas ideas. Desarrollaba en los iniciados el sentimiento de lo invisible, que, desde ellos, bajo formas alteradas, se extendía por el pueblo. Porque en todas partes, en Grecia como en Egipto y en la India, los misterios consistían en una misma cosa: el conocimiento del secreto de la muerte, la revelación de las vidas sucesivas y la comunicación con el mundo oculto. Estas enseñanzas y estas prácticas producían en las almas impresiones profundas. Les proporcionaban una paz, una serenidad, una fuerza moral incomparables.
Sófocles, llama a los misterios "las esperanzas de la muerte" y Aristófanes escribió que aquellos que tomaban parte en el misterio llevaban una vida más santa y 28
más pura. Se rehusaba el admitir a los conspiradores, a los perjuros y a los viciosos.
Pórfiro ha dicho:
"Nuestra alma debe ser, en el momento de la muerte, lo que era durante los misterios, es decir, debe estar exenta de pasión, de cólera, de envidia y de odio".
Plutarco afirma en estos términos que se comunicaba con las almas de los difuntos:
"Con gran frecuencia, Espíritus excelentes intervenían en los misterios, aunque a veces los perversos trataban de interponerse".
Proclo añade (6) :
"En todos los misterios, los dioses (esta palabra significa aquí todos los órdenes de Espíritus) muestran muchas formas de sí mismos; aparecen bajo una gran variedad de figuras y revisten la forma humana".
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(6) Comentarios de la República de Platón. - N. del A.
La doctrina esotérica era un vínculo entre el filósofo y el sacerdote. Esto es lo que explica su acuerdo común y el papel oscuro del sacerdocio en la civilización helénica. Esta doctrina enseñaba a los hombres a dominar sus pasiones y a desarrollar en sí la voluntad y la intuición. Por una atracción gradual, los adeptos del grado superior llegaban a penetrar ciertos secretos de la naturaleza, a dirigir a su antojo las fuerzas en acción en el mundo, a producir fenómenos de apariencia sobrenatural y que eran, sencillamente, la manifestación de leyes físicas desconocidas por el vulgo.
Sócrates, y Platón después de él, continuó en el Ática la obra de Pitágoras. Sócrates, deseando conservar la libertad de enseñar a todos las verdades que su razón le había hecho descubrir, no se hizo iniciar nunca. Después de su muerte, Platón pasó a Egipto, y allí fue admitido en los misterios. Volvió a reunirse con los pitagóricos, y fundó su academia. Pero su calidad de iniciado no le permitía ya hablar libremente, y, en sus obras, la gran doctrina aparece un poco velada. Sin embargo, la teoría de las emigraciones del alma y de sus reencarnaciones y la de las relaciones entre los vivos y los muertos se encuentran en "Fedra", en "Fedón" y en "Timeo":
"Es seguro que los vivos nacen de los muertos, que las almas de los muertos renacen otra vez". (Fedra).
Se conoce igualmente la escena alegórica que Platón colocó al final de la "República". Un genio toma de sobre las rodillas de las Parcas las suertes y las diversas condiciones humanas y exclama:
"¡Almas divinas! Volved a los cuerpos mortales; vais a comenzar una nueva carrera. He aquí todas las suertes de la vida. Elegid libremente; la elección es irrevocable. Si es mala, no acuséis de ello a Dios".
Estas creencias habían penetrado en el mundo romano. Del mismo modo que 29
Cicerón en el "Sueño de Scipión" (c. III), Ovidio habla de ellas en sus "Metamorfosis" (c. XV). En el sexto libro de la "Eneida", de Virgilio, Eneas encuentra a su padre, Anquises, en los Campos Elíseos, y aprende de él la ley de los renacimientos. Todos los grandes autores latinos dicen que los genios familiares asisten e inspiran a los hombres de talento (7). Lucain, Tácito y Apuleyo, así como también el griego Filostrato, hablan frecuentemente en sus obras de sueños, de apariciones y de evocaciones de muertos.
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(7) Cicerón, De Univers., 2, Maury 87; Apuleyo, De Gen. Socrat.; Ammien Marcellin, Hist., I, 20, C. 6. - N. del A.
En resumen: la doctrina secreta, madre de las religiones y de las filosofías, reviste apariencias diversas en el transcurso de las edades, pero en todas partes la base ha permanecido inmutable. Nacida en la India y en Egipto, pasa de allí a Occidente con la oleada de las emigraciones. La encontramos en todos los países ocupados por los celtas. Oculta en Grecia en los misterios, se revela en la enseñanza de maestros tales como Pitágoras y Platón, bajo formas llenas de seducción y de poesía. Los mitos paganos son como un velo de oro que cubre con sus pliegues las puras líneas de la sabiduría délfica. La escuela de Alejandría recoge sus principios y los infunde en la sangre joven e impetuosa del Cristianismo.
Ya el Evangelio estaba iluminado por la ciencia esotérica de los esenios (8), otra rama de iniciados. La palabra de Cristo bebió en aquella fuente, como en una agua viva e inagotable, sus imágenes variadas y sus creaciones poderosas. Así, en todas partes, a través de la sucesión de los tiempos y de las conmociones de los pueblos, se afirman la existencia y la perpetuidad de una enseñanza secreta que en el fondo es idéntica en todas las concepciones religiosas o filosóficas. Los sabios, los pensadores, los profetas de las épocas y de los países más diversos encontraron en ella la inspiración, la energía que ayuda a realizar grandes cosas y transforma almas y sociedades, impulsándolas hacia adelante por el camino de la evolución progresiva.
Existe una gran corriente espiritual que se desarrolla en las profundidades de la historia. Parece salir de ese mundo invisible que nos domina, que nos envuelve, y donde viven y obran aún los espíritus de genio que han servido de guías a la humanidad y no han dejado nunca de comunicarse con ella.
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(8) Secta de los antiguos judíos que practicaba la comunidad de bienes y observaba gran sencillez y humildad en sus costumbres. - N. del T.
v
LA GALIA
La Galia conoció la gran doctrina. La poseyó bajo una forma original y poderosa, y supo sacar de ella las consecuencias que escaparon a los demás países. "Existen tres unidades primitivas -decían los druídas-: Dios, la Luz y la Libertad". Cuando la India estaba ya organizada en castas inamovibles, con límites infranqueables, las instituciones gálicas tenían por base la igualdad de todos, la comunidad de bienes y el derecho electoral. Ninguno de los demás pueblos de Europa poseyó en el mismo 30
grado que nuestros padres el sentimiento profundo de la inmortalidad, de la justicia y de la libertad.
Con veneración debemos estudiar las tendencias filosóficas de la Galia, pues la Galia es nuestra gran abuela, y encontramos en ella, fuertemente acusadas, todas las cualidades y también todos los defectos de nuestra raza. Nada, por otra parte, es más digno de atención y respeto que la doctrina de los druídas, los cuales no eran unos bárbaros, como se ha creído erróneamente durante algunos siglos.
Durante mucho tiempo no hemos conocido a los galos más que por los autores latinos y por los escritores católicos, que, con justa razón, deben sernos sospechosos. Estos autores tenían un interés directo en denigrar a nuestros abuelos y en disfrazar sus creencias. César escribió sus "Comentarios" con la intención evidente de realzarse a los ojos de la posteridad: esta obra rebosa inexactitudes y errores voluntarios; Pollion y Suetonio, lo comprueban. Los cristianos no ven en los druídas más que a unos hombres sanguinarios y supersticiosos, y, en su culto, unas prácticas groseras. Sin embargo, algunos Padres de la Iglesia -Cirilo, Clemente de Alejandría, Orígenes- distinguen con cuidado a los druídas de la multitud de los idólatras y les aplican el título de filósofos. Entre los autores antiguos, Lucain, Horacio y Floro consideraban a la raza gala como depositaria de los misterios del nacimiento y de la muerte.
El progreso de los estudios célticos (1), la publicación de las Tríadas y de los cantos bárdicos (2) nos permiten una apreciación más justa de las creencias de nuestros padres. La filosofía de los druídas, reconstituida en toda su amplitud, se halló conforme con la doctrina secreta de Oriente y con las aspiraciones de los espiritualistas modernos. Como ellos, afirmaban las existencias progresivas del alma a través de los mundos. Esta doctrina viril inspiraba a los galos un valor indomable, una intrepidez tal, que marchaban hacia la muerte como a una fiesta. Cuando los romanos se cubrían de bronce y de hierro, nuestros padres se despojaban de sus vestidos y combatían con el pecho desnudo. Se enorgullecían de sus heridas, y consideraban como una cobardía usar de la astucia en la guerra; de aquí sus reiterados descalabros y su caída final.
Creían en la reencarnación (3). Su certidumbre era tan grande, que se prestaban dinero para devolvérselo en las vidas venideras. A los moribundos les confiaban mensajes para sus amigos difuntos. Los despojos de los guerreros muertos, según decían, no eran más que "envolturas desgarradas". Con gran sorpresa de sus enemigos, los abandonaban en los campos de batalla como indignos de su atención.
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(1)Véanse Gatien Arnoult, Filosofía gala, t. 1; Enrique Martín, T. I de la Historia de Francia; Adolfo Piotet, Biblioteca de Ginebra; Alfredo Dumesnil, Inmortalidad; Juan Reynaud, El Espíritu de la Galia.-N. del A.
(2) Cyfrinach Beirdd Inys Prydain (Misterios de los bardos de la isla de Bretaña), traducción de Edward Williams, 1794. - N. del A.
(3) V. César, Comentarios, I, VI, c. XIV: "Los druídas quieren, en primer lugar, persuadir de que las almas no mueren, sino que, después de la muerte, pasan a otros cuerpos humanos" (non interire animas, sed ab aliis post mortem transire ad alios). - N. del A.
Los galos no conocían el infierno. Esto es lo que Lucain alaba de ellos en estos términos en el canto I de la "Farsalia":
"Para vosotros, las sombras no se entierran en los sombríos reinados de la Ereba, sino que el alma vuela para animar a otros cuerpos en mundos nuevos. La muerte no es más que el medio de una larga vida. ¡Son felices esos pueblos que no 31
conocen el temor supremo de la muerte! De ahí su heroísmo en medio de las sangrientas mezcolanzas y su desprecio a la muerte".
Nuestros padres eran castos, hospitalarios, fieles a la fe jurada.
Encontramos en la institución de los druídas la más alta expresión del genio de la Galia. No constituía un cuerpo sacerdotal. El título de druída equivalía al de sabio. Dejaba a aquellos que lo ostentaban toda libertad para elegir su tarea. Algunos, bajo el nombre de eubages, presidían las ceremonias del culto, pero la mayor parte de ellos se consagraba a la educación de la juventud, al ejercicio de la justicia, al estudio de las ciencias y de la poesía. La influencia política de los druídas era grande, y su criterio tendía a realizar la unidad de la Galia. Instituyeron en el país de los carnutos (4) una asamblea anual donde se reunían los diputados de las repúblicas galas y donde se discutían las cuestiones importantes y los graves intereses del país. Los druídas se reclutaban por voto de elección. Se necesitaban veinte años de estudios para prepararse a la iniciación.
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(4) Pueblo antiguo de la Galia céltica, establecido entre el Eure y el Chef. - N. del T.
El culto se realizaba bajo la bóveda de los bosques. Todos los símbolos estaban tomados de la naturaleza. El templo era la selva secular, con columnas innumerables, con las cúpulas de verdor que los rayos del sol traspasan con sus flechas de oro para formar sobre el musgo mil redecillas de sombra y de luz. Las quejas del viento y los estremecimientos de las hojas lo llenaban de acentos misteriosos que impresionaban el ánimo y lo transportaban al ensueño. El árbol sagrado, la encina, era el emblema del poder divino; el muérdago, siempre verde, el de la inmortalidad. Por altar, unos pedruscos amontonados. "Toda piedra tallada es una piedra mancillada" -decían aquellos pensadores austeros. Ningún objeto que saliese de la mano de los hombres deslucía sus santuarios. Los galos tenían horror a los ídolos y a las formas pueriles del culto romano.
Con el fin de que sus principios no fuesen desnaturalizados ni materializados por las imágenes, los druídas proscribían las artes plásticas e incluso la enseñanza escrita. Confiaban sólo a la memoria de los bardos y de los iniciados el secreto de su doctrina. De ahí la penuria de documentos relativos a aquella época.
Los sacrificios humanos, tan reprochados a los galos, no eran, en su mayor parte, más que ejecuciones de justicia. Los druídas, a la vez magistrados y justicieros, ofrecían a los criminales en holocausto al poder supremo. Cinco años separaban la sentencia de la ejecución. En las épocas de calamidad, unas víctimas voluntarias se entregaban también como expiación. Impacientes por reunir a sus mayores en los mundos felices, por elevarse hacia el circulo de la felicidad, los galos subían alegremente sobre la piedra del sacrificio y recibían la muerte en medio de un canto de alegría. Pero estas inmolaciones habían caído ya en desuso en los tiempos de César.
Teutates, Eso y Gwyon no eran en el Panteón galo más que la personificación de la fuerza, de la luz y del espíritu. Por encima de todas las cosas, se cernía el poder infinito al que nuestros padres adoraban junto a las piedras consagradas, en el majestuoso silencio de las selvas. Los druídas enseñaban la unidad Dios.
Según las Tríadas, el alma se forma en el seno del abismo, "anufn". Reviste allí los aspectos rudimentarios de la vida, y no adquiere la conciencia y la libertad sino después de haber sido presa, durante mucho tiempo, de los bajos instintos. He aquí 32
lo que dice el canto del bardo Teliesin, célebre en toda la Galia:
"Existente de toda antigüedad en el seno de los vastos océanos, yo no soy nacido de un padre y de una madre, sino de las formas elementales de la naturaleza, de las ramas del abedul, del fruto de las selvas, de las flores de la montaña. He jugado en la noche; he dormido en la aurora; he sido víbora en el lago, águila sobre las cimas, lince en la selva. Luego, señalado por Gwyon (espíritu divino), por la sabiduría de los sabios, he adquirido la inmortalidad. Ha transcurrido mucho tiempo desde que yo era pastor. He vagado por mucho tiempo sobre la tierra antes de hacerme hábil para la ciencia. Por último, he brillado entre los jefes superiores. Revestido con los hábitos sagrados, he sustentado la copa de los sacrificios. He vivido en cien mundos. Me he agitado en cien círculos (5)".
El alma, en su carrera inmensa -decían los druídas- recorre tres círculos a los cuales corresponden tres estados sucesivos. En "anufn" logra el jugo de la materia; éste es el período animal. Luego penetra en "abred", circulo de las emigraciones que pueblan los mundos de expiación y de castigos; la tierra es uno de estos mundos.
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(5) Barddas, Cado Goddeu. - N. del A.
El alma se encarna muchas veces en su superficie. Al cabo de una lucha incesante, se separa de las influencias corporales y abandona el ciclo de las encarnaciones para alcanzar "gwynfid", círculo de los mundos felices o de la felicidad. Allí se abren los horizontes encantadores de la espiritualidad. Más arriba aún se despliegan las profundidades de "ceugant", círculo de lo infinito, que encierra a todos los demás y sólo pertenece a Dios. Lejos de aproximarse al panteísmo, como la mayor parte de las doctrinas orientales, el druidismo se alejaba de él por una concepción completamente diferente de la Divinidad. Su concepción de la vida no es menos notable.
Según las Tríadas, el ser no es el juguete de la fatalidad ni el favorito de una gracia caprichosa. Prepara, edifica él mismo sus destinos. Su objeto no es la busca de satisfacciones efímeras, sino la elevación por el sacrificio y por el deber cumplido. La existencia es un campo de batalla donde el valiente conquista sus grados. Semejante doctrina exaltaba las cualidades heroicas y depuraba las costumbres. Estaba tan alejada de las puerilidades místicas como de las sequedades falaces de la teoría de la nada. Parece, no obstante, haberse alejado de la verdad en un punto. Al establecer (6) que el alma culpable, al perseverar en el mal, puede perder el fruto de sus trabajos Y caer en los grados inferiores de la vida y volver a descender a los gérmenes, donde le será preciso volver a comenzar su penosa y dolorosa ascensión.
Sin embargo -añaden las Tríadas-, la pérdida de la memoria le permite emprender de nuevo la lucha sin ser detenido por los remordimientos Y las irritaciones del pasado. En "Gwynfid" encuentra, con todos sus recuerdos, la unidad de su vida, y reanuda los fragmentos esparcidos en la sucesión de las épocas.
Los druídas poseían unos conocimientos cosmológicos muy extensos. Sabían que nuestro globo rueda por el espacio, llevado en su carrera alrededor del sol. Esto es lo que se deduce de este otro canto de Taliesin, llamado "el canto del mundo" (7):
"Preguntaré a los bardos; ¿y por qué los bardos no han de responder? Les preguntaré qué es lo que sostiene al mundo, y por qué, privado de soporte, el mundo no se cae. Pero ¿qué podría servirle de soporte? ¡Gran viajero es el 33
mundo! Mientras se desliza sin reposo, permanece siempre en su camino; y ¡cuán admirable es la forma de este camino, para que el mundo no se salga nunca de él!".
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(6) Tríada 26, Tríadas bárdicas, publicadas por la escuela céltica de Glamorgan. - N. del A.
(7) Barddas, cado Goddeu. - N. del A.
César mismo, tan poco versado en estas materias, nos hace saber en sus "Comentarios" que los druídas enseñaban muchas cosas acerca de la forma y de la dimensión de la Tierra, del movimiento de los astros y de las montañas y de los abismos de la Luna. Decían que el universo, eterno, inmutable en su conjunto, se transforma incesantemente en sus partes; que la vida, por una circulación sin fin, lo anima y se manifiesta en todos sus puntos. Nos preguntamos dónde nuestros padres, desprovistos de los medios de observación de que la ciencia moderna dispone, podrían obtener tales nociones.
Los druídas comunicaban con el mundo invisible, como lo atestiguan mil testimonios. Se evocaba a los muertos en los cercados de piedra. Las druidesas y los bardos componían oráculos. Varios autores refieren que Vercingetorix conversaba, bajo el umbroso enramada de los bosques, con las almas de los héroes muertos por la patria. Antes de levantar la Galia contra César, se dirigió a la isla de Sein, antigua morada de las druidesas. Allí, en medio del resplandor de los rayos, se le apareció un genio y le predijo su derrota y su martirio (8) .
La conmemoración de los muertos es de fundación gala. El 1 de noviembre se celebraba la fiesta de los Espíritus, no en los cementerios
-los galos no honraban a los cadáveres-, sino en cada morada, donde los bardos y los videntes evocaban a las almas de los difuntos. Nuestros padres poblaban las lla-nuras y los bosques de espíritus errantes. Los Duz y los Korrigans eran almas en busca de un encarnación nueva.
La enseñanza de los druídas se traducía, en el orden político y social, en instituciones conformes con la justicia. Los galos, sabiendo que se hallaban animados por un mismo principio y que todos eran llamados por los mismos destinos, se sentían iguales y libres.
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(8) Bosc y Bonnemere, Historia Nacional de los Galos. - N. del A.
En cada república gala, los jefes eran elegidos por el pueblo reunido. La ley céltica castigaba con el suplicio del fuego a los ambiciosos y a los pretendientes a la corona. Las mujeres figuraban en los consejos, ejercían las funciones sacerdotales y eran videntes y profetisas. Disponían de sí mismas y elegían a sus esposos. La propiedad era colectiva, puesto que la tierra pertenecía a la república. Bajo ningún concepto fue conocido por nuestros padres el derecho hereditario; la elección lo decidía todo.
La larga ocupación romana, y luego la invasión de los francos y la introducción del feudalismo hicieron olvidar nuestras verdaderas tradiciones nacionales. Pero, un día, la vieja sangre gala se agitó en las venas del pueblo. La revolución arrastró en su 34
torbellino estas dos importaciones del extranjero: la teocracia, procedente de Roma, y la monarquía, implantada por los francos. La vieja Galia volvió a encontrarse por entero en la Francia de 1789.
Una cosa capital le faltaba, sin embargo: la idea de solidaridad. El druidismo fortificaba en las almas el sentimiento del derecho y de la libertad; pero si los galos sabían que eran iguales, no se consideraban suficientemente hermanos. De aquí esa falta de unidad que perdió a Galia. Encorvada bajo una opresión de veinte siglos, adiestrada por la desgracia, iluminada por luces nuevas, se ha convertido en la nación única, indivisible. La ley de caridad y de amor, la única que el Cristianismo le ha hecho conocer, ha venido a completar la enseñanza de los druídas y a formar una síntesis filosófica y moral plena de grandeza.
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Del seno de la edad media, como una resurrección del espíritu de la Galia, se yergue una esplendorosa figura. Desde los primeros siglos de nuestra era, Juana de Arco fue anunciada por una profecía del bardo Myrdwin o Merlín. Bajo la encina de las hadas, junto a la mesa de piedra, fue donde oyó con frecuencia "sus voces", Es cristiana y piadosa, pero, por encima de la Iglesia terrestre, coloca a la Iglesia eterna, "la de allá arriba", la única a la cual se somete en todas las cosas (9) .
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(9) Proceso de rehabilitación de la Doncella (según los documentos de la Escuela de la Constitución). Véase también mi libro Juana de Arco, médium, c. XVI. - N. del A.
Ningún testimonio de la intervención de los Espíritus en la vida de los pueblos es comparable a la historia conmovedora de la virgen de Domrémy. Al comienzo del siglo XV, Francia agonizaba bajo el pie de hierro de los ingleses. Con la ayuda de una joven, de una niña de dieciocho años, las potencias invisibles reaniman a un pueblo desmoralizado, despiertan el patriotismo extinto, inflaman la resistencia y salvan a Francia de la muerte.
Juana no obró nunca sin consultar "sus voces", y, ora en los campos de batalla, ora en presencia de sus juicios, siempre éstos inspiran sus palabras y sus actos. Un solo instante, en su prisión de Rouen, sus voces parecen abandonada. Entonces, agotada por el sufrimiento, consiente en abjurar. En cuanto los Espíritus se alejan, vuelve a ser mujer, se debilita y se somete. Luego, las voces se dejan oír de nuevo, y ella vuelve a levantar la cabeza inmediatamente, delante de sus jueces:
"La voz me ha dicho que era una traición que abjurase. La verdad es que Dios me ha enviado; lo que he hecho está bien hecho".
Sagrada por su pasión dolorosa, Juana se ha hecho un ejemplo sublime de sacrificio, objeto de admiración, una profunda enseñanza para todos los hombres. 35
VI
EL CRISTIANISMO
En el desierto es donde aparece ostensiblemente, en la historia, la creencia en el Dios único, la idea madre de donde había de salir el Cristianismo. A través de las soledades pedregosas del Sinaí, Moisés, el iniciado de Egipto, guiaba hacia la Tierra prometida al pueblo por el cual la idea monoteísta, hasta entonces confinada en los Misterios, iba a entrar en el gran movimiento religioso y a extenderse por el mundo.
El papel del pueblo de Israel es considerable. Su historia es como el trazo de unión que liga al Oriente con el Occidente, la ciencia secreta de los templos con la religión vulgarizada. A pesar de sus desórdenes y de sus lagunas, no obstante su som-brío exclusivismo que es uno de los aspectos de su carácter, tiene el mérito de haber adoptado, hasta encarnarlo en él, ese dogma de la unidad de Dios, cuyas consecuencias sobrepasaron sus propósitos y prepararon la fusión de los pueblos en una familia universal bajo un mismo Padre, bajo una sola ley.
Este final grandioso y lejano, sólo los profetas, hasta la venida de Cristo, lo conocieron y lo presintieron. Pero este ideal, oculto a los ojos del vulgo, continuado y transformado por el hijo de María, recibió de él su radiante esplendor. Sus discípulos lo comunicaron a las naciones paganas, y la dispersión de los judíos ayudó, además, a su difusión. Prosiguiendo su marcha por entre las civilizaciones caducas y a través de las vicisitudes de las épocas, permanecerá grabado con caracteres indelebles en la conciencia de la humanidad.
Un poco antes de nuestra era, al mismo tiempo que el poder romano aumenta y se extiende, se ve retroceder la doctrina secreta y perder su autoridad. Los verdaderos iniciados se hacen escasos. El pensamiento se materializa; los espíritus se corrompen. La India está como dormida en su sueño; las lámparas de los santuarios egipcios se han apagado; la Grecia, entregada a los retóricos y a los sofistas, insulta a los sabios, proscribe a los filósofos, profana los misterios. Los oráculos quedan mudos; la superstición y la idolatría han invadido los templos. La orgía romana se desencadena sobre el mundo con sus saturnales, su lujuria desenfrenada, sus embriagueces bestiales. Desde lo alto del Capitolio, la loba, saciada, domina a pueblos ya reyes. César, emperador y dios, es entronizado en una apoteosis ensangrentada.
Entretanto, a orillas del Mar Muerto, unos hombres conservan en el retiro la tradición de los profetas y el secreto de la pura doctrina. Los esenios, grupos de iniciados cuyas colonias se extienden hasta el valle del Nilo, se entregan abiertamente al ejercicio de la medicina, aunque su finalidad real es más elevada. Consiste en enseñar a un pequeño número de adeptos las leyes superiores del universo y de la vida. Su doctrina es casi idéntica a la de Pitágoras. Admiten la preexistencia y las vidas sucesivas del alma y rinden a Dios el culto del espíritu.
Entre ellos, como entre los sacerdotes de Memphis, la iniciación es graduada y necesita varios años de preparación. Sus costumbres son irreprochables; su vida transcurre en el estudio y la contemplación, lejos de las agitaciones políticas, apartada de los manejos de un sacerdocio ávido y envidioso (1) .
Evidentemente fue entre ellos donde Jesús pasó los años que precedieron a su apostolado, años acerca de los cuales los evangelios guardan un silencio absoluto. Todo lo indica: la identidad de sus opiniones con las de los esenios, la ayuda que éstos le prestaron en varias circunstancias, la hospitalidad gratuita que recibía de ellos a título de adepto, y la fusión final de la orden con los primeros cristianos, fusión de la cual salió el Cristianismo esotérico.
No obstante, a falta de la iniciación superior, Cristo poseía un alma lo 36
suficientemente vasta, lo suficientemente desbordante de luz y de amor para obtener de ella los elementos de su misión. Nunca la tierra vio pasar por ella un espíritu más grande. Una serenidad celestial envolvía su frente. Todas las perfecciones se unían en él para formar un tipo de pureza ideal, de bondad inefable. En su corazón se alberga una inmensa piedad hacia los humildes y los desheredados. Todos los dolores humanos, todas las lamentaciones y las miserias encuentran en él un eco. Para calmar estos males y agotar aquellas lágrimas, para consolar, para curar, para salvar, irá hasta al sacrificio de su vida; se ofrecerá en holocausto para levantar a la humanidad. Cuando, pálido, se yergue sobre el Calvario, clavado en el madero infamante, encuentra aún en su agonía la fuerza de rogar por sus verdugos y de pronunciar estas palabras que ningún acento, ningún transporte de ternura sobrepasarán jamás:
"Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que se hacen".
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(1) Véanse Josephe, Guerra de los Judíos, II, y Philon, De la vida contemplativa. - N. del A.
De entre los grandes misioneros, Cristo, el primero de todos, comunicó a las multitudes las verdades que habían sido hasta entonces el privilegio de un reducido número de personas. Por él, la enseñanza oculta se hacía accesible a los más humildes, si no por medio de la inteligencia, al menos por medio del corazón; y esta enseñanza se la ofrecía bajo formas que el mundo no había conocido, con una pujanza de amor, con una dulzura penetrante, con una fe comunicativa que hacían fundirse los hielos del escepticismo, encantando a sus auditores y atrayéndoles en su séquito.
Lo que él llamaba "predicar a los sencillos el Evangelio del reino de los cielos" era poner al alcance de todos el conocimiento de la inmortalidad y el del Padre común. Los tesoros intelectuales que unos adeptos avaros no distribuían sino con prudencia, Cristo los divulgaba a la gran familia humana, a millones de seres encorvados hacia la tierra que no sabían nada del destino y esperaban, en la incertidumbre y el sufrimiento, la palabra nueva que debía consolarles y reconfortarles. Esta palabra, esta enseñanza se las distribuyó él con largueza y les dio la consagración de su suplicio y de su muerte. La cruz, ese antiguo símbolo de los iniciados que se encuentra en todos los templos de Egipto y de la India, se convirtió, por el sacrificio de Jesús, en el signo de la elevación de la humanidad, arrancada del abismo de las tinieblas y de las pasiones inferiores, y dándole, por último, acceso a la vida eterna, a la vida de las almas regeneradas.
El sermón de la montaña condensa y resume la enseñanza popular de Jesús. La ley moral se manifiesta en ella con todas sus consecuencias; los hombres aprenden con ella a encontrar su elevación y su felicidad, no en las cualidades brillantes, sino en las virtudes humildes y ocultas: la humildad, la caridad, la bondad.
"Bienaventurados los pobres de espíritu (2), porque de ellos es el reino de los cielos. - Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. -Bienaventurados los que han tenido hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. - Bienaventurados los misericordioso, porque ellos obtendrán misericordia. - Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios" (3). 37
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(2) Por esta expresión ha de entenderse los espíritus sencillos y rectos. - N. del A.
(3) Mateo, V, 1-12; Lucas, VI, 20-26. - N. del A.
Así se expresa Jesús. Sus palabras abren al hombre perspectivas inesperadas. En las profundidades del alma es donde está la fuente de los goces del porvenir: "El reino de los cielos está en vosotros". Y cada uno puede realizarlo por la dominación de los sentidos, el perdón de las injurias y el amor al prójimo.
Amar, para Jesús, constituye toda la religión y toda la filosofía:
"Amad a vuestros enemigos; haced el bien a aquellos que os persiguen y os calumnian, a fin de que seáis los hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace levantarse el sol sobre los buenos y sobre los malos y hace que llueva sobre los justos y los injustos. Porque si no amáis más que a aquellos que os aman, ¿qué recompensa obtendréis?" (4).
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(4) Mateo, V, 44 Y siguientes. - N. del A.
Dios mismo nos da el ejemplo de este amor, pues siempre están abiertos sus brazos al arrepentimiento. Esto es lo que se deduce de las parábolas del Hijo pródigo y de la Oveja descarriada:
"Así, pues, vuestro Padre que está en los cielos no quiere que uno solo de los pequeños perezca".
¿No es ésta la negación del infierno eterno, cuya idea se ha atribuido falsamente a Jesús?
Si Cristo muestra algún rigor y habla con vehemencia, es para los fariseos hipócritas que se entregan a las prácticas minuciosas de la devoción y desconocen la ley moral. El samaritano cismático es más plausible a sus ojos que el levita que ha desdeñado socorrer a un herido. Desaprueba las manifestaciones del culto exterior y se levanta contra estos sacerdotes:
"Ciegos, conductores de ciegos, hombres de rapiña y de corrupción, que, con el pretexto de largas oraciones, devoran los bienes de las viudas y de los huérfanos".
A los devotos que creen salvarse por el ayuno y la abstinencia, les dice:
"No es lo que entra en la boca lo que mancha al hombre, sino lo que sale de ella".
A los partidarios de las largas oraciones, les responde:
"Vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad, antes de que vosotros se lo pidáis". 38
Jesús condenaba la jerarquía sacerdotal al recomendar a sus discípulos que no eligiesen ningún jefe ni ningún maestro. Su culto era el culto interior, el único digno de los espíritus elevados. Esto lo expresa en los siguientes términos:
"Se acerca el tiempo en que los verdaderos creyentes adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues estos son los adoradores que el Padre busca, Dios es espíritu, y es preciso que los que le adoran le adoren en espíritu y en verdad".
No impone más que la práctica del bien y la fraternidad:
"Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos, y sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. En eso está toda la ley y los profetas".
En su sencillez elocuente, este precepto revela la finalidad más elevada de la iniciación, el deseo de la perfección, que es al mismo tiempo la obtención del poder y de la felicidad. Al lado de estas enseñanzas de Jesús, que se dirigen a los seres sencillos, están otras en las cuales la doctrina oculta de los esenios es reproducida con caracteres de luz (5). Todos no podían subir aquellas alturas; por eso, los traductores y los intérpretes del Evangelio han alterado, a través de los siglos, la forma y han corrompido su sentido. A pesar de estas alteraciones, es fácil reconstituir esta enseñanza si se prescinde de la superstición de la letra para ver las cosas por medio de la razón y de la inteligencia. Es, sobre todo, en el Evangelio de Juan donde encontraremos las huellas más visibles:
"Hay varias moradas en la casa de mi Padre. Me voy a ella para prepararos el lugar, y después que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os atraeré hacia mí, a fin de que, allí donde yo esté, estéis vosotros también" (6).
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(5) Se lee en Marcos (IV, 10-13): "Les dijo: Os he dado a conocer el misterio del reino de Dios; pero para aquellos que están fuera, todo se trata por medio de parábolas". - La misma idea está expresada por Mateo, XIII, 11, 13.
Para todos los detalles acerca de la doctrina secreta de Cristo, véase mi obra Cristianismo y Espiritismo, capítulo IV, notas 4, 5, 6, etc. N. del A.
(6) Juan, XIV, 2, 3. - N. del A.
La casa del Padre es el cielo infinito con los mundos que lo pueblan y la vida que se manifiesta en sus superficies. Tales son las estaciones innumerables de nuestra carrera, estaciones que somos llamados a conocer si seguimos los preceptos de Jesús. Este volverá hacia nosotros para arrastrarnos mediante el ejemplo hacia esos mundos superiores a la tierra.
Vemos en ello también la afirmación de las vidas sucesivas del alma.
"En verdad, si un hombre no nace de nuevo, no puede entrar en el reino de Dios (7).
Lo que ha nacido de la carne es carne, y lo que ha nacido del espíritu es espíritu.
No os asombréis de lo que os he dicho de que es preciso que nazcáis de nuevo.
El Espíritu alienta donde quiere, y vosotros entendéis bien su voz, pero no sabéis de dónde viene ni adónde va; lo mismo ocurre con todo hombre que ha nacido del espíritu" (8). 39
Cuando los discípulos de Cristo le interrogan y le preguntan: "¿Por qué los escribas dicen que es preciso primero que venga Elías?", Él responde: "Elías ha venido ya, pero ellos no lo han reconocido". Y comprenden que es de Juan Bautista de quien quiere hablar. Jesús les dice, además, en otra circunstancia:
"En verdad, entre todos los hijos de las mujeres, no hay otro más grande que Juan Bautista. Y, si queréis oírlo, es el mismo Elías que debe venir. El que tenga oídos, para oír, que oiga" (9).
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(7) Juan, III, 3. - N. del A.
(8) Juan, III, 13. - N. del A.
(9) Mateo, XI, 11-15; XVII, 11 y 12. Véase también Marcos, IX, 10 y 11, etc. - N. del A.
El objeto que perseguimos cada uno de nosotros y que persigue la sociedad entera está claramente indicado. Es el reinado del "Hijo del hombre", del Cristo social, o, en otros términos, el reinado de la verdad, de la justicia y del amor. Las apreciaciones de Jesús se orientan hacia el porvenir, hacia esas épocas que nos son anunciadas.
"Os enviaré al consolador. - Tendré aún muchas cosas que deciros, pues no podéis saberlas todas de pronto. - Cuando ese espíritu de verdad haya venido, os enseñará toda verdad, etc." (10).
A veces, resumía en imágenes grandiosas, en rasgos de llama, las verdades eternas. Sus apóstoles no lo entendían siempre, pero él dejaba a los siglos y a los acontecimientos el cuidado de hacer germinar aquellos principios en la conciencia de la humanidad, como la lluvia y el sol hacen germinar la semilla confiada a la tierra. En este sentido, dirigía a los suyos estas palabras atrevidas: "El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán".
Jesús se dirigía, pues, a la vez al corazón y a la inteligencia.
Los que no habían podido comprender a Pitágoras y a Platón, sentían conmoverse sus almas ante las elocuentes frases del Nazareno. Por eso es por lo que la doctrina cristiana domina a todas las demás. Para alcanzar la sabiduría, era preciso, en los santuarios de Egipto y de Grecia, franquear las gradas de una penosa iniciación, mientras que por la caridad todos podían convertirse en buenos cristianos y en hermanos en Jesús.
Pero, con el tiempo, las verdades trascendentales se velaron. Los que las poseían fueron suplantados por aquellos que creían saber, y el dogma material reemplazó a la pura doctrina. En su expansión, el cristianismo perdió en valor lo que ganaba en extensión.
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(10) Juan, XVI, 12, 13. La Iglesia no ve en estas palabras más que el anuncio del Espíritu Santo que descendió algunos meses más tarde sobre los apóstoles; pero si la humanidad -pues a ella es a quien se dirige esta profecía- no era entonces capaz de comprender la verdad, ¿cómo había de 40
serlo cincuenta días después? - N. del A.
A la ciencia profunda de Jesús venía a unirse la potencia fluídica del iniciado superior, del alma libertada del yugo de las pasiones, cuya voluntad domina a la materia y ordena a las fuerzas sutiles de la naturaleza. Cristo poseía la doble visión; su mirada sondaba los pensamientos y las conciencias; curaba con una palabra, con una seña, colocando encima las manos y hasta con su sola presencia. Unos efluvios bienhechores se escapaban de su ser, y, a su mandato, los malos espíritus se alejaban. Comunicaba a voluntad con las potencias celestiales, y, en las horas de prueba, obtenía en este comercio la fuerza moral que le sostenía en su camino doloroso. En el Tabor, sus discípulos, horrorizados, le ven hablar con Moisés y con Elías. Así era cómo, más tarde, le verían aparecer, después de la crucifixión, en la radiación de su cuerpo fluidico, etéreo, de ese cuerpo del cual hablaba Pablo en los siguientes términos: "En cada hombre hay un cuerpo animal y un cuerpo espiritual" (11), del cual, las experiencias de la psicología moderna demuestran la existencia en otra parte.
Las apariciones de Jesús después de su muerte no pueden ser puestas en duda, pues sólo ellas explican la persistencia de la idea cristiana. Después del suplicio del Maestro y de la dispersión de los discípulos, el Cristianismo estaba muerto moralmente. Sólo las apariciones de Jesús y sus entrevistas con él devolvieron a los apóstoles su energía y su fe.
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(11) I Cor. En esta misma epístola (XV, 5 a 8), Pablo enumera las apariciones de Cristo después de su muerte. Cuenta seis; entre otras, una ante los Quinientos, "de los cuales algunos están vivos aún". La última es la del camino de Damasco, que hizo de Pablo, enemigo encarnizado de los cristianos, el más ardiente de los apóstoles. - N. del A.
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Algunos autores han negado la existencia de Cristo y han atribuido a tradiciones anteriores o a la imaginación oriental todo lo que se ha escrito a este respecto. Un movimiento de opinión se ha producido en este sentido que tiende a reducir a las proporciones de una leyenda los orígenes del cristianismo.
Verdad es que el Nuevo Testamento contiene muchos errores. Varios de los acontecimientos que relata se encuentran en la historia de otros pueblos antiguos y algunos hechos atribuidos a Cristo figuran igualmente en la vida de Krishna y en la de Horus. Pero, por otra parte, existen numerosas pruebas históricas de la existencia de Jesús de Nazareth, y estas pruebas son tanto más perentorias, cuanto que nos son proporcionadas por los mismos adversarios del Cristianismo. Todos los rabinos israelitas reconocen esta existencia. El Talmud habla de ella en estos términos:
"La víspera de Pascua, Jesús fue crucificado por haberse entregado a la magia y a los sortilegios".
Tácito y Suetonio mencionan también el suplicio de Jesús y el desenvolvimiento de las ideas cristianas (12). Plinio el joven, gobernador de la Bithynia, da cuenta de este movimiento a Trajano cincuenta años más tarde en un informe que ha sido conservado. 41
¿Cómo admitir, por otra parte, que la creencia en un mito haya bastado para inspirar a los primeros cristianos tanto entusiasmo, valor y firmeza frente a la muerte; que les haya dado los medios de acabar con el paganismo, de apoderarse del Imperio romano, y, de siglo en siglo, invadir todas las naciones civilizadas? Seguramente, no es en una ficción en lo que se funda una religión que dura veinte siglos y revoluciona a la mitad de un mundo. Si nos remontamos de la grandeza de los efectos al poder de las causas que los produjeron, podemos decir con certeza que existe siempre una personalidad eminente en el origen de una gran idea.
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(12) Tácito, Anales, XV, 44; Suetonio, Vitae; Claud., 25; Nerón 16. N. del A.
En cuanto a las teorías que hacen de Jesús ora una de las tres personas de la Trinidad, ora un ser puramente fluidico, parecen tan poco fundadas la una como la otra. Al pronunciar estas palabras: "¡Que esta copa sea alejada de mí!", Jesús se reveló hombre, sujeto al temor y al desfallecimiento. El mismo se llama con frecuencia "el hijo del hombre", expresión que se encuentra veinticinco veces en Mateo. Jesús, como nosotros, sufrió y lloró, y esta debilidad completamente humana, aproximándonos a él, le hace más ser nuestro hermano y hace su ejemplo y sus virtudes más admirables aún.
La aparición del Cristianismo tuvo resultados incalculables. Aportó al mundo la idea de humanidad que la antigüedad no conoció en su sentido más extenso. Esta idea, encarnada en la persona de Jesús, ha penetrado, poco a poco, en los espíritus, y hoy se manifiesta en Occidente con todas las consecuencias sociales que se relacionan con ella. A esta idea, añadía las de la ley moral y de la vida eterna, que sólo habían sido, hasta entonces, patrimonio de los sabios y de los pensadores. Desde entonces, el deber del hombre ha venido siendo el de preparar por todas sus obras, por todos los actos de la vida individual y social, el reinado de Dios, es decir, el del Bien y el de la Justicia: "Que tu reinado venga sobre la tierra como en el cielo".
Sin embargo, este reinado no puede realizarse sino por el perfeccionamiento de todos, por el mejoramiento constante de las almas y de las instituciones. Estas nociones encierran, pues, en sí un poder de desenvolvimiento ilimitado. No hay por qué asombrarse de que, después de veinte siglos de incubación, de trabajo oscuro, comiencen apenas a producir sus efectos en el orden social. El cristianismo contenía, en estado virtual, todos los elementos del verdadero progreso; pero, desde los primeros siglos, se desvió, y sus principios verdaderos, desconocidos por sus representantes oficiales, han pasado a la conciencia de los pueblos, incluso al alma de aquellos que, no creyéndose o no llamándose ya cristianos, llevan inconscientemente en sí el ideal soñado por Jesús.
No es, por tanto, en la Iglesia ni en las instituciones del pretendido derecho divino -que no es otra cosa que el reinado de la Fuerza- donde hay que buscar la herencia de Cristo. Esas son, en realidad, instituciones paganas o bárbaras. El pensamiento de Jesús apenas vivió más que en el alma del pueblo. Por sus esfuerzos para elevarse, por sus aspiraciones constantes hacia un estado social más conforme con la justicia y con la solidaridad es por lo que se revela la gran corriente humanitaria cuya fuente está en la cima del Calvario, y cuyas oleadas nos llevan hacia un porvenir que no conocerá ya las vergüenzas del pauperismo, de la ignorancia y de la guerra.
El catolicismo ha desnaturalizado las bellas y puras doctrinas del Evangelio mediante sus concepciones de la salvación por la gracia, del pecado original, del 42
infierno y de la redención. Numerosos concilios, en todos los siglos, han edificado nuevos dogmas, alejándose cada vez más de los preceptos de Cristo. El fausto y la simonía han invadido el culto. La Iglesia ha dominado al mundo por el espanto, por la amenaza de los suplicios, en tanto que Jesús quería reinar por el amor y la caridad. Ha armado a los pueblos unos contra otros; ha elevado la persecución a la altura de un sistema, y ha hecho correr ríos de sangre.
En vano la ciencia, en su marcha progresiva, ha señalado las contradicciones que existen entre la enseñanza católica y el orden real de las cosas; la Iglesia ha llegado a maldecirla como a una invención de Satanás. Un abismo separa ahora las doctrinas romanas de la antigua sabiduría de los iniciados, que fue la madre del cristianismo. El materialismo ha aprovechado este estado de cosas Y ha prendido en todas partes sus raíces vivaces.
Por el contrario, el sentimiento religioso se ha debilitado sensiblemente. El dogma no ejerce ya ninguna influencia en la vida de las sociedades. El alma humana, fatigada por las trabas con las cuales se le había sujetado, se ha lanzado hacia la luz; ha roto esos vínculos ruines para ir a unirse con los grandes espíritus que no son de una secta ni de una raza, sino cuyo pensamiento ilumina y consuela a la humanidad entera. Manumitida de toda tutela sacerdotal, quiere, para lo sucesivo, pensar, obrar y vivir por sí misma.
No queremos hablar del catolicismo sino con imparcialidad. Esta creencia -no lo olvidemos- ha sido la de nuestros padres; ha alimentado a innumerables generaciones. Pero la moderación no excluye el examen. Ahora bien; de todo examen serio, resulta lo siguiente: la Iglesia infalible se ha equivocado, en su concepción física del universo y en su concepción moral de la vida humana. La tierra no es ya el cuerpo central más importante del universo, pues la vida presente no es el único teatro de nuestras luchas y de nuestros progresos. El trabajo no es un castigo, sino más bien el medio regenerador por el cual la humanidad se fortifica y se eleva. Su falsa idea de la vida ha conducido al catolicismo alodio hacia el progreso Y hacia la civilización, y este sentimiento está expresado sin reserva en el último artículo del "Syllabus":
"Anatema sobre quien diga: El pontífice romano puede y debe reconciliarse Y ponerse en armonía con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna".
El catolicismo presta al Ser supremo todas nuestras debilidades. Hace de él una especie de verdugo espiritual que condena a los últimos suplicios a los seres débiles, obra de sus manos. Los hombres creados para su felicidad sucumben en multitud ante las tentaciones del mal y van a poblar los infiernos. Así, su impotencia iguala a su imprevisión y Satanás es más hábil que Dios.
¿Es ése, acaso, el Padre que Jesús nos hace conocer cuando nos recomienda en su nombre el olvido de las ofensas, cuando nos habla de devolver el bien por el mal y nos predica la piedad, el amor y el perdón? El hombre compasivo y bueno, ¿sería superior a Dios?
Verdad es que para tratar de salvar al mundo Dios sacrifica a su propio hijo, miembro de la Trinidad y parte de sí mismo; pero aun con eso se cae en un error monstruoso y se justifica la frase de Diderot: "Dios mató a Dios para apaciguar a Dios".
El catolicismo ha oscurecido las conciencias con la superstición; ha turbado las inteligencias con la idea sombría y terrible de un Dios vengador. Le ha quitado al hombre la costumbre de pensar: le ha enseñado a ahogar sus dudas, a aniquilar su razón y sus facultades más hermosas, a alejarse de todos aquellos que buscaban libre y sinceramente la verdad, a estimar sólo a aquellos que lleven el mismo yugo que él.
Luego, al lado de la enseñanza errónea, los abusos sin número, las oraciones y 43
las ceremonias sujetas a tarifa, la tasa de los pecados, la confesión, las reliquias, el purgatorio y el rescate de las almas; por último, los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la infabilidad del papa; el poder temporal, violación flagrante de aquel precepto del "Deuteronomio" (XVIII, l Y 2) que prohíbe a los sacerdotes "poseer los bienes de la tierra y tener parte en herencia alguna, pues el Señor mismo es su herencia"... Todo esto, demuestra cuánta distancia separa a las concepciones católicas de las verdaderas enseñanzas de los santos libros.
Sin embargo, la Iglesia ha hecho obra útil. Ha tenido sus épocas de grandeza; ha opuesto diques a la barbarie; ha cubierto el globo de instituciones bienhechoras. Pero, como petrificada en sus dogmas, se inmoviliza, en tanto que a su alrededor todo camina y avanza; de día en día, la ciencia se engrandece y la razón humana levanta el vuelo.
Nada escapa a la ley del progreso, y menos las religiones.
Estas han podido responder a las necesidades de una época o de un estado social atrasados; pero llega el momento en que estas religiones, aprisionadas en sus fórmulas como en un círculo de hierro, deben cambiar o morir. Habiendo dado a la historia todo cuanto podía ofrecerle, el catolicismo se ha hecho impotente para fecundar el espíritu humano; éste le abandona, y, en su marcha incesante, avanza hacia concepciones más vastas y más elevadas. La idea cristiana no perecerá por eso; se transformará solamente, para reaparecer bajo una forma nueva y depurada. Llegará una época en que los dogmas y las prácticas católicas no serán más que un vago recuerdo casi desvanecido en la memoria de los hombres, como lo es para nosotros el paganismo romano y escandinavo. Mas la gran figura del Crucificado dominará los siglos, y tres cosas subsistirán en su enseñanza, pues son la expresión de la verdad eterna: la unidad de Dios, la inmortalidad del alma y la fraternidad humana.
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A pesar de las persecuciones religiosas, la doctrina secreta se ha perpetuado a través de los tiempos. Se encuentra su huella en toda la edad media. En una época anterior, los iniciados judíos la habían consignado ya en dos obras célebres, el "Zohar" y el "Sepher-Jesirah". Su reunión forma la Cábala, una de las obras capitales de la ciencia esotérica (13) .
El cristianismo primitivo lleva su huella. Los primeros cristianos creían en la preexistencia y en la supervivencia del alma en otros cuerpos, como se lo habían hecho ver los discursos pronunciados por Jesús acerca de Juan Bautista y de Elías, y aquella pregunta hecha por los apóstoles a propósito del ciego de nacimiento, el cual parecía "haberse atraído aquel castigo por los pecados cometidos antes de nacer (14) ". La idea de la reencarnación se había divulgado de tal modo en el pueblo judío, que el historiador Josephe reprochaba a los Fariseos de su época que no admitiesen la trasmigración de las almas sino sólo en favor de las personas de bien (15). Esto es lo que ellos llamaban "Gilgul" o el rodar de las almas.
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(13) Véase el hermoso volumen de Ad. Franck, del Instituto, sobre La Cábala. - N. del A.
(14) Juan, IX, 2. - N. del A.
(15) Josephe, Guerras de los Judíos, libro VIII, C. VII. - N. del A. 44
Los cristianos se entregaban también a las evocaciones y comunicaban con los espíritus de los muertos. Se encuentran en los "Actos de los Apóstoles" numerosas indicaciones acerca de este punto (16); San Pablo, en su primera epístola a los co-rintios, describe, bajo el nombre de dones espirituales, todos los géneros de mediumnidad (17). Se declara instruido directamente por el espíritu de Jesús en la verdad evangélica.
Se atribuye a veces estas inspiraciones a los malos espíritus, a lo que algunos llamaban el espíritu de Python:
"Mis bienamados -decía Juan el Evangelista-, no creáis a todo espíritu, sino experimentad si los espíritus son de Dios" (18).
Las prácticas espiritistas estuvieron en uso durante varios siglos. Casi todos los filósofos alejandrinos -Filón, Ammonio Saccas, Plotin, Porfirio, Arnebe- se decían inspirados por los genios superiores; San Gregorio taumaturgo recibe los símbolos de la fe del Espíritu de San Juan.
La escuela de Alejandría resplandecía entonces con su más vivo brillo. Todas las grandes corrientes del pensamiento humano parecían reunirse y confundirse allí. Esta célebre escuela produjo una pléyade de inteligencias brillantes que se esforzaban por fusionar la filosofía de Pitágoras y de Platón con las tradiciones de la cábala judía y con los principios del Cristianismo. Esperaba formar así una doctrina definitiva, con amplios y poderosos puntos de mira, una religión universal e imperecedera. Tal era el sueño de Filón. Como Sócrates, este gran pensador tiene su espíritu familiar que le asiste, le inspira y le hace escribir durante el sueño (19) .
Lo mismo les ocurre a Ammonio y a Plotin, del cual dice Porfirio que estaba inspirado por un genio "no de los llamados demonios, sino de los que se llaman dioses (20) ". Plotin escribió un libro acerca de los Espíritus familiares.
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(l6) Actos de los Apóstoles, VIII, 26; XI, 27, 28; XVI, 6, 7; XXI, 4. - N. del A.
(l7) XIV, 26 a 29; XV, 44. Los médiums eran llamados entonces profetas. En el texto griego de los Evangelios se encuentra casi siempre aislada la palabra espíritu. San Jerónimo es el primero que agrega a ella la de santo, y los traductores franceses de la Vulgata son los que han formado el Espíritu Santo. - N. del A.
(18) Ep., I, IV, 1. - N. del A.
(l9) Filón, De Migrat. Abraham., p. 393. - N. del A.
(20) Bayle, Diccion. fil. e hist., art. Plotin. - N. del A.
Como ellos, Jamblico estaba versado en la teurgia y comunicaba con lo invisible.
De todos los campeones del cristianismo esotérico, Orígenes es el más conocido. Este hombre de genio, que fue un gran filósofo y un santo, establece en sus obras (21) que la desigualdad de los seres es la consecuencia de sus méritos diversos. Las únicas penas conformes con la bondad y con la justicia divina son -dice- las penas "medicinales", las que tienen por efecto purificar progresivamente las almas en unas series de existencias, antes de su admisión en el cielo. De los Padres de la Iglesia, muchos participaban de sus opiniones (22), Y se fundamentaban en las revelaciones de los Espíritus a los profetas o médiums (23) .
San Agustín, el gran obispo de Hipona, en su tratado "De Cura pro mortuis", habla de las manifestaciones ocultas y añade: 45
"¿Por qué no atribuir estas operaciones a los espíritus de los difuntos y no creer que la divina Providencia hace un buen uso de todo para instruir a los hombres, consolarlos y espantarlos?"
En su "Ciudad de Dios" (24), a propósito del cuerpo lúcido, etéreo, aromal que es la envoltura del alma y que conserva la imagen del cuerpo carnal, este Padre de la Iglesia habla de las operaciones teúrgicas conocidas con el nombre de Teletas, que le ponían en condiciones de comunicar con los espíritus y con los Ángeles y de recibir visiones admirables.
A propósito de la pluralidad de las vidas afirmada por Orígenes, Agustín se expresa así en sus "Confesiones" (25) :
"Mi infancia, ¿no ha sucedido a otra edad muerta, anteriormente a ella? ..
Y antes de este tiempo, ¿he estado yo en alguna parte? ¿Era yo alguien?"
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(21) De Principiis. - N. del A.
(22) Véase Historia del Maniqueísmo, por Beausobre, II, 595.-N. del A.
(23) Orig., Contra Celse, pp. 199, 562. _ N. del A.
(24) De Civit. Dei, libro X, cap. IX y XI. _ N.
(25) Confesiones, t. I p. 28. - N. del A.
Este otro pasaje de sus obras nos parece aún más significativo:
"Tengo la seguridad de que se encuentran en los platónicos muchas cosas que no repugnan a nuestros dogmas ... Esta voz de Platón, la más pura y la más esplendorosa que hay en la filosofía, se ha encontrado en la boca de Plotin, tan semejante a él que parecía contemporánea, si bien lo suficientemente alejada por el tiempo para que la primera parezca resucitada en el otro" (26)".
San Clemente de Alejandría (27) y San Gregorio de Nysse se expresan en el mismo sentido. Este último expone (28) que "el alma inmortal debe ser curada y purificada, y si no lo ha sido por su vida terrena, la curación se opera en las vidas futuras y subsiguientes" .
En muchos medios, los espíritus combatían el dogmatismo naciente de la Iglesia y apoyaban a los heresiarcas. Se lamentaban de que las enseñanzas tan sencillas del Evangelio fuesen oscurecidas por los dogmas inventados e impuestos a la creencia, a pesar de la resistencia de la razón. Se sublevaban contra el lujo, ya escandaloso, de los obispos (29) .
Estas revelaciones se habían convertido en otros tantos entorpecimientos para la Iglesia oficial. Los heréticos agotaban sus argumentos y su fuerza; la autoridad del sacerdocio estaba minada. Con la reencarnación y la sucesión de las vidas, con el rescate de las faltas cometidas, mediante la prueba y el trabajo, la muerte no era ya un objeto de terror; cada uno se libraba por si mismo del purgatorio terrenal mediante sus esfuerzos y sus progresos, y el sacerdote perdía su razón de ser. La Iglesia, no pudiendo ya abrir a su agrado las puertas del paraíso o del infierno, veía aminorarse su prestigio y su poder.
Juzgaba, pues, necesario imponer silencio a los partidarios de la doctrina secreta, renunciar a todo comercio con los Espíritus y condenar sus enseñanzas como inspiradas por el demonio. A partir de aquel día, Satanás adquirió una importancia cada vez 46
mayor en la religión cristiana. Todo lo que estorbaba le fue atribuido a él. La Iglesia declaró que sólo ella era la profecía viviente y permanente y la única intérprete de Dios.
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(26) Augustini opera, I, p. 294. - N. del A.
(27) Stromat., lib. VIII, Oxford, 1715. - N. del A.
(28) Gran discurso catequístico, t. III, cap. VIII, edición Morel. - N. del A.
(29) El P. de Longueval, Historia de la Iglesia galicana, I, 84. - N. del A.
Orígenes y los gnósticos fueron condenados por el Concilio de Constantinopla (553); la doctrina secreta desapareció con los profetas, y la Iglesia pudo realizar a su gusto su obra de absolutismo y de inmovilización.
Se vio entonces a los sacerdotes romanos perder de vista la luz que Jesús había difundido y caer de nuevo en la oscuridad. La noche que querían para los demás se hizo en ellos mismos. El templo no fue ya, como en los tiempos antiguos, el asilo de la verdad. Ésta abandonó los altares para buscar refugio oculto. Descendió a las clases pobres; fue a inspirar a humildes misioneros, a unos apóstoles oscuros que, en el nombre del evangelio de San Juan, trataron de restablecer, en diferentes puntos de Europa, la sencilla y pura religión de Jesús, la religión de la igualdad y del amor. Estas doctrinas fueron asfixiadas por el humo de las hogueras o ahogadas en los torrentes de sangre.
Toda la historia de la edad media está llena de tales tentativas del pensamiento, de estos esplendorosos despertares, seguidos de reacciones del despotismo religioso y monárquico y de períodos de taciturno silencio.
Entretanto, la ciencia sagrada era conservada, bajo aspectos diferentes, por varias órdenes secretas. Los alquimistas, los templarios, los "Rose-Croix", etc., conservaron sus principios. Los templarios fueron perseguidos con encarnizamiento por la Iglesia oficial. Ésta temía en el más alto grado a las escuelas secretas y al imperio que ejercían sobre las inteligencias. Con el pretexto de las brujerías y de los pactos con el diablo las destruyó a casi todas por el hierro y por el fuego.
La Reforma logró arrancar a la mitad de Europa al yugo de Roma. El protestantismo se distingue del catolicismo en que se basa en el principio del libre examen. Su moral es más precisa. Tiene el mérito de acercarse más a la sencillez evangélica. Pero la ortodoxia protestante no podía ser considerada como la última palabra de la renovación religiosa, en razón a su aferramiento exclusivo a la "letra que mata" y al bagaje dogmático que ha conservado en parte.
A pesar de los esfuerzos de la teocracia, la doctrina secreta no se ha perdido. Por mucho tiempo ha permanecido oculta a todos los ojos. Los concilios y los esbirros del Santo Oficio creyeron sepultarla para siempre; entretanto, bajo la piedra que se había colocado sobre ella, esta doctrina continuaba viviendo, semejante a la lámpara sepulcral que arde, solitaria, en la noche.
En el mismo seno del clero, hubo siempre partidarios ocultos de estas ideas de preexistencia y de comunicación. con lo invisible. Algunos de ellos se atrevieron a levantar la voz.
Ya en 1843, en uno de sus mandamientos, el señor de Montal, obispo de Chartres, hablaba en los siguientes términos:
"Puesto que no está prohibido creer en la preexistencia de las almas, ¿quién puede saber lo que haya podido pasar en lejanas edades, entre las 47
inteligencias?".
El cardenal Bona, el Fenelón de Italia, en su tratado "Del Discernimiento de los Espíritus", se expresaba así:
"Es cosa de asombrarse de que hayan podido encontrarse hombres de buen sentido que se hayan atrevido a negar por completo las apariciones y las comunicaciones de las almas con los vivos, o atribuirlas a una imaginación engañada o bien al arte de los demonios".
Por último, muy recientemente, el señor Calderone, director de la ''Filosofía della Scienza", de Palermo, publicaba algunas cartas, dirigidas por monseñor Luis PassavaIli, arzobispo, vicario de la basílica de San Pedro de Roma, al señor Tancredi canónico, senador y guardasellos, a propósito de la reencarnación. He aquí uno de los principales pasajes (30) :
"Me parece que si se pudiese propagar la idea de la Pluralidad de las existencias para el hombre, tanto en este mundo como en los demás, como un medio admirable de realizar los designios misericordiosos de Dios, en la expiación o purificación del hombre, con el fin de hacerle, por fin, digno de Él y de la vida inmortal de los Cielos, se habría dado ya un gran paso, pues ello bastaría para resolver los problemas más embrollados y más arduos que agitan actualmente a las inteligencias humanas. Cuanto más pienso en esta verdad, más grandes y fecundas me parecen sus consecuencias prácticas para la religión y la sociedad.
Firmado: + Luis, arzobispo".
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(30) Véase Anales de las Ciencias Psíquicas, septiembre de 1912,p.284, - N. del A.
VII
MATERIALISMO y POSITIVISMO
Como el Océano, el pensamiento tiene su flujo y su reflujo.
Cuando la humanidad penetra, desde cualquier punto de vista, en el dominio de las exageraciones, una reacción vigorosa se produce, tarde o temprano. Los excesos provocan excesos contrarios. Tras de siglos de sumisión y de fe ciega, el mundo, harto del sombrío ideal de Roma, se ha vuelto a lanzar hacia la doctrina de la nada. Las afirmaciones temerarias han dado lugar a negaciones furiosas. Se ha entablado el combate, y la piqueta del materialismo ha abierto una brecha en el edificio católico.
Las ideas materialistas ganan terreno. Al rechazar los dogmas de la Iglesia como inaceptables, un gran número de espíritus cultivados han desertado al mismo tiempo de la causa espiritualista y de la creencia de Dios. Apartando las concep-ciones metafísicas, han buscado la verdad en la observación directa de los fenómenos, en lo que se ha convenido en llamar el método experimental. 48
Pueden resumirse así las doctrinas materialistas: Todo es materia. Cada molécula tiene sus propiedades inherentes, en virtud de las cuales se ha formado el universo con los seres que contiene. La idea de un principio espiritual es una hipótesis. La materia se gobierna por sí misma, mediante leyes fatales y mecánicas; es eterna, pero sólo ella es eterna. Procedentes del polvo, nosotros volveremos al polvo. Lo que llamamos alma, el conjunto de nuestras facultades intelectuales, la conciencia, no es más que una función del organismo, y se desvanece cuando llega la muerte. "El pensamiento es una secreción del cerebro" -ha dicho Carl Vogt-; y el mismo autor añade: "Las leyes de la naturaleza son fuerzas inflexibles. No conocen la moral ni la benevolencia".
Si la materia es todo, ¿qué es entonces la materia? Los mismos materialistas no sabrían decirlo, pues la materia, en cuanto se la analiza en su esencia íntima, se escapa, desaparece y huye como un espejismo engañoso.
Los sólidos se cambian en líquidos; los líquidos, en gaseosos; más allá del estado gaseoso, se halla el estado radiante; luego, por refinamientos innumerables, cada vez más sutiles, la materia pasa al estado imponderable. Se convierte en esa sustancia etérea que llena el espacio, tan tenue que se la confundiría con el vacío absoluto, si la luz no la hiciese vibrar al atravesarla. Los mundos se bañan en sus olas como en las de un mar fluido.
Así, de grado en grado, la materia se pierde en un polvo invisible. Todo se resume en fuerza y movimiento.
Los cuerpos orgánicos o inorgánicos -nos dice la ciencia-, minerales, vegetales, animales, hombres, mundos, astros, no son más que agregaciones de moléculas, y estas mismas moléculas están compuestas de átomos separados unos de otros, en un estado de movimiento constante y de renovación perpetua.
El átomo es invisible, aun con la ayuda de los más potentes microscopios. Apenas puede ser concebido por el pensamiento: tan extrema es su pequeñez (1) . Y estas moléculas, estos átomos se agitan, se mueven, circulan, evolucionan en torbellinos incesantes, en medio de los cuales las formas de los cuerpos no se mantienen sino en virtud de la ley de atracción.
Puede decirse, pues, que el mundo está compuesto de átomos invisibles, regidos por fuerzas inmateriales. La materia, en cuanto se la examina de cerca, se desvanece como el humo. No tiene más que una realidad aparente, y no puede ofrecernos ninguna base de certidumbre. No hay realidad permanente, no hay certidumbre más que en el espíritu. Sólo a él se revela el mundo en su unidad viviente y en su eterno esplendor. Sólo él puede gustar y comprender la armonía. En el espíritu es donde el universo se conoce, se refleja y se posee.
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(1) La teoría del átomo indivisible e indestructible que, desde hace dos mil años, servía de base a la física y a la química, acaba de ser desechada por la ciencia, a consecuencia de los descubrimientos de Curie, Becquerel, G. Le Bon. etc. En 1876, en la Síntesis química (página 164), Berthelot calificaba ya esta teoría de "novela ingeniosa y sutil". Se ve por ello -dice Le Bon (Revista Científíca, 31 de octubre de 1903)- que algunos dogmas científicos no tienen más consistencia que las divinidades de las antiguas edades. Antes que éstos, sir W. Crookes, el gran físico inglés, había declarado: "La materia no es más que un mundo de movimiento". Proc. Roy, Soc., número 205, p. 472. Así, se derrumba el único punto de apoyo sobre el cual se edificaba toda la teoría del materialismo. – N de A. 49
El espíritu es más aún; es la fuerza oculta, la voluntad que gobierna y dirige a la materia -"Mens agitat molem"- y le da vida. Todas las moléculas, todos los átomos -hemos dicho- se agitan y se renuevan incesantemente. El cuerpo humano es como un torrente vital en el que las aguas suceden a las aguas. Cada partícula es reemplazada por otras partículas. El cerebro mismo está sometido a estos cambios, y nuestro cuerpo entero se renueva, en el transcurso de algunos años.
No puede decirse que el cerebro produce el pensamiento. No es más que el instrumento de él. A través de las modificaciones perpetuas de la carne, se mantiene nuestra personalidad, y, con ella, nuestra memoria y nuestra voluntad. Hay en el ser humano una fuerza inteligente y consciente que regula el movimiento armonioso de los átomos materiales según las necesidades de la existencia; un principio que domina a la materia y sobrevive a ella.
Lo mismo ocurre con las cosas consideradas en conjunto. El mundo material no es más que el aspecto exterior, la apariencia cambiante, la manifestación de una realidad substancial y espiritual que se encuentra dentro de él. Del mismo modo que el "yo" humano no está en la materia variable, sino en el espíritu, el "yo" del universo no está en el conjunto de los globos y de los astros que lo componen, sino en la Voluntad oculta, en la Potencia invisible e inmaterial que dirige sus secretos resortes y regula su evolución.
La ciencia materialista no ve más que un lado de las cosas. En su impotencia para determinar las leyes del universo y de la vida, después de haber proscrito la hipótesis, se ve obligada a volver a ella y a salir de la experiencia para dar una explicación de las leyes naturales. Esto es lo que ha hecho al tomar como base del mundo físico al átomo, que no cae bajo el dominio de los sentidos.
J. Soury, uno de los escritores materialistas más autorizados, no vacila en confesar esta contradicción en su análisis de los trabajos de Haeckel: "No podemos conocer nada -dice- de la constitución de la materia".
Si el mundo no fuese más que un compuesto de materia gobernado por la fuerza ciega, es decir, por la casualidad, no se veda esa sucesión regular y continua de los mismos fenómenos produciéndose según el orden establecido; no se vería esa adaptación inteligente de los medios al fin, esa armonía de las leyes, de las fuerzas, de las proporciones que se manifiesta en toda la naturaleza. La vida sería un accidente, un hecho de excepción y no de orden general. No se podría explicar esa tendencia, ese impulso que, en todas las edades del mundo, desde la aparición de los seres elementales, dirige la corriente vital, por progresos sucesivos, hacia formas cada vez más perfectas. Ciega, inconsciente, sin finalidad, ¿cómo podría la materia diferenciarse, desenvolverse en el plano grandioso cuyas líneas aparecen a todo observador atento? ¿Cómo podría coordinar sus elementos, sus moléculas de manera que formasen todas las maravillas de la naturaleza, desde las esferas que pueblan el espacio hasta los órganos del cuerpo humano, tan delicados, hasta en los insectos, hasta en el pájaro, hasta en la flor? ..
Los progresos de la geología y de la antropología prehistórica han arrojado vivas luces sobre la historia del mundo primitivo; pero es un error que los materialistas hayan creído encontrar en la ley de evolución de los seres un punto de apoyo, un auxilio para sus teorías. Una cosa esencial se desprende de estos estudios: la certidumbre de que la fuerza ciega no domina en ninguna parte de una manera absoluta. Por el contrario, es la inteligencia, la voluntad, la razón quienes triunfan y reinan. La fuerza brutal no ha bastado para asegurar la conservación y el desarrollo de las especies. De todos los seres, el que ha tomado posesión del globo y ha domeñado a la naturaleza, no es el más fuerte, no es el mejor armado físicamente, sino el mejor dotado desde el punto de vista intelectual.
A partir de su origen, el mundo se encamina hacia un estado de cosas cada vez más elevado. La ley del progreso se afirma a través de los tiempos, en las 50
transformaciones sucesivas del globo y en las etapas de la humanidad. Una finalidad se revela en el universo; una finalidad hacia la cual marcha todo, todo evoluciona -los seres como las cosas-; y esta finalidad es el Bien, es el Mejoramiento. La historia de la tierra es el testimonio de ello más elocuente.
Se nos objetará, sin duda, que la lucha, el sufrimiento y la muerte están en el fondo de todo. Responderemos que el esfuerzo, la lucha y el sufrimiento son las condiciones mismas del progreso. En cuanto a la muerte, no es la nada, como lo demostraremos más adelante, sino la entrada del ser en una fase nueva de evolución. Del estudio de la naturaleza y de los anales de la historia se deduce un hecho capital: hay una causa en todo cuanto existe. Para conocer esta causa, es preciso elevarse por encima de la materia hasta el principio intelectual, hasta la ley viviente y consciente que nos explica el orden del universo, como las experiencias de la psicología moderna nos explican el problema de la vida.
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Se juzga, sobre todo, una doctrina filosófica por sus consecuencias morales, por los efectos que produce sobre la vida social. Consideradas desde este punto de vista, las teorías materialistas, basadas en el fatalismo, son incapaces de servir de móvil a la vida moral, de sanción a las leyes de la conciencia. La idea totalmente mecánica que dan del mundo y de la vida destruye la noción de libertad, y, por consiguiente, la de responsabilidad (2) . Hacen de la lucha por la existencia una ley inexorable, en virtud de la cual los débiles deben sucumbir a los golpes de los fuertes, una ley que proscribe para siempre de la tierra el reinado de la paz, de la solidaridad y de la fraternidad humana. Al penetrar en los espíritus, no pueden conducir más que a la indiferencia y al egoísmo de los felices; a la desesperación y a la violencia de los desheredados; a la desmoralización a todos.
Sin duda, hay materialistas honrados y ateos virtuosos, pero no como consecuencia de una aplicación de sus doctrinas. Si lo son, es a pesar de sus opiniones y no a causa de ellas; por un impulso secreto de su naturaleza, y porque sus conciencias han sabido resistir a todos los sofismas. No resulta menos lógico que, al suprimir el libre albedrío, al hacer las facultades intelectuales y de las cualidades morales la resultante de combinaciones químicas, las secreciones de la sustancia gris del cerebro, al considerar al genio como una neurosis, el materialismo rebaja la dignidad humana y quita a la existencia todo carácter elevado.
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(2) Büchner y su escuela no vacilan en afirmarlo: "El hombre no es libre -dicen-; va a donde su cerebro le impulsa". (Véase Büchner, Fuerza y Materia). - N. del A.
Con la convicción de que no hay nada más allá de la vida presente ni otra justicia que la de los hombres, cada uno puede decirse: ¿Para qué luchar y sufrir? ¿Para qué la piedad, el valor y la rectitud? ¿Para qué mortificarse y dominar los apetitos y los deseos? Si la humanidad está abandonada a sí misma, si no existe en ninguna parte un poder inteligente y equitativo que la juzgue, que la guíe y la sostenga, ¿qué socorro puede esperar? ¿Qué ayuda le hará menos pesada la carga de sus sufrimientos?
Si no hay en el universo razón, ni justicia ni amor; nada más que la fuerza ciega, 51
oprimiendo a los seres y a los mundos bajo el Jugo de una fatalidad sin pensamiento, sin alma y sin conciencia, entonces, el ideal, el bien, la belleza moral son otras tantas ilusiones y mentiras. No se trata ya de eso, sino de la realidad brutal; no es en el deber, sino en el placer donde el hombre debe ver la finalidad de la vida, y, para realizarla, debe pasar por encima de toda vana sentimentalidad.
Si venimos de la nada para volver a la nada; si la misma suerte, el mismo olvido espera al criminal y al sabio, al egoísta y al hombre abnegado; si, según las combinaciones de la casualidad, unos deben estar sujetos exclusivamente a la pena y otros al placer y al honor, entonces -es preciso atreverse a proclamarlo- la esperanza es una quimera; no hay ya consuelos para los afligidos ni justicia para las víctimas de la suerte. La humanidad camina, llevada por el movimiento del globo, sin finalidad, sin claridad, sin ley moral, renovándose por el nacimiento y por la muerte, dos fenómenos entre los cuales el ser se agita y pasa sin dejar más huella que una centella en la noche.
Bajo la influencia de tales doctrinas, la conciencia no tiene ya más que callarse y dejar su puesto al instinto brutal; el espíritu de cálculo debe suceder al entusiasmo, y el amor al placer reemplazar a las generosas aspiraciones del alma. Entonces, cada uno sólo pensará en sí. El disgusto de la vida y la idea del suicidio acudirán a frecuentar a los desgraciados. Los desheredados no sentirán más que odio hacia aquellos que poseen algo, y, en su furor, harán pedazos esta civilización grosera y material.
¡Pero no! El pensamiento, la razón se levantan y protestan contra esas doctrinas desoladoras. El hombre -nos dicen- no ha luchado, trabajado y sufrido para sumergirse en la nada; la materia no lo es todo; hay leyes superiores a ella, leyes de orden y de armonía, y el universo no es solamente un mecanismo inconsciente.
¿Cómo la materia ciega podría gobernarse por leyes inteligentes y sabias? ¿Cómo, desprovista de razón y de sentimiento, podría producir seres razonables y sensibles, capaces de discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto? ¡Cómo! ¿El alma humana es susceptible de amar hasta el sacrificio, el sentido de lo bello y del bien está grabado en ella y ella desciende a un elemento que no posee estas cualidades en ningún grado? Sentimos, amamos, sufrimos ¿y hemos de proceder de una causa que es sorda, inexorable y amoral? ¿Seríamos entonces más perfectos y mejores que ella?
Tal razonamiento es un ultraje a la lógica. No se puede admitir que la parte sea superior al todo, que la inteligencia pueda derivar de una causa ininteligente, que de una naturaleza sin finalidad puedan salir seres susceptibles de perseguir una finalidad.
El sentido común nos dice, por él contrario, que si la inteligencia y el amor al bien y a lo bello están en nosotros, es preciso que provengan de una causa que los posea en un grado superior. Si el orden se manifiesta en todas las cosas, si un plan se revela en el mundo, es que un pensamiento los ha elaborado, que una razón los ha concebido.
No insistamos en problemas cuyo examen hemos de reanudar más adelante, y hagamos referencia a una doctrina que tiene muchos puntos de contacto con el materialismo. Queremos hablar del positivismo.
Esta filosofía, más sutil o menos franca que el materialismo, no afirma nada ni niega nada. Prescindiendo de todo estudio metafísico, de toda indagación de las causas primarias, establece que el hombre no puede saber nada acerca del principio de las cosas; por consiguiente, el estudio de las causas del mundo y de la vida sería superfluo. Todo su método se relaciona con la observación de los hechos comprobados por los sentidos y de las leyes que los rigen. No admite más que la experiencia y el cálculo.
Sin embargo, el rigor de este método ha tenido que doblegarse ante las exigencias de la ciencia, y el positivismo, como el materialismo, a pesar de su horror a la hipótesis, se ha visto obligado a admitir teorías no verificables por medio de los sentidos. Así es que razona sobre la materia y la fuerza, cuya íntima naturaleza le es desconocida; que admite la ley de atracción, el sistema astronómico de Laplace, la 52
correlación de las fuerzas, cosas todas imposibles de demostrar experimentalmente.
Más aún: se ha visto al fundador del positivismo, Augusto Comte, después de haber eliminado todos los problemas religiosos y metafísicos, volver a las cualidades ocultas y misteriosas de las cosas (3) y terminar su obra fundando el culto a la Tierra. Este culto tenía sus ceremonias y sus sacerdotes asalariados. Verdad es que los positivistas han renegado de tales aberraciones. No insistiremos sobre este punto, ni tampoco sobre el hecho de que Littré, el sabio eminente, el jefe venerado del ateísmo moderno, se hiciese bautizar en su lecho de muerte, después de haber aceptado las frecuentes visitas de un sacerdote católico. Tal retracción infligida a los principios de toda una vida, debe, no obstante, ser señalada.
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(2) Véase, a este respecto, Ontología, de Durand de Gros (1871), obra notable que rebate las doctrinas positivistas. - N. del A.
Estos dos ejemplos, dados por los maestros del positivismo, demuestran la impotencia de unas doctrinas que se desinteresan de las aspiraciones del ser moral y religioso. Prueban que no se funda nada con las negaciones y con la indiferencia; que, a pesar de todos los sofismas, llega una hora en la que el pensamiento del más allá se levanta ante los escépticos más empedernidos.
Sin embargo, no se puede desconocer que el positivismo ha tenido su razón de ser y ha proporcionado incontestables servicios al espíritu humano, al obligar a éste a estrechar cada vez más sus argumentos, a precisar sus teorías y a dar una parte más amplia a la demostración. Cansados de abstracciones metafísicas y de vanas discusiones de escuela, sus fundadores han querido colocar a la ciencia sobre un terreno sólido; pero la base escogida por ellos era tan estrecha, que a su edificio le faltó a la vez amplitud y solidez. Al querer restringir el dominio del pensamiento, aniquilaron las más hermosas facultades del alma; al rechazar las ideas de espacio, de infinito, de absoluto, quitaron a algunas ciencias -a las matemáticas, a la geometría, a la astronomía- toda posibilidad de desarrollarse y de progresar. Se vio este hecho significativo: en el campo de la astronomía estelar, ciencia proscripta por Augusto Comte como perteneciente al dominio de lo "incognoscible", es donde se ha realizado los mejores descubrimientos.
El positivismo se halla en la imposibilidad de proporcionar una base moral a la conciencia. El hombre, aquí abajo, no tiene sólo que ejercer derechos; tiene también deberes que cumplir; ésta es la condición esencial de todo arden social. Ahora bien; para cumplir con los deberes es preciso conocerlos, ¿y cómo conocerlos si se hace caso omiso de la finalidad de la vida, de los orígenes y de los fines del ser? ¿Cómo ponernos de acuerdo con las cosas, según la propia expresión de Littré, si prescindimos de explorar el dominio del mundo moral y el estudio de los hechos de la conciencia?
Con un propósito plausible, algunos pensadores materialistas y positivistas han querido fundar lo que han llamado la moral independiente, es decir, la moral fuera de toda concepción teológica, de toda influencia religiosa. Han creído encontrar en ello un terreno neutral donde todos los buenos espíritus podrían reunirse. Pero los materialistas no han reflexionado que negando la libertad hacían toda moral impotente y vana. Desprovisto de libertad, el hombre no es más que una máquina y una máquina no tiene para qué ser moral. Hubiera sido preciso también que la noción del deber 53
fuera aceptada por todos para que fuese eficaz; y ¿sobre qué puede apoyarse la noción del deber en una teoría mecánica del mundo y de la vida?
La moral no puede ser tomada por base, por punto de partida. Es una consecuencia de los principios, la coronación de una concepción filosófica. Por esto es por lo que la moral independiente ha seguido siendo una teoría estéril, una ilusión generosa, sin influencia sobre las costumbres.
En su estudio atento y minucioso de la materia, las escuelas positivistas han contribuido a enriquecer ciertas ramas de los conocimientos humanos; pero han perdido de vista el conjunto de las cosas y las leyes superiores del universo. Al en-cerrarse en su dominio exclusivo, han imitado al minero que se sume cada vez más en las entrañas del suelo, descubre los tesoros ocultos y no ve el gran espectáculo de la naturaleza que se manifiesta bajo los rayos del sol.
Estas escuelas no han sido siquiera fieles a su programa, pues después de haber proclamado el método experimental como el único medio de llegar a la verdad, se las ha visto darse un mentís a sí mismas negando "a priori" todo un orden de fenómenos, de manifestaciones psíquicas que hemos de examinar. Conviene hacer notar que la ciencia positiva ha manifestado tanta incredulidad desdeñosa ante estos hechos que venían a echar por tierra sus teorías, como los hombres de iglesia más intolerantes.
El positivismo no puede ser considerado como la última etapa de la Ciencia. Ésta es progresiva por esencia, y sabrá completarse. El positivismo no es más que una de las formas temporales de la evolución filosófica. Los siglos no han sucedido a los siglos; las obras de los sabios y de los filósofos no han sido acumuladas para terminar en la teoría de lo "desconocible". El pensamiento evoluciona, se desenvuelve, y cada día penetra más adelante. Lo que era desconocido ayer, será conocido mañana. La marcha del espíritu humano no tiene término. Fijarle uno, es negar la ley del progreso, es desconocer la verdad.
VIII
LA CRISIS MORAL
Del examen precedente resulta que dos sistemas contradictorios y enemigos se reparten el mundo del pensamiento. Nuestra época es, desde este punto de vista, una época de turbación y de transición. La fe religiosa se entibia, y las grandes líneas de la filosofía del porvenir no se aparecen aún más que a una minoría de los indagadores.
Ciertamente, la época en que vivimos es grande por la suma de los progresos realizados. La civilización moderna, poderosamente provista de medios, ha transformado la faz de la tierra, ha aproximado a los pueblos, suprimiendo las distancias. La instrucción ha sido difundida; las instituciones se han mejorado. El derecho ha reemplazado al privilegio, y la libertad triunfa del espíritu de rutina y del principio de autoridad. Una gran batalla se libra entre el pasado, que no quiere morir, y el porvenir, que se esfuerza por nacer a la vida. En favor de esta lucha, el mundo se agita y marcha; un impulso irresistible le guía, y, recorrido el camino, los resultados adquiridos nos hacen presagiar conquistas más maravillosas aún.
Sin embargo, si los progresos de orden material y de orden intelectual son notables, el avance moral es nulo. En este punto, el mundo parece más bien retroceder; las sociedades humanas, febrilmente absorbidas por las cuestiones políticas, por las empresas industriales y financieras, sacrifican al bienestar sus intereses morales. 54
Si la obra de la civilización se nos aparece bajo magníficos aspectos, como todas las cosas humanas, también presenta sombras. Sin duda, ha mejorado, en una cierta medida, las condiciones de la existencia, pero ha multiplicado las necesidades en fuerza de satisfacerlas; aguzando los apetitos y los deseos, ha favorecido al sensualismo y ha aumentado la depravación. El amor al placer, al lujo y a las riquezas se ha hecho cada vez más ardiente. Se quiere adquirir o se quiere poseer a toda costa.
De ahí esas especulaciones vergonzosas que se entablan en plena luz. De ahí ese decaimiento de los caracteres y de las conciencias, ese culto ferviente que se rinde a la fortuna, verdadero ídolo cuyos altares han reemplazado a los de las divinidades caídas.
La ciencia y la industria han centuplicado las riquezas de la humanidad; pero esas riquezas no han aprovechado directamente más que a una débil parte de sus miembros. La suerte de los insignificantes ha continuado siendo precaria, y la fraternidad tiene más bien su puesto en los discursos que en los corazones. En medio de las ciudades opulentas se puede aún morir de hambre. Las Fábricas, las aglomeraciones de obreros, centros de corrupción física y moral, han venido a ser como los infiernos del trabajo.
La embriaguez, la prostitución, el libertinaje difunden por todas partes sus venenos, empobrecen a las generaciones y agotan la fuente de la vida, en tanto que las hojas públicas siembran a porfía la injuria y la mentira y una literatura malsana excita los cerebros y debilita las almas.
Todos los días hace nuevos estragos la desesperanza; el número de suicidios que, en 1820, era de 1.500 en Francia, es ahora de más de 8.000. Ocho mil seres todos los años, faltos de energía y de sentido moral, desertan de las luchas fecundas de la vida y se refugian en lo que creen ser la nada. El número de crímenes y delitos se ha triplicado desde hace cincuenta años. Entre los condenados, la proporción de adolescentes es considerable. ¿Deben verse en este estado de cosas los efectos del contagio del ambiente, de los malos ejemplos recibidos desde la infancia, la falta de firmeza de los padres y la ausencia de educación en la familia? Hay todo eso y mucho más.
Nuestros males provienen de que, a pesar del progreso de la ciencia y del desenvolvimiento de la instrucción, el hombre se ignora aún a sí mismo. Sabe poco de las leyes del universo; no sabe nada de las fuerzas que están en él. El "conócete a ti mismo" del filósofo griego ha continuado siendo para la mayoría inmensa de los humanos una llamada estéril. Como no lo sabía hace veinte siglos, menos quizá, el hombre de hoy no sabe lo que es, de dónde viene, adónde va, cuál es el objeto real de la existencia. Ninguna enseñanza ha venido a proporcionarle la noción exacta de su papel en este mundo ni de sus destinos.
El espíritu humano flota, indeciso, entre las solicitaciones de dos potencias.
De un lado, las religiones, con su cortejo de errores y de supersticiones, su espíritu de dominación y de intolerancia, pero también con los consuelos de los cuales son el origen y los débiles resplandores que han conservado de las verdades pri-mordiales.
Del otro lado, la ciencia, materialista en sus principios como en sus fines, con sus frías negaciones y su inclinación desmedida al individualismo, pero también con el prestigio de sus descubrimientos y de sus beneficios.
Y estas dos cosas, la religión sin pruebas y la ciencia sin ideal, se desafían, se acercan, se combaten sin poder vencerse, pues cada una de ellas responde a una necesidad imperiosa del hombre, la una hablando a su corazón, y la otra dirigiéndose a su espíritu y a su razón. Alrededor de ambas se acumulan las ruinas de numerosas esperanzas y de aspiraciones destruidas; los sentimientos generosos se debilitan, la división y el odio reemplazan a la benevolencia y a la concordia.
En medio de esta confusión de ideas, la conciencia ha perdido su camino. 55
Marcha, ansiosa, al azar, y, en la incertidumbre que pesa sobre ella, se velan el bien y lo justo. La situación moral de todos los desgraciados que se doblegan al peso de la vida se ha hecho intolerable entre dos doctrinas que no ofrecen como perspectiva a sus dolores, como término a sus males, más que la nada, una de ellas, y, la otra, un paraíso casi inaccesible o una eternidad de suplicios.
Las consecuencias de este conflicto se dejan sentir en todas partes, en la familia, en la enseñanza y en la sociedad. La educación viril ha desaparecido. Ni la ciencia ni la religión saben ya hacer las almas fuertes y bien armadas para los combates de la vida. La filosofía misma, al dirigirse solamente a algunas inteligencias abstractas, abdica sus derechos sobre la vida social y pierde toda influencia.
¿Cómo saldrá la humanidad de este estado de crisis? Sólo existe para eso un medio: hallar un terreno de conciliación donde las dos fuerzas enemigas, el sentimiento y la razón, puedan unirse para el bien y la salvación de todos. Porque todo ser humano lleva en sí esas dos fuerzas bajo el imperio de las cuales piensa y obra alternativamente. Su acuerdo proporciona a las facultades el equilibrio y la armonía, centuplica sus medios de acción y da a su vida la rectitud y la unidad de tendencias y de opiniones, en tanto que sus contradicciones y sus luchas producen en él el desorden. Y lo que se produce en cada uno de nosotros se manifiesta en la sociedad entera y causa la perturbación moral de la cual sufre aquélla.
Para poner fin a esto, es preciso que se haga la luz a los ojos de todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres, mujeres y niños; es preciso que una nueva enseñanza popular venga a iluminar las almas acerca de su origen, de sus deberes y de su destino.
Porque todo estriba en eso. Sólo las soluciones formuladas por tal enseñanza pueden servir de base a una educación viril y tornar a la humanidad verdaderamente fuerte y libre. Su importancia es capital, tanto para el individuo, al que dirigirán en su tarea cotidiana, como para la sociedad, cuyas instituciones y relaciones regularizarán.
La idea que el hombre se forma del universo, de sus leyes, del papel que él desempeña en este vasto teatro resalta en toda su vida e influye en sus determinaciones. Según esta idea, se traza un plan de conducta, se fija un fin y marcha hacia él. Así, pues, en vano trataríamos de eludir estos problemas. Se presentan ellos mismos en nuestro espíritu; nos dominan, nos envuelven en sus profundidades; forman el eje de toda la civilización.
Cada vez que una concepción nueva del mundo y de la vida penetra en el espíritu humano y se infiltra poco a poco en todos los ambientes, el orden social, las instituciones y las costumbres se resienten inmediatamente.
Las concepciones católicas crearon la civilización de la Edad Media y formaron la sociedad feudal, monárquica y autoritaria. Entonces, en la tierra como en el cielo, estaba el reino de la gracia y del buen placer. Estas concepciones han vivido; no encuentran ya lugar en el mundo moderno. Pero al abandonar éste las antiguas creencias, el presente no ha sabido reemplazarlas. El positivismo materialista y ateo no ve ya en la vida más que una combinación pasajera de materia y de fuerza, y en las leyes del universo no ve más que un mecanismo brutal. Ninguna noción de justicia, de solidaridad, de responsabilidad. De aquí un relajamiento general de los vínculos sociales, un escepticismo pesimista, un desprecio de toda ley y de toda autoridad, que podrían conducimos a los abismos.
Estas doctrinas materialistas han producido en unos el desaliento; en otros, un recrudecimiento de la codicia. En todas partes han promovido el culto al oro y a la carne. Bajo su influencia, se ha educado una generación, generación desprovista de ideal, sin fe en el porvenir, dudando de todo y de sí misma.
Las religiones dogmáticas nos conducían a lo arbitrario y al despotismo; el materialismo conduce lógicamente, inevitablemente, a la anarquía y al nihilismo. Por eso es por lo que debemos considerarlo como un peligro, como una causa de 56
decadencia y de abatimiento.
Tal vez se encuentren excesivas estas apreciaciones y se nos tache de exageración. Bastaría, en este caso, que hiciésemos referencia a las obras de los materialistas eminentes y citásemos sus propias conclusiones.
He aquí, por ejemplo, lo que escribía, como tantos otros, el señor Julio Soury (1):
"Si hay algo vano e inútil en el mundo, es el nacimiento, la existencia y la muerte de los innumerables parásitos, faunas y floras, que vegetan como una carroña y se agitan en la superficie de este ínfimo planeta. Indiferente en sí, necesaria en todo caso, puesto que existe, esta existencia, que tiene por condición la lucha encarnizada de todos contra todos, la violencia o la astucia, el amor, más amargo que la muerte, parecerá, al menos a todos los seres verdaderamente conscientes, un sueño siniestro, una alucinación dolorosa, a cuyo precio la nada sería un bien.
Pero si somos los hijos de la naturaleza, si ella nos ha creado y nos ha dado el ser, somos nosotros, a nuestra vez, quienes la hemos dotado de todas las cualidades ideales que la ornamentan a nuestros ojos, quienes hemos tejido el velo luminoso bajo el cual se nos aparece. La eterna ilusión que encanta o que atormenta el corazón del hombre es, por tanto, su obra.
En este Universo, donde todo es tinieblas y silencio, sólo él vela y sufre sobre este planeta, pues sólo él, tal vez con sus hermanos inferiores, medita y piensa. Apenas si comienza a comprender la vanidad de todo en lo cual ha creído, de todo lo que ha amado; la nada de la belleza, la mentira de la bondad, la ironía de toda ciencia humana. Después de haberse adorado ingenuamente en sus dioses y en sus héroes, cuando ya no tiene fe ni esperanza, he aquí que siente que la naturaleza misma se desvanece, que no era, como todo lo demás, sino apariencia y superchería".
Otro escritor materialista, poeta de gran talento, Mme. Ackermann, no vacilaba en emplear este lenguaje:
"Yo no diría a la Humanidad: "¡Progresa!" Le diría: "¡Muere!; pues ningún progreso te arrancará nunca a los misterios de la condición terrenal".
Estas opiniones no son solamente patrimonio de algunos escritores. Gracias a una literatura que deshonra el hermoso nombre de naturalismo, por medio de novelas y de folletines sin número han penetrado hasta en los ambientes más oscuros.
Con esta opinión de que la nada es preferible a la vida, ¿podemos asombrarnos de que el hombre acoja la existencia y el trabajo con disgusto? ¿Podemos negarnos a comprender por qué el desaliento y la desmoralización se infiltran en los espíritus? No; no es con semejantes doctrinas con las que se inspira a los pueblos la grandeza de alma, la firmeza en los malos días, el valor en la adversidad.
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(1) Filosofía natural, pág. 210. - N. del A. 57
Una sociedad sin esperanza, sin fe en el porvenir es como un hombre perdido en el desierto, como una hoja muerta que rueda a merced del viento. Es bueno combatir la ignorancia y la superstición, pero es preciso reemplazarlas por las creencias racionales. Para caminar con paso firme en la vida, para preservarse de los desfallecimientos y de las caídas, se necesita una convicción robusta, una fe que nos eleve por encima del mundo material; se necesita ver la finalidad y tender directamente hacia ella. El arma más segura en el combate terrenal es una conciencia recta e iluminada.
Mas si la idea de la nada nos domina, si creemos que la vida no tiene un mañana y que en la muerte termina todo, entonces, para ser lógicos, el cuidado de la existencia material y el interés personal habrán de oponerse a todo otro sentimiento. ¡Poco nos importará un porvenir que no habremos de conocer! ¿A título de qué se nos hablará de progreso, de reformas, de sacrificios? Si no hay para nosotros más que una existencia efímera, no debemos hacer más que aprovecharnos de la hora presente, dedicarnos a los placeres y abandonar los deberes y los sufrimientos... . Tales son los razonamientos a que conducen forzosamente las teorías materialistas, razonamientos que oímos formular y que vemos aplicar todos los días a nuestro alrededor.
¿Cuántos estragos no han de producir semejantes doctrinas en medio de una rica civilización, ya muy desarrollada en el sentido del lujo y de los goces físicos?
Sin embargo, no todo ideal está muerto. El alma humana tiene a veces el sentimiento de su miseria, de la, insuficiencia de la vida presente y de la necesidad del mas allá. En el pensamiento del pueblo, una especie de intuición subsiste; engañado durante siglos, se ha tornado incrédulo con respecto a todo dogma, pero no es escéptico. Vagamente, confusamente, cree, aspira a la justicia. Y el culto del recuerdo, esas manifestaciones conmovedoras del 2 de noviembre que llevan a las multitudes hacia las tumbas de los seres amados, denotan un instinto confuso de la inmortalidad.
No; el pueblo no es ateo, puesto que cree en la justicia inmanente, como cree en la libertad, pues ambas existen en leyes terrenas y divinas. Este sentimiento, el más grande, el más hermoso que se puede encontrar en el fondo del alma, este sentimiento nos salvará. Para ello, bastará con hacer comprender a todos que esta noción grabada en nosotros es la ley misma del universo, la que rige a todos los seres y a todos los mundos, y que, por ella, el bien ha de triunfar finalmente del mal y la vida ha de salir de la muerte.
Al mismo tiempo que aspira a la justicia, el pueblo busca su realización. La busca, lo mismo en el terreno político que en el terreno económico y en el principio de asociación. El poder popular ha comenzado a extender sobre el mundo una vasta red de asociaciones obreras, un agrupamiento socialista que abarca todas las naciones, y que, bajo una bandera única, deja oír en todas partes las mismas llamadas, las mismas reivindicaciones. En ello hay -que no se olvide- al mismo tiempo que un espectáculo lleno de enseñanzas para el pensador, una gran obra plena de consecuencias para el porvenir.
Inspirada por las teorías materialistas y ateas, se convertiría en un instrumento de destrucción, pues su acción se resolvería en violencias, en revoluciones dolorosas. Contenida en los límites de la prudencia y de la moderación, puede hacer mucho por la felicidad de la humanidad. Que un rayo de arriba, que un ideal elevado vengan a iluminar a esas multitudes trabajadoras, a esas masas ávidas de progreso, y se verá a todas las viejas formas disolverse y fundirse en un mundo nuevo basado en el derecho de todos, en la justicia y en la solidaridad.
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La hora presente es una hora de crisis y de renovación. El mundo está en fermentación; la corrupción aumenta, la sombra se extiende, el peligro es grande; pero tras la sombra entrevemos la luz; tras el peligro vemos la salvación. Una sociedad no puede perecer. Si lleva en sí elementos de descomposición, lleva también gérmenes de transformación y de reedificación. La descomposición anuncia la muerte, pero procede también al renacimiento; puede ser el preludio de otra vida.
¿De dónde vendrán la luz, la salvación, la reedificación? No es de la Iglesia: está impotente para regenerar el espíritu humano.
No es de la ciencia: no se ocupa de los caracteres ni de las conciencias, sino sólo de lo que hiere los sentidos; todo lo que forma la vida moral, todo lo que forma los grandes corazones y las sociedades fuertes: la abnegación, la virtud, la pasión del bien, todo esto no cae bajo el dominio de los sentidos.
Para elevar el nivel moral; para detener esas dos corrientes de la superstición y del escepticismo que conducen igualmente a la esterilidad, lo que necesita el hombre es una concepción nueva del mundo y de la vida que, apoyándose en el estudio de la naturaleza y de la conciencia, en la observación de los hechos, en los principios de la razón, fije la finalidad de la existencia y regularice nuestra marcha hacia adelante. Lo que necesita es una enseñanza de la que se deduzca un móvil de perfeccionamiento, una sanción moral y una certidumbre para el porvenir.
Ahora bien; esta concepción y esta enseñanza existen ya y se vulgarizan todos los días. En medio de las disputas y de las divagaciones de las escuelas, una voz se ha dejado oír; la de los Muertos. Desde el otro lado de la tumba, se han revelado más vivos que nunca; ante sus instrucciones, ha caído el velo que ocultaba la vida futura. La enseñanza que nos dan llega a reconciliar todos los sistemas enemigos, y de las cenizas del pasado llegan a hacer brotar una llama nueva. En la filosofía de los Espíritus encontramos la doctrina oculta que abarca todas las edades. Esta doctrina la hace revivir; reúne los restos esparcidos y los adhiere unos a otros con un poderoso cemento para reconstituir un monumento capaz de amparar a todos los pueblos y a todas las civilizaciones. Para asegurar su duración, la asienta sobre la roca de la experiencia directa, del hecho renovado sin cesar. Gracias a ella, la certidumbre de la vida inmortal se precisa a los ojos de todos, con las existencias innumerables y los incesantes progresos que nos reserva en la sucesión de las edades.
Semejante doctrina puede transformar a pueblos y a sociedad es, llevando la claridad a todas partes donde existe la noche, haciendo que se funda a su calor todo lo que hay de hielo de egoísmo en las almas, revelando a todos los hombres las leyes que les unen con los vínculos de una estrecha solidaridad. Hará la civilización con la paz y la armonía. Por ella, aprendemos a obrar con una misma inteligencia y con un mismo corazón. La humanidad, consciente de su fuerza, avanzará con un paso más firme hacia sus magníficos destinos.
De esta enseñanza expondremos los principios esenciales en la segunda parte de esta obra, después de lo cual indicaremos las pruebas experimentales, los hechos de observación sobre los cuales descansan. 59
SEGUNDA PARTE
LOS GRANDES PROBLEMAS
IX
El universo y Dios
Por encima de los problemas de la vida y del destino sobresale la cuestión de Dios.
Si estudiamos las leyes de la naturaleza, si perseguimos la belleza ideal en que todas las artes se inspiran, siempre y en todas partes, por encima y más allá de todo, encontramos la idea de un Ser superior, necesario y perfecto, fuente eterna del bien, de la belleza y de la verdad, en quien se identifican la ley, la justicia y la suprema razón.
El mundo, físico y moral, está gobernado por leyes, y estas leyes denotan una inteligencia profunda de las cosas que rigen. No proceden de una causa ciega: el caos y la casualidad no podrían producir el orden y la armonía. No emanan de los hombres: unos seres pasajeros, limitados en el tiempo y en el espacio, no podrían crear leyes permanentes y universales. Para explicarlas lógicamente, es preciso remontarse hasta el Ser generador de todas las cosas. No se podría concebir la inteligencia sin personificarla en un ser; pero este ser no viene a agregarse a la cadena de los seres. Es el Padre de todos, la fuente misma de la vida.
La personalidad no debe entenderse aquí en el sentido de un ser que posea una forma, sino más bien como un conjunto de facultades que constituyen un todo consciente. La personalidad, en la más alta acepción de la palabra, es la conciencia, y en este sentido es en el que Dios es una persona, o, más bien, la personalidad absoluta, y no un ser con una forma delimitada. Dios es infinito y no puede ser individualizado, esto es, separado del mundo, ni subsistir aparte.
En cuanto a desinteresarse del estudio de la causa prima como inútil y desconocible, según la expresión de los positivistas, nos preguntamos si es realmente posible a un espíritu serio complacerse en la ignorancia de las leyes que regularizan las condiciones de su existencia. La indagación de Dios se impone. No es otra cosa que el estudio de la gran Alma, del principio de vida que anima al universo y se refleja en cada uno de nosotros. Todo resulta secundario cuando se trata del principio de las cosas. La idea de Dios es inseparable de la idea de ley, y, sobre todo, de la de ley moral, y ninguna sociedad puede vivir ni desenvolverse sin el conocimiento de la ley moral. La creencia en un ideal superior de justicia fortifica la conciencia y da fuerzas al hombre en medio de sus sufrimientos. Es el consuelo, la esperanza de los que padecen, el supremo refugio de los afligidos, de los abandonados. Como una aurora, ilumina con sus suaves claridades el alma de los desgraciados.
Sin duda no se puede demostrar la existencia de Dios con pruebas directas y sensibles; Dios no cae bajo el dominio de los sentidos. La divinidad ha desaparecido bajo un velo misterioso, tal vez para obligarnos a buscarla, lo cual constituye, por cierto, el ejercicio más noble y más fecundo de nuestra facultad de pensar, y también para dejamos el mérito de descubrirla. Pero existe en nosotros una fuerza, un instinto 60
seguro que nos lleva hacia ella y nos afirma su existencia con más autoridad que todas las demostraciones y todos los análisis.
En todas las épocas, bajo todos los climas -y ésta es la razón de ser de todas las religiones-, el espíritu humano ha sentido la necesidad de elevarse por encima de las cosas movibles y perecederas que constituyen la vida material y no pueden darle una completa satisfacción; ha querido identificarse con lo que es fijo, permanente e inmutable en el universo; ha comprendido la existencia de un Ser absoluto y perfecto, en el cual se identifican todas las potencias intelectuales y morales. Ha encontrado todo esto en Dios, y nada, fuera de él, puede proporcionarnos esa seguridad, esa certidumbre, esa confianza en el porvenir, sin las cuales flotamos a merced de todos los vientos de la duda y de la pasión.
Se nos objetará, quizá, el funesto empleo que las religiones han hecho de la idea de Dios. Pero ¿qué importan las formas variadas que los hombres han prestado a la divinidad? Para nosotros, no hay ya en ellas más que dioses quiméricos, creados por la razón débil en la infancia de las sociedades; esas formas poéticas, graciosas o terribles, están apropiadas a las inteligencias que las concibieron. El pensamiento humano, más maduro, se ha alejado de esas concepciones envejecidas; ha olvidado esos fantasmas y los abusos cometidos en su nombre para dejarse llevar en un transporte poderoso hacia la Razón eterna, hacia Dios, Alma del mundo, hogar universal de vida y de amor, en quien nos sentimos vivir como el pájaro vive en el aire, como el pez vive en el océano, y por quien estamos ligados a todo cuanto existe, ha existido y existirá.
La idea que las religiones se hicieron de Dios se apoyaba en una revelación pretendida como sobrenatural.
Admitimos todavía hoy una revelación de las leyes superiores, pero ésta es racional y progresiva; se acomoda a nuestro pensamiento por la lógica de las cosas y por el espectáculo del mundo. Está escrita en dos libros que se hallan siempre abiertos ante nuestros ojos: el libro del universo, donde las obras divinas aparecen con caracteres grandiosos, y el libro de la conciencia, en la cual están grabados los preceptos de la moral. Las indicaciones de los Espíritus, recogidas en todos los puntos del globo por procedimientos sencillos y naturales, no han hecho más que confirmarlo. Por medio de esta doble enseñanza es cómo la razón humana comunica con la razón divina en el seno de la naturaleza universal, cómo la comprende y cómo gusta de sus armonías y de sus bellezas.
* * * *
A la hora en que el silencio y la noche se extienden sobre la tierra, cuando todo reposa en las moradas humanas, si dirigimos nuestras miradas hacia lo infinito de los cielos, los vemos sembrados de luces innumerables. Astros radiantes, soles esplendorosos, seguidos de sus cortejos de planetas evolucionan a millares en las profundidades. Hasta en las regiones más apartadas, los grupos estelares se presentan como franjas luminosas.
En vano el telescopio sondea los cielos; en ninguna parte se encuentran los límites del universo; por todas partes suceden los mundos a los mundos y los soles a los soles; por todas partes se multiplican las legiones de astros hasta el punto de con-fundirse como un brillante polvo en los abismos sin fondo del espacio.
¿Qué palabra humana podría describiros, maravillosos diamantes del joyero celeste? Sirio, veinte veces más grande que nuestro Sol, igual a más de un millón de globos terrestres reunidos; Aldebarán, Vega, Proción, soles rosados, azules, escarlata, astros de ópalo y de zafiro que vertéis en el espacio vuestros rayos multicolores, rayos que, a pesar de una velocidad de setenta mil leguas por segundo, no llegan a nosotros sino después de unos cientos y de unos millares de años ... y vosotras, nebulosas 61
lejanas que producís los soles, universos en formación, temblorosas estrellas apenas perceptibles, que sois hogares gigantescos de calor, de luz, de electricidad y de vida, mundos flamígeros, esferas inmensas ... y vosotros, pueblos innumerables, razas, humanidades sideral es que los habitáis ... Nuestra débil voz trata en vano de proclamar vuestro esplendor; impotente, calla, mientras nuestra mirada deslumbrada contempla el desfile de los astros ...
Y cuando esta mirada abandona los vertiginosos espacios para observar los mundos más vecinos, las esferas hijas del Sol que gravitan como nosotros alrededor del hogar común, ¿qué observa en su superficie? Continentes y mares, montes y llanuras, espesas nubes transportadas por el viento, nieves y bancos de hielo acumulados alrededor de los polos. Sabemos que estos mundos poseen aire, agua, calor, luz, estaciones, climas, días, noches; en una palabra: todas las condiciones de la vida terrestre, lo cual nos permite ver en ellos la mansión de otras familias humanas; de creer, con la ciencia, que están habitados, lo estuvieron o lo estarán algún día. Todo esto, astros llameantes, planetas secundarios, satélites, cometas vagabundos; todo esto, suspendido en el vacío, se agita, se aleja, se aproxima, recorre órbitas determinadas, movido por velocidades espantosas a través de las regiones sin fin de la inmensidad. Por todas partes, el movimiento, la actividad y la vida se manifiestan en el espectáculo del universo poblado de mundos innumerables, rodando sin reposo en la profundidad de los cielos.
Una ley regulariza esta circulación formidable: la ley universal de gravitación. Ella sola sostiene y hace moverse a los cuerpos celestes, y dirige alrededor de los soles luminosos a los planetas obedientes. Esta ley lo rige todo en la naturaleza, desde el átomo hasta el astro. La misma fuerza Que, con el nombre de atracción, retiene a los mundos en sus órbitas, con el de cohesión agrupa las moléculas y preside la formación de los cuerpos químicos.
Si, tras esta mirada rápida hacia los cielos, comparamos la tierra que habitamos con los poderosos soles que se balancean en el éter, al lado de ellos nos parecerá apenas como un grano de arena, como un átomo flotando en el infinito. La tierra es uno de los astros más pequeños del cielo. Y, sin embargo ¡cuánta armonía en su forma y cuánta variedad en su aspecto!... . Ved sus continentes recortados, sus penínsulas sobresalientes y sus guirnaldas de islas que los rodean; ved sus imponentes mares, sus lagos, sus bosques, sus vegetales, desde el cedro que se yergue en las laderas de los montes hasta la humilde flor medio oculta en el verdor; enumerad los seres vivos que la pueblan: pájaros, insectos, plantas ... , y reconoceréis que cada uno es una obra admirable, una maravilla de arte y de precisión.
Y el cuerpo humano, ¿no es un laboratorio viviente, un instrumento cuyo mecanismo llega a la perfección? Estudiemos en él la circulación de la sangre, ese conjunto de válvulas semejantes a las de una máquina de vapor. Examinemos la estructura del ojo, ese aparato tan complicado que sobrepasa a todo lo que la industria del hombre puede soñar; la construcción del oído, tan admirablemente dispuesto para recoger las ondas sonoras; el cerebro, cuyas circunvoluciones internas se parecen a la dilatación de una flor ... Consideremos todo esto; luego, abandonando el mundo visible, descendamos más abajo por la escala de los seres, y penetremos en esos dominios que el microscopio nos revela; observemos ese hormigueo de especies y de razas que confunde al pensamiento. Cada gota de agua, cada grano de polvo es un mundo, y los infinitamente pequeños que lo pueblan están gobernados por leyes tan precisas como las de los gigantescos del espacio. Todo está lleno seres, de embriones, de gérmenes. Millones de infusorios se agitan en las gotas de nuestra sangre, en las células de los cuerpos organizados. El ala de una mosca, la menor partícula de materia están pobladas de legiones de parásitos. Y todos esos animalillos están provistos de aparatos de movimiento, de sistemas nerviosos, de órganos de sensibilidad que hacen de ellos seres completos, armados para la lucha y para las necesidades de la existencia. Hasta en el seno del Océano, en profundidades de ocho 62
mil metros, viven seres frágiles, delicados, fosforescentes, que fabrican la luz y tienen ojos para verla.
Así, en todos los medios, una fecundidad sin límites preside la formación de los seres. La naturaleza está en una producción perpetua. Del mismo modo que la espiga tiene su germen en el grano, la encina en la bellota y la rosa en su botón, así las génesis de los mundos se elaboran en la profundidad de los cielos estrellados. Por todas partes la vida engendra a la vida. De escalón en escalón, de especie en especie, por un encadenamiento continuo, se eleva de los organismos más sencillos y más rudimentarios hasta el ser pensante y consciente; en una palabra; hasta el hombre.
Una poderosa unidad rige al mundo. Una sola sustancia, el éter o fluido universal, constituye en sus transformaciones infinitas la innumerable variedad de los cuerpos. Este elemento vibra bajo la acción de las fuerzas cósmicas. Según la velocidad y el número de sus vibraciones, produce el calor, la luz, la electricidad o el fluido magnético. Que estas vibraciones se condensen, e inmediatamente aparecerán los cuerpos.
Y todas esas formas se relacionan; todas esas fuerzas se multiplican, se unen en perpetuos cambios, en una estrecha solidaridad. Del mineral a la planta, de la planta al animal y al hombre, del hombre a los seres superiores, el refinamiento de la materia, la ascensión de la fuerza y del pensamiento se producen con un ritmo armónico. Una ley soberana regulariza en un plan uniforme las manifestaciones de la vida, en tanto que un lazo invisible une a todos los universos y a todas las almas.
Del trabajo de todos los seres y de todas las cosas, se deduce una aspiración: la aspiración hacia lo infinito, hacia lo perfecto. Todos los efectos, divergentes en apariencia, convergen en realidad, hacia un mismo centro; todos los fines se coordinan, forman un conjunto, evolucionan hacia un mismo fin: ¡Dios! Dios, centro de toda actividad, último fin de todo pensamiento y de todo amor.
El estudio de la naturaleza nos muestra en todos los momentos la acción de una voluntad oculta. En todas partes la materia obedece a una fuerza que la domina la organiza y la dirige. Todas las fuerzas cósmicas se orientan al movimiento, y el movimiento es el Ser, la Vida. El materialismo explica la formación del mundo por la danza ciega y la aproximación fortuita de los átomos. Pero ¿se ha visto alguna vez que arrojando al azar las letras del alfabeto se produzca un poema? ¡Y qué poema, el de la vida universal! ¿Se ha visto alguna vez que un conjunto de materiales produzca por sí mismo un edificio de proporciones imponentes o una máquina de engranajes numerosos y complicados? Entregada a sí misma, la materia no puede hacer nada. Inconscientes y ciegos, los átomos no sabrían dirigirse hacia una finalidad. La armonía del mundo no se explica más que por la intervención de una voluntad. Por la acción de las fuerzas sobre la materia, por la existencia de leyes sabias y profundas es por lo que esa voluntad se manifiesta en el orden del universo.
Se objeta con frecuencia que no todo es armónico en la naturaleza. Si produce maravillas -se dice-, también produce monstruos. En todas partes el mal se aproxima al bien. Si la lenta evolución de las cosas parece preparar al mundo para que sea el teatro de la vida, no hay que perder de vista el despilfarro de existencias y la lucha ardiente de los seres. No hay que olvidar que los temblores de tierra, las erupciones de los volcanes asolan a veces a nuestro planeta y destruyen en algunos instantes los trabajos de varias generaciones.
Sí, sin duda; hay accidentes en la obra de la naturaleza; pero esos accidentes no excluyen la idea de orden, de finalidad. Por el contrario, vienen en apoyo de nuestra tesis, pues nos podríamos preguntar por qué no todo es accidente.
La apropiación de causas a efectos, de los medios al fin; la de los órganos entre sí; su adaptación a los medios, a las condiciones de la vida, son manifiestas. La industria de la naturaleza, análoga en muchos puntos y superior a la del hombre, prueba la existencia de un plan, y el manejo de los elementos que concurren a su realización denota una causa oculta, infinitamente sabia y poderosa. 63
En cuanto a la objeción de los monstruos proviene de un defecto de observación. Los monstruos no son más que gérmenes desviados. Si un hombre, al caerse, se rompe una pierna, ¿se hará responsable de ello a la naturaleza y a Dios? Del mismo modo, a consecuencia de accidentes, de desórdenes sobrevenidos durante la gestación, los gérmenes pueden sufrir desviaciones en el seno de la madre. Estamos acostumbrados a fijarnos en la fecha del nacimiento, de la aparición del ser a la luz, pero la vida, en su punto de partida, data de mucho antes.
El argumento relativo a la existencia de las plagas tiene por origen una falsa interpretación de la finalidad de la vida. Esta no debe sólo proporcionarnos goces; es útil, es necesario que nos presente también dificultades. Todos hemos nacido para morir, y, sin embargo, nos asombramos de que algunos hombres mueran por accidente... Seres pasajeros en este mundo, del cual no nos llevamos nada al más allá, nos lamentamos de la pérdida de bienes que se habrían perdido por sí solos, en virtud de las leyes naturales ... Esos acontecimientos espantosos, esas catástrofes, esas plagas llevan en sí una enseñanza. Nos recuerdan que no hemos de esperar solamente de la naturaleza cosas agradables, sino, sobre todo, cosas propicias a nuestra educación y a nuestro adelanto; que no estamos aquí abajo para gozar y dormirnos en la quietud, sino para luchar, trabajar y combatir. Nos dicen que el hombre no ha sido hecho únicamente para la tierra; que debe mirar más a lo alto, no dedicarse a las cosas materiales sino en una justa medida y pensar que su ser no queda destruido con la muerte.
La doctrina de la evolución no excluye la de las causas primarias y las causas finales. La idea más alta que puede formarse de un ordenador es la de suponerle formando un mundo capaz de desenvolverse por sus propias fuerzas, y no por una intervención incesante de los milagros.
La ciencia, a medida que avanza en el conocimiento de la naturaleza, podrá hacer retroceder a Dios; pero Dios engrandece al retroceder. El Ser eterno, desde el punto de vista teórico de la evolución, se ha tornado más majestuoso que el Dios arbitrario de la Biblia. Lo que la ciencia ha destruido para siempre es la noción de un dios antropomorfo, hecho a imagen del hombre y exterior para el mundo físico. Una noción más elevada ha venido a sustituir a ésta: la de un Dios inmanente, siempre presente en el seno de las cosas. La idea de Dios no implica ya hoy para nosotros la de un ser cualquiera, sino la idea del Ser que contiene a todos los seres.
El universo no es ya esa creación (1) , esa obra formada de la nada de que hablan las religiones. El universo es un organismo inmenso, animado de una vida eterna. Del mismo modo que nuestro propio cuerpo está dirigido por una voluntad única que rige sus actos y ordena sus movimientos; del mismo modo que cada uno de nosotros, a través de las modificaciones de nuestra carne nos sentimos vivir en una unidad permanente que llamamos el alma, la conciencia, el yo, así el universo, bajo sus formas cambiantes, variadas, múltiples, se conoce, se refleja, se posee en una unidad viviente, en una razón consciente que es Dios.
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(1) Según Eug. Nus (En busca de los destinos, capítulo XI), el verbo hebreo que sustituimos con la palabra crea significa hacer pasar del principio a la esencia. - N. del A.. 64
El Ser supremo no existe fuera del mundo; es parte integrante y esencial de él. Es la unidad central adonde van a parar y a armonizarse todas las relaciones, el principio de solidaridad y de amor por el cual todos los seres son hermanos. Es el hogar de donde irradian y se esparcen por el infinito todas las potencias morales: la sabiduría, la justicia, la bondad.
No se debe, pues, a una creación espontánea y milagrosa; la creación es continua, sin comienzo ni fin. El universo ha existido siempre; posee en sí su principio de fuerza y de movimiento; lleva su finalidad en sí mismo. El mundo se renueva incesantemente en sus partes; en su conjunto, es eterno. Todo se transforma y evoluciona por el juego continuo de la vida y de la muerte, pero nada perece. Mientras en los cielos los soles se oscurecen y se apagan; mientras los mundos envejecidos se deshacen y se desvanecen, en otros puntos, nuevos sistemas se elaboran, se encienden otros astros, otros mundos nacen a la luz. Al lado de la decrepitud y de la muerte, nuevas humanidades resplandecen en un rejuvenecimiento eterno.
La obra grandiosa se prosigue a través del tiempo y del espacio sin límites, por el trabajo de todos los seres, solidarios los unos de los otros, y en provecho de cada uno de ellos. El universo nos ofrece el espectáculo de una evolución incesante de la cual todos participan. Un principio inmutable preside esta obra; la unidad universal, la unidad divina que abarca, une y dirige todas las individualidades, todas las actividades particulares haciéndolas converger en un fin común que es la perfección en la plenitud de la existencia (2) .
Al mismo tiempo que las leyes del mundo físico nos demuestran la acción de un sublime ordenador, las leyes morales, por intermedio de la conciencia y de la razón, nos hablan elocuentemente de un principio de justicia, de una providencia universal.
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(2) "Es uno, procreado por sí mismo, y de este uno han salido todas las cosas; y está en ellas, las envuelve, y ningún mortal le ha visto, aunque él mismo los ve a todos". (Himnos órficos). - N. del A.
El espectáculo de la naturaleza, la contemplación de los cielos, de las montañas y del mar presentan a nuestro espíritu la idea de un Dios oculto en el universo.
La conciencia, le muestra en nosotros o, más bien, muestra en nosotros algo de él: el sentimiento del deber y del bien, una idea moral hacia la cual tienden las facultades del espíritu y los sentimientos del corazón. El deber ordena imperiosamente; se impone; una voz manda en todas las potencias del alma. Hay en él una fuerza que impulsa a los hombres hasta el sacrificio. Sólo él da a la existencia su grandeza y su dignidad. La conciencia es la manifestación en nosotros de un poder superior a la materia, de una realidad viviente y activa.
La razón nos habla igualmente de Dios. Los sentidos nos dan a conocer el mundo material, el mundo de los efectos; la razón nos revela el mundo de las causas; es superior a la experiencia. Esta comprueba los hechos; la razón los agrupa y deduce de ellos las leyes. Sólo ella nos demuestra que en el origen del movimiento y de la vida se encuentra la inteligencia; que el menos no puede contener el más ni lo inconsciente producir lo consciente, lo cual resultaría, sin embargo, de la concepción de un universo que se ignorase a sí mismo. La razón ha descubierto las leyes 65
universales antes que la experiencia; ésta no hace más que confirmar sus juicios y proporcionar la prueba de ellos. Pero hay grados en la razón; esta facultad no está igualmente desarrollada en todos los hombres. De aquí la desigualdad y la variedad de sus opiniones.
Si el hombre supiese recogerse en sí mismo y estudiarse; si apartase de su alma todas las sombras que acumulan en ella las pasiones; si, desgarrando el velo espeso en el que los prejuicios, la ignorancia y los sofismas están envueltos, descendiese al fondo de su conciencia y de su razón, encontraría allí el principio de una vida interior completamente opuesta a la vida de fuera. Por ella, podría entrar en relaciones con la naturaleza entera, con el universo y con Dios, y esta vista le proporcionaría como un saboreo anticipado de la que le reservan el porvenir de ultratumba y los mundos superiores. Allí está también el libro misterioso donde todos sus actos, buenos o malos, se inscriben, donde todos los hechos de su vida se graban con caracteres indelebles para aparecer con una resplandeciente claridad a la hora de la muerte.
A veces, una voz poderosa, un canto grave y severo se eleva de esas profundidades del ser y resuena en medio de las ocupaciones frívolas y de los cuidados de nuestra vida para recordarnos el deber. ¡Desgraciado del que se niega a escucharlo! Un día llegará en que los remordimientos le harán comprender que no en vano se rechazan las advertencias de la conciencia.
Existen en cada uno de nosotros fuentes ocultas de donde pueden brotar oleadas de vida y de amor, de virtudes y de poderes sin número. En ese santuario íntimo es donde se necesita buscar a Dios. Dios está en nosotros, o, por lo menos, en nosotros existe un reflejo de él. Ahora bien; lo que no existe no puede ser reflejado. Las almas reflejan a Dios como las gotas de rocío de la mañana reflejan la luz del sol, cada una según su grado de pureza.
Por esta percepción inferior y no por la experiencia de los sentidos es por lo que los hombres de genio, los grandes misioneros y los profetas han conocido a Dios y sus leyes y los han revelado a los pueblos de la tierra.
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¿Se puede llevar más lejos de lo que lo hemos hecho la definición de Dios? Definir es limitar. Frente a este gran problema, aparece la debilidad humana. Dios se impone en nuestra inteligencia, pero se escapa a todo análisis. El Ser que llena el tiempo y el espacio no será nunca medido por unos seres a quienes el tiempo y el espacio limitan. Querer definir a Dios sería circunscribirlo y casi negarlo.
Las causas secundarias de la vida universal se explican; pero la causa prima permanece inaccesible en su inmensidad.
No negaremos a poseerla sino después de haber pasado muchas veces por la muerte.
Todo lo que podemos decir para resumimos es que Dios es la vida, la razón, la conciencia en su plenitud. Es la causa eterna activa de todo cuanto existe, la comunión universal en que cada ser llega a obtener la existencia, para concurrir después, en la medida de sus facultades engrandecedoras y de su elevación, a la armonía del conjunto.
He aquí que nos hallamos muy lejos del Dios de las religiones, del Dios "fuerte y terrible" que se rodea de relámpagos, reclama víctimas sangrientas y castiga para la eternidad. Los dioses antropomórficos han pasado. Se habla mucho aún de un Dios al que se atribuye las debilidades y pasiones humanas; pero ese Dios ve disminuirse su imperio cada día.
Hasta aquí, el hombre no ha visto a Dios sino a través de su propio ser, y la idea que se ha formado respecto de él ha variado, según que le contemplase con una o con otra de sus facultades. Considerado bajo el prisma de los sentidos, Dios es múltiple; 66
todas las fuerzas de la naturaleza son dioses; así, pues, nació el politeísmo. Visto por la inteligencia, Dios es doble, espíritu y materia, y de aquí el dualismo. Para la razón pura, aparece triple: alma, inteligencia y cuerpo. Esta concepción dio nacimiento a las religiones trinitarias de la India y al cristianismo. Percibido por la voluntad, concebido por la percepción íntima -propiedad lentamente adquirida, como se adquieren todas las facultades del genio-, Dios es lo Único y lo Absoluto. En él, los tres principios fundamentales del universo concurren para constituir una unidad viviente.
Así se explica la diversidad de religiones y de sistemas, tanto más elevados a medida que fueron concebidos por espíritus más puros y más esclarecidos. Cuando se consideran las cosas de arriba, las oposiciones de ideas, las religiones y los hechos históricos se explican y se reconcilian en una síntesis superior.
La idea de Dios, bajo las formas diversas que ha revestido, evoluciona entre dos escollos en los que han encallado numerosos sistemas. Uno, el panteísmo, concluye con la absorción final de los seres en el Gran Todo. El otro es la noción del infinito que aleja de tal modo a Dios del hombre, que parece suprimir toda relación entre ellos.
La noción de infinito ha sido combatida por algunos filósofos. Aunque incomprensible, no podría prescindirse de ella, sin embargo, pues reaparece en todas las cosas. Por ejemplo: ¿qué cosa existe más sólida que el edificio de las ciencias exactas? El número es la base de ellas; sin él, las matemáticas no existen. Ahora bien; es imposible, se emplearían siglos en encontrar el número que expresase los números infinitos cuya existencia nos demuestra el pensamiento. Lo mismo ocurre con el tiempo y con el espacio. Más allá de los límites del mundo visible, el pensamiento busca otros límites que sin cesar huyen de su alcance.
Una sola filosofía parece haber salvado este doble escollo y haber logrado unir principios opuestos en apariencia: la de los druídas galos. Se expresaban así en su tríada 48 (3) :
"Tres necesidades de Dios: ser infinito en sí mismo, ser finito con relación a lo finito y estar en relación con cada estado de las existencias en el ciclo de los mundos".
Así, con arreglo a esta enseñanza, a la vez sencilla y racional, el Ser infinito y absoluto por sí mismo se hace relativo y finito con sus criaturas, al manifestarse sin cesar bajo aspectos nuevos, a medida que avanzan y se elevan las almas. Dios está en relación con todos los seres. Los penetra con su espíritu y los abarca con su amor para unirlos en un vínculo común y ayudarles a realizar sus propósitos.
Su revelación, o, más bien, la educación que da a las humanidades se hace general y progresiva por el ministerio de sus grandes Espíritus. La intervención providencial se manifiesta en la historia por la aparición, en épocas voluntarias, en el seno de las humanidades, de las almas elegidas encargadas de introducir las innovaciones, los descubrimientos que aceleren su progreso, o de enseñar los principios de orden moral necesarios para la regeneración de las sociedades.
En cuanto a la absorción final de los seres en Dios, el druidismo escapaba de ella haciendo de "Ceugant" -círculo superior que encerraba a todos los demás círculos- la morada exclusiva del Ser divino. La evolución y el progreso de las almas, al proseguirse en el sentido de lo infinito, no podían tener término.
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(3) Tríadas bárdicas. Cyfrinach Beirdd Inys Prydain. - N. del A.. 67
Refirámonos al problema del mal que ha preocupado a tantos pensadores y del que sólo hemos hablado incidentalmente. ¿Por qué Dios, causa primera de todo cuanto existe -preguntan los escépticos-, deja que subsista el mal en el universo?
Hemos visto que el mal físico, o lo que es considerado como tal, no es en realidad más que un orden de fenómenos naturales. Su carácter malévolo queda explicado en cuanto se conoce la verdadera razón de las cosas. La erupción de un volcán no es más extraordinaria que la ebullición de una vasija llena de agua. El rayo que derriba los edificios y los árboles es de la misma naturaleza que la chispa eléctrica, vehículo de nuestro pensamiento. Así son todos los fenómenos violentos. Queda el dolor físico; pero se sabe que es la consecuencia de la sensibilidad, y ésta es ya una magnífica conquista que el ser no ha realizado sino después de largas etapas pasadas en las formas inferiores de la vida. El dolor es una advertencia necesaria, un estimulante para la actividad del hombre. Nos obliga a volver en nosotros mismos y a reflexionar; nos ayuda a dominar las pasiones. El dolor es el camino del perfeccionamiento.
Pero la moral -se dirá-, el vicio, el crimen, la ignorancia, el triunfo de los malos y el infortunio de los justos, ¿cómo os los explicáis?
En primer término, ¿desde qué punto de vista se han de juzgar las cosas? Si el hombre ve solamente el rincón del mundo que habita, si no considera más que su breve paso por la tierra, ¿cómo podrá conocer el orden eterno y universal? Para pesar el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, hay que elevarse por encima de los límites estrechos de la vida actual y considerar el conjunto de nuestros destinos. Entonces, el mal aparece como un estado transitorio, inherente a nuestro globo, como una de las fases inferiores de la evolución de los seres hacia el bien. No es en nuestro mundo y en nuestra época donde hemos de buscar el ideal perfecto, sino en la inmensidad de los mundos y en la eternidad del tiempo.
Sin embargo, si se observa la lenta evolución de las especies y de las razas a través de las edades; si se considera al hombre de los tiempos prehistóricos, al antropoide de las cavernas, sus instintos feroces y las condiciones de su vida miserable, y se compara después este punto de partida con los resultados obtenidos por la civilización actual, se verá claramente la tendencia constante de los seres y de las cosas hacia un ideal de perfección. La evidencia misma nos lo demuestra: la vida se mejora constantemente, se transforma y se enriquece, la suma del bien se aumenta sin cesar y la suma de los males disminuye.
Y si se advierten épocas de detención y a veces de retroceso en esta caminata hacia lo mejor, no hay que olvidar que el hombre es libre, que puede pronunciarse a su antojo en uno o en otro sentido. Su perfeccionamiento no es posible sino cuando su voluntad se pone de acuerdo con la Ley.
El mal, oposición a la ley divina, no puede ser la obra de Dios; es, pues, la obra del hombre, la consecuencia de su libertad. En principio, el mal, como la sombra, no tiene existencia real: es más bien un efecto del contraste. Las tinieblas se disipan en presencia de la luz; del mismo modo, el mal se desvanece en cuanto aparece el bien. El mal, en una palabra, no es más que la ausencia del bien.
Se dice a veces que Dios habría podido crear almas perfectas y ahorrarles así las vicisitudes de la vida terrena. Sin indagar si Dios hubiera podido formar seres semejantes a él, responderemos que entonces la vida y la actividad universales, la variedad, el trabajo, el progreso no tendrían objeto. El mundo quedaría fijo, en su inmóvil perfección. La magnífica evolución de los seres a través del tiempo, ¿no es preferible a un taciturno y eterno reposo? Un bien que no se hubiera merecido ni conquistado, ¿sería un bien, y el que lo obtuviese sin esfuerzo podría apreciar su valor?.
Ante la vasta perspectiva de nuestras existencias de las que cada una es un combate por la luz; ante esa ascensión grandiosa del ser elevándose de círculos en 68
círculos hacia lo perfecto, el problema del mal desaparece.
Salir de las bajas regiones de la materia y escalar todas las gradas de la jerarquía de los Espíritus, librarse del yugo de las pasiones y conquistar una a una todas las virtudes, todas las ciencias: tal es el fin para el cual la Providencia ha formado a las almas y ha dispuesto los mundos, teatros predestinados de nuestras luchas y de nuestros trabajos.
¡Creamos en Ella y bendigámosla! Creamos en esa Providencia generosa que lo ha hecho todo para nuestro bien; recordemos que, si parecen existir lagunas en su obra, no provienen sino de nuestra ignorancia y de nuestra razón insuficiente. Creamos en Dios, gran Espíritu de la naturaleza, que preside el triunfo definitivo de la justicia en el universo. Tengamos confianza en su sabiduría, que reserva compensaciones a todos los sufrimientos, goces a todos los dolores, y avancemos con un corazón firme hacia los destinos que nos han sido otorgados.
Es hermoso, consolador y dulce poder caminar en la vida con la frente levantada hacia los cielos, sabiendo que, aun en las tempestades, en medio de las pruebas más crueles, en el fondo de los calabozos como al borde de los abismos, una Providencia, una ley divina se cierne sobre nosotros y rige nuestros actos; que de nuestras luchas, de nuestras torturas, de nuestras lágrimas hace que salgan nuestra propia gloria y nuestra felicidad. En este pensamiento es donde está toda la fuerza del hombre de bien.
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EL ALMA INMORTAL
El estudio del universo nos conduce al estudio del alma, a la indagación del principio que nos anima y dirige nuestros actos.
La fisiología nos enseña que las diferentes partes del cuerpo humano se renuevan en un período de algunos años. Bajo la acción de dos grandes corrientes vitales, se produce un cambio perpetuo de moléculas en nosotros; las que desaparecen del organismo son sustituidas una a una por otras que provienen de la alimentación. Desde las sustancias blandas del cerebro hasta las partes más duras de la armadura ósea, todo nuestro ser físico se halla sometido a continuos cambios. Nuestro cuerpo se deshace y se reforma muchas veces durante la vida. Sin embargo, a pesar de las modificaciones constantes, a través de las transformaciones del cuerpo material, continuamos siendo las mismas personas. La materia de nuestro cerebro puede renovarse, pero nuestro pensamiento subsiste, y, con él, nuestra memoria, el recuerdo de un pasado del que nuestro cuerpo actual no participó. Hay, pues, en nosotros un principio distinto de la materia, una fuerza indivisible que persiste y se mantiene en medio de esos perpetuos cambios.
Sabemos que la materia no puede por sí misma organizarse y producir la vida. Desprovista de unidad, se disgrega y se divide hasta lo infinito. En nosotros, por el contrario, todas las facultades, todas las potencias intelectuales y morales se agrupan en una unidad central que las abarca, las une, las ilumina; y esta unidad es la conciencia, la personalidad, el yo; en una palabra: el alma.
El alma es el principio de la vida, la causa de la sensación; es la fuerza invisible e indisoluble que rige nuestro organismo y mantiene el acuerdo entre todas las partes de nuestro ser (1) . Las facultades del alma no tienen nada de común con la materia. La inteligencia, la razón, el juicio, la voluntad no podrían ser confundidos con la sangre de nuestras venas o con la carne de nuestros músculos. Lo mismo ocurre con 69
la conciencia, con ese privilegio con que hemos de pesar nuestros actos y discernir el bien del mal. Ese lenguaje íntimo que se dirige a todo hombre, al más humilde como al más elevado, esa voz cuyos murmullos pueden turbar el esplendor de las mayores glorias, no tiene nada de material.
Unas corrientes opuestas se agitan en nosotros. Los apetitos, los deseos pasionales tropiezan contra la razón y el sentimiento del deber. Ahora bien; si nosotros no fuésemos más que materia, no conoceríamos esas luchas, esos combates; nos dejaríamos llevar, sin pesar, sin remordimiento, por nuestras tendencias naturales. Por el contrario, nuestra voluntad se halla frecuentemente en un conflicto, respecto de nuestros instintos. Por ella, podemos escapar de la influencia de la materia, dominarla y hacer de ella un dócil instrumento.
¿No se ve a hombres, nacidos en las condiciones más difíciles, vencer todos los obstáculos -la pobreza, la enfermedad, las debilidades- y llegar a ocupar el primer puesto por sus enérgicos y perseverantes esfuerzos? ¿No se ve a la superioridad del alma sobre el cuerpo afirmarse de una manera más admirable aún en el espectáculo de los grandes sacrificios y de las abnegaciones históricas? Nadie ignora cómo los mártires del deber, de la verdad revelada antes de tiempo; cómo todos aquellos que, para bien de la humanidad, fueron perseguidos, martirizados, llevados al patíbulo, pudieron, en medio de las torturas, hasta el umbral de la muerte, dominar a la materia, y, en nombre de una gran causa, imponer silencio a las sublevaciones de la carne ...
Si no hubiese en nosotros más que materia, cuando nuestro cuerpo se sume en el sueño, no veríamos al espíritu continuar viviendo y obrando, sin la ayuda de ninguno de los cinco sentidos, y demostrándonos con ello que una actividad incesante es la condición misma de su naturaleza. La lucidez magnética, la visión a distancia sin el auxilio de los ojos, la previsión de los hechos, la penetración del pensamiento son otras cantas pruebas evidentes de la existencia del alma.
Así, pues, débil o poderoso, ignorante o esclarecido, un espíritu vive en nosotros y rige este cuerpo que, bajo su dirección, no es más que un servidor, un simple instrumento. Este espíritu es libre y perfectible, y, por consiguiente, responsable. Puede a su antojo mejorarse, transformarse, tender hacia el bien. Confuso en unos, luminoso en otros, un ideal ilumina su camino. Cuanto más grande es este ideal más útiles y gloriosas son las obras que inspira. ¡Dichosa el alma a la que un noble entusiasmo sustenta en su marcha: amor a la verdad, a la justicia, a la patria, a la humanidad! ... Su ascensión será rápida, su paso por aquí abajo dejará huellas profundas, un surco de donde se obtendrá una cosecha beneficiosa.
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(l) Con la ayuda de un fluido vital que le sirve de vehículo para la. transmisión de sus órdenes a los órganos. Más adelante, volveremos a ocuparnos de este tercer elemento que constituye el cuerpo sutil o periespíritu; éste sobrevive después de la muerte, y, siendo inseparable del alma, la acompaña en todas sus peregrinaciones. - N. del A. 70
Establecida la existencia del alma, el problema de la inmortalidad se presenta inmediatamente. Es ésta una cuestión de la mayor importancia, pues la inmortalidad es la única sanción que se ofrece a la ley moral, la única concepción que satisface nuestras ideas de justicia y responde a las más altas esperanzas de la raza humana.
Si nuestra entidad espiritual se mantiene y persiste a través de la perpetua renovación de las moléculas y de las transformaciones de nuestro cuerpo material, su disociación, su desaparición final no pueden alcanzarle.
Hemos visto que nada desaparece en el universo. Cuando la química y la física nos demuestran que ningún átomo se pierde, que ninguna fuerza se desvanece, ¿cómo creer que esta unidad en la cual se resumen todas las potencias intelectuales llegue a disolverse? ¿Cómo creer que este yo consciente en el que la vida se libra de las cadenas de la fatalidad pueda perecer?
N o solamente la lógica y la moral, sino además los hechos mismos -como estableceremos más adelante-, hechos de orden sensible, a la vez fisiológicos y psíquicos, todo viene a demostrar la persistencia del ser consciente: el alma se recobra más allá de la tumba, tal y como se hizo a sí misma mediante sus actos y sus trabajos en el transcurso de su existencia terrena.
Si la muerte fuese la última palabra de todas las cosas; si nuestros destinos se limitasen a esta vida fugitiva, ¿tendríamos estas aspiraciones hacia un estado perfecto del que nada en la tierra puede darnos idea? ¿Tendríamos esta sed de conocer, de saber que nada puede apaciguar? Si todo cesase en la tumba, ¿por qué estas necesidades, estos sueños, estas tendencias inexplicables? Este grito poderoso del ser humano que resuena a través de los siglos, esas esperanzas infinitas, estos transportes irresistibles hacia el progreso y hacia la luz, ¿no han de ser más que los atributos de una sombra pasajera, de una agregación de moléculas, apenas formada inmediatamente desvanecida? ¿Qué es, pues, la vida terrena, tan corta que no nos per-mite siquiera, en su mayor duración, llegar a los límites de la ciencia, tan llena de impotencia, de amargura, de desilusión que nada en ella nos satisface por entero, hasta el punto de que después de haber obtenido el objeto de nuestros deseos continuamos insaciables, y nos dejamos atraer por una finalidad aún más lejana y más inaccesible? La persistencia que ponemos en perseguir -a pesar de las decepciones- un ideal que no está en este mundo, una felicidad que nos rehuye siempre, es una indicación suficiente de que hay otra cosa distinta de la vida presente. La naturaleza no podría dar al ser aspiraciones, esperanzas irrealizables. Las necesidades ilimitadas del alma reclaman forzosamente una vida sin límites.
XI
LA PLURALIDAD DE LAS EXISTENCIAS
¿Bajo qué forma se desarrolla la vida inmortal, y qué es en realidad la vida del alma? Para responder a estas preguntas necesitamos considerar en su origen y examinar en su conjunto el problema de las existencias.
Sabemos que en nuestro globo la vida aparece en un principio bajo los aspectos más sencillos, más elementales, para elevarse, mediante una progresión constante, de formas en formas, de especies en especie, hasta llegar al tipo humano, coronamiento de la creación terrenal. Gradualmente, los organismos se desarrollan y se refinan, y la sensibilidad aumenta. Lentamente, la vida se emancipa de la fuerza de la materia; el instinto ciego cede su puesto a la inteligencia y a la razón.
Esta escala de la evolución progresiva, cuyas gradas más bajas se pierden en un tenebroso abismo, ¿la han recorrido todas las almas? Antes de adquirir la conciencia y 71
la libertad, antes de poseerse en la plenitud de su voluntad, ¿hubo de animar a los organismos rudimentarios y revestir las formas inferiores de la vida? El estudio del carácter humano, todavía influenciado de bestialidad, nos induciría a creerlo. Sin embargo, la pregunta queda incontestada (1) .
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(1) Véase El Problema del Ser, del Destino y del Dolor, cap. IX, Evolución y finalidad del Alma -N. del A.
El sentimiento de la absoluta justicia, de que el animal -no ya el hombre- no debe vivir para la nada. Una cadena ascendente y continua parece unir todas las creaciones, el mineral al vegetal, el vegetal al animal y éste al hombre. Puede unirlos doblemente, al material como al espiritual. Estas dos formas de la evolución serían paralelas y solidarias, al no ser la vida más que una manifestación del espíritu.
Sea como fuere, el alma, después de haber llegado al estado humano y de haber adquirido la conciencia, no puede volver atrás. En todos los grados las formas que reviste tienen la expresión de su valor propio. No hay que acusar a Dios de haber creado formas horribles y malas. Los seres no pueden tener otras apariencias que las que resultan de sus tendencias y de las costumbres contraídas. Ocurre que las almas humanas escogen cuerpos débiles y lacerados para comprimir sus pasiones y adquirir las cualidades necesarias para su adelanto, y, en la naturaleza inferior, ninguna elección puede hacerse: el ser vuelve a caer forzosamente bajo el imperio de las atracciones que ha desarrollado en sí.
Este desarrollo gradual puede ser comprobado por todo observador atento. En los animales domésticos, las diferencias de carácter son apreciables. En las mismas especies, algunos individuos parecen más adelantados que otros. Algunos poseen cualidades que les asemejan sensiblemente al hombre, y son susceptibles de afecto y de abnegación. Siendo la materia incapaz de amar y de sentir, es preciso admitir en ellos la existencia de un alma en estado embrionario.
Por otra parte, no hay nada más grande, más justo, más conforme con la ley del progreso que esa ascensión de las almas operándose por etapas sucesivas en el transcurso de las cuales se forman por sí mismas, se libran poco a poco de los pesados instintos, rompen su caparazón de egoísmo para despertar a la razón, al amor, a la libertad. Es soberanamente equitativo que todas hayan de hacer el mismo aprendizaje, y que sólo gane todo ser un estado superior después de haber adquirido aptitudes nuevas.
No termina su evolución el día en que el alma, logrado el estado humano, ha conquistado su autonomía y su responsabilidad moral y ha comprendido el deber. Lejos de acabar, su obra real comienza entonces; nuevas tareas le reclaman. Las luchas del pasado no son más que el preludio de las que el porvenir le reserva. Sus renacimientos en cuerpos carnales se sucederán sobre el globo. Todas las veces reanudará con órganos rejuvenecidos la obra de perfeccionamiento interrumpida por la muerte para proseguirla y llegar más lejos. Viajera eterna, el alma ha de subir así de esfera en esfera hacia el bien, hacia la razón infinita, adquirir nuevos grados, crecer en ciencia, en sabiduría y en virtud.
Cada una de nuestras existencias terrenas sólo es un episodio de nuestra vida inmortal. Ningún alma podría, en tan breve espacio de tiempo, despojarse de sus vicios, de sus errores, de todos los apetitos vulgares que son vestigios de sus vidas desvanecidas y las pruebas de su origen. 72
Al medir el tiempo que ha necesitado la humanidad desde su aparición en el globo para llegar a este estado de civilización, comprenderemos que, para subir de claridad en claridad hacia lo absoluto, hacia lo divino, necesita el alma períodos sin límites y vidas siempre renacientes (2) .
Sólo la pluralidad de las existencias puede explicar la diversidad de caracteres, la variedad de aptitudes, la desproporción de las cualidades morales, y, en una palabra, todas las desigualdades que nos llaman la atención.
Fuera de esta ley, nos preguntaríamos en vano por qué algunos poseen el talento, los sentimientos nobles, las aspiraciones elevadas, siendo así que tantos otros sólo participan de la estupidez, de las pasiones viles y de los instintos groseros.
¿Qué pensar de un Dios que, al asignarnos una sola vida corporal, nos hubiera hecho participar de ella en forma tan desigual, y, desde el salvaje hasta el civilizado, hubiera reservado para los hombres unos bienes tan poco adecuados y un nivel moral tan diferente? Sin la ley de las reencarnaciones, la iniquidad gobernaría al mundo.
La influencia de los medios, la herencia, las diferencias de la educación, teniendo toda su importancia, no bastan para explicar estas anomalías. Vemos a los miembros de una misma familia, semejantes por la carne y por la sangre y alimentados de las mismas enseñanzas, diferir en muchos puntos. Hombres excelentes han tenido por hijos a monstruos; por ejemplo, Marco Aurelio, que engendró a Cómodo, y otros personajes célebres y estimados tuvieron en su descendencia parientes oscuros desprovistos de valor moral.
Si todo comenzase para nosotros con la vida oculta, ¿cómo explicarnos tanta diversidad en las inteligencias, tantos grados en la virtud o en el vicio, tantos escalones en las situaciones humanas? Un misterio impenetrable se cernería sobre esos genios precoces, sobre esos espíritus prodigiosos que, desde su infancia, se lanzan con fogosidad por los senderos del arte y de la ciencia, siendo así que tantos otros jóvenes palidecen en el estudio y continúan siendo mediocres, a pesar de sus es-fuerzos.
Todas estas oscuridades se disipan en presencia de la doctrina de las existencias múltiples. Los seres que se distinguen por su poder intelectual o por sus virtudes han vivido más, han trabajado más, han adquirido una experiencia y unas aptitudes más extensas.
El progreso y la elevación de las almas dependen únicamente de sus trabajos, de la energía desplegada por ellas en el combate vital. Unas luchan con valor y franquean rápidamente las gradas que las separan de la vida superior, en tanto que otras se inmovilizan durante siglos con existencias ociosas y estériles. Y estas desigualdades, resultado de las obras del pasado, pueden ser rescatadas y niveladas mediante nuestras vidas futuras.
En resumen: el ser se crea a sí mismo mediante el desenvolvimiento gradual de las fuerzas que están en él. Inconscientemente al comienzo de su carrera, su vida se hace más inteligente y consciente cuando, al llegar a la humanidad, entra en posesión de su yo. Todavía su libertad está limitada por la acción de las leyes naturales que intervienen para asegurar su conservación. Así, pues, libre albedrío y fatalismo se equilibran y se compensan el uno con el otro. La libertad, y, por consiguiente, la responsabilidad son siempre proporcionales al adelanto del ser.
Tal es la única solución racional del problema. A través de la sucesión de las épocas, en la superficie de millares de mundos, nuestras existencias se desarrollan, pasan y se renuevan; en cada una de ellas, desaparece un poco del mal que existe en nosotros; nuestras almas se fortifican, se purifican, penetran más adelante en el camino sagrado, hasta que, libradas de las reencarnaciones dolorosas, han conquistado con sus méritos el acceso a los círculos superiores donde resplandecen eternamente la belleza, la sabiduría, el poder, el amor ... 73
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(2) La ley de las reencarnaciones no está solamente demostrada por la razón; está también probada por los hechos. Las experiencias del coronel de Rochas sobre la regresión de la memoria y las más antiguas de los experimentadores españoles Fernández Colavida y Esteva Marata, señaladas en el Congreso espiritualista de 1900, establecen que, en los sujetas en estado de separación mediante el sueño magnético, las capas profundas de la memoria, oscuras y mudas en estado de vigilia, pueden entrar en vibración. El sujeto se acuerda de los menores detalles de su infancia, así como también acuden a él los recuerdos de sus existencias anteriores. Por estos estudios, el conjunto de pruebas que establecen la realidad de las preexistencias del ser se constituye poco a poco, y la personalidad humana se revela bajo aspectos enteramente nuevos. (Véase, para el conjunto de estas experiencias, nuestra obra El Problema del Ser y del Destino, capítulo XIV). - N. del A.
XII
EL OBJETO DE LA VIDA
Mediante estos datos, la claridad se hace en nosotros y a nuestro alrededor; nuestro camino se precisa; sabemos lo que somos y adónde vamos.
N o se trata ya de buscar las satisfacciones materiales, sino de trabajar con ardor en nuestro adelanto. El objeto supremo es la perfección; el camino que conduce a ella es el progreso; es largo, y se recorre paso a paso. El objeto, lejano, parece retroceder, a medida que se avanza; pero, finalizada cada época, el ser recoge el fruto de su trabajo; enriquece su experiencia y desarrolla sus facultades.
Nuestros destinos son idénticos. No hay privilegiados ni malditos. Todos recorren el mismo camino, y, a través de mil obstáculos, están llamados a realizar los mismos fines. Somos libres, es verdad, de acelerar o de aminorar nuestra marcha, de hundirnos en los goces groseros, de retrasarnos durante vidas enteras en el vicio o en la ociosidad, pero, tarde o temprano, el sentimiento del deber se despierta, el dolor llega a sacudir nuestra apatía y forzosamente reanudamos nuestra carrera.
Sólo hay entre las almas diferencias de grados, diferencias que les está permitido colmar en el porvenir. Usando de nuestro libre albedrío, no hemos caminado todos con el mismo paso, y así se explica la desigualdad intelectual y moral de los hombres; pero todos, hijos del mismo Padre, debemos aproximamos a él en la sucesión de nuestras existencias, para no formar con nuestros semejantes más que una sola familia, la gran familia de los Espíritus que puebla todo el universo.
Ya no tienen razón de ser en el mundo las ideas de paraíso y de infierno eterno. No vemos en la inmensidad sino seres que persiguen su propia educación y se elevan, mediante sus esfuerzos, hasta el seno de la universal armonía. Cada uno de ellos crea su situación con sus actos, cuyas consecuencias recaen sobre él, le atan y le sujetan. Cuando su vida se entrega a las pasiones y permanece estéril para el bien, el ser se rebaja; su situación se empequeñece. Para lavar sus manchas, deberá reencarnar en los mundos de dolores y purificarse mediante el sufrimiento. Cumplida esta purificación, su evolución vuelve a comenzar. No existen castigos eternos, pero se necesita una reparación proporcionada a las faltas cometidas.
No tenemos otro juez ni otro verdugo que nuestra conciencia. Y ésta, cuando se separa de las sombras materiales, se torna imperiosa y obsesionante. En el orden moral, como en el orden físico, no hay más que causas y efectos. Estos últimos están regidos por una ley soberana, inmutable, infalible. Lo que, en nuestra ignorancia, 74
llamamos la injusticia de la suerte no es más que la reparación del pasado. El destino humano es el pago de la deuda contraída con nosotros mismos y con la ley.
La vida actual es, pues, la consecuencia directa, inevitable de nuestras vidas pasadas, como nuestra vida futura será la resultante de nuestras acciones presentes. Al venir a animar un cuerpo nuevo, el alma lleva consigo, en cada renacimiento, el bagaje de sus cualidades y sus defectos, todos los bienes y los males acumulados por la obra del pasado. Así, pues, en la sucesión de nuestras vidas, construimos con nuestras propias manos nuestro ser moral, edificamos nuestro porvenir, preparamos el medio donde debemos renacer, el sitio que debemos ocupar.
Con la ley de reencarnación, la soberana justicia resplandece sobre los mundos. Todo ser, cuando llega a poseerse en su razón y en su conciencia, se convierte en el artesano de sus destinos, y forja o rompe a voluntad las cadenas que le ligan a la materia. Las situaciones dolorosas que padecen algunos hombres se explican por la acción de esta ley. Toda vida culpab1e debe ser rescatada. Llega una hora en que las almas orgullosas renacen en condiciones humildes y serviles, en que el ocioso ha de aceptar penosas labores. El que hizo sufrir sufrirá a su vez.
Sin embargo, el alma no está unida para siempre a esta tierra oscura. Después de haber adquirido las cualidades necesarias la abandona para ir a otros mundos más esclarecidos. Recorre el campo de los espacios, sembrado de esferas y de soles. Un puesto le será cedido en el seno de las humanidades que los pueblan. Progresando aún en estos medios nuevos, aumentará sin cesar su riqueza moral y su saber. Después de un número incalculable de muertes y de renacimientos, de caídas y de ascensiones, librada de las reencarnaciones, gozará de la vida celestial, en la cual participará del gobierno de los seres y de las cosas, contribuyendo con sus obras a la armonía universal y a la ejecución del plan divino.
Tal es el misterio de Psiquis, el alma humana. El alma lleva grabada en sí la ley de sus destinos. Aprender a deletrear los preceptos, a descifrar este enigma constituye la verdadera ciencia de la vida. Cada chispa arrancada al hogar divino, cada conquista lograda sobre el alma misma, sobre sus pasiones, sobre sus instintos egoístas, le proporciona un goce íntimo, tanto más vivo a medida que esta conquista le es más costosa. Y tal es el cielo prometido a nuestros esfuerzos. Este cielo no se halla lejos de nosotros: está en nosotros. Felicidades o remordimientos, el hombre lleva en lo más profundo de su ser su grandeza o su miseria, consecuencia de sus actos. Las voces, melodiosas o severas, que se elevan en él son los intérpretes fieles de la gran ley, tanto más poderosa a medida que se sube más arriba en el camino del perfeccionamiento.
El alma es un mundo, un mundo en el que se mezclan aún las sombras y los rayos de luz y cuyo estudio atento nos hace ir de sorpresa en sorpresa. En sus pliegues, todos los poderes están en germen, esperando la hora de la fundación para abrirse en chorros de luz. A medida que se purifica, aumentan sus percepciones. Todo lo que nos encanta en su estado presente -los dones del talento, los relámpagos del genio-, todo ello es poco, comparado con lo que el alma adquirirá un día, cuando llegue a las supremas alturas. Ya posee inmensos recursos ocultos en los sentidos íntimos, variados y sutiles, fuentes de vivas impresiones y cuyo ejercicio entorpece casi siempre nuestra grosera envoltura.
Sólo algunas almas elegidas, desligadas por anticipado de las cosas terrestres y purificadas por el sacrificio, han gustado las primicias de ese mundo. Pero no han encontrado expresiones para describir las sensaciones que les habían embriagado. Y en su ignorancia de la verdadera naturaleza del alma y de los tesoros que ésta contiene, los hombres se rieron de lo que ellos llamaban ilusiones y quimeras. 75
XIII
LOS SUFRIMIENTOS Y LA MUERTE
Fijado el objeto de la existencia, más alto que la fortuna y más alto que la felicidad, toda una revolución se produce en nosotros. El universo es un coso donde el alma lucha por su elevación; la obtiene mediante sus trabajos, mediante sus sacrificios y mediante sus sufrimientos. EL sufrimiento, sea físico sea moral, es uno de los elementos necesarios de la evolución, un poderoso medio de desenvolvimiento y de progreso. Nos enseña a conocernos mejor, a dominar nuestras pasiones y a amar a los demás. Lo que el ser debe buscar en su carrera es a la vez la ciencia y el amor. Cuanto más se sabe, más se ama y más nos elevamos. El sufrimiento, nos obliga a estudiar para combatir y para vencer las causas que le ha-cen nacer, y el conocimiento de esas causas despierta en nosotros una simpatía más viva hacia aquellos que sufren.
El dolor es la purificación suprema, la escuela donde se aprenden la paciencia, la resignación y todos los austeros deberes. Es el horno donde se funde el egoísmo, donde se disuelve el orgullo. A veces, en las horas sombrías, el alma, llena de indignación, reniega de Dios y de su justicia; luego, cuando la tormenta ha pasado y ella se examina, ve que aquel mal aparente era un bien; reconoce que el dolor la ha tornado mejor, más accesible a la piedad, más caritativa para con los desgraciados.
Todos los males de la vida coinciden en nuestro perfeccionamiento. Por la humillación, por las dolencias, por los reveses, lentamente, lo mejor se separa de lo peor. Por esto es por lo que aquí abajo hay más sufrimiento que goce. El sufrimiento modifica los caracteres, afina los sentimientos y doma a las almas fogosas o altivas.
El dolor físico tiene también su utilidad. Desanuda químicamente los lazos que encadenan el espíritu a la carne; le aparta de los fluidos groseros que le envuelven, aun después de la muerte, y le retienen en las regiones inferiores (1) .
No maldigamos el dolor; sólo él nos arranca a la indiferencia, a la voluptuosidad. Esculpe nuestra alma, le da su forma más pura, su más perfecta belleza.
La prueba es un remedio infalible para nuestra inexperiencia. La Providencia procede con nosotros como una madre previsora con su hijo indócil. Cuando nos resistimos a su llamamiento, cuando nos negamos a seguir sus indicaciones, nos deja que suframos decepciones y reveses, sabiendo que la adversidad es la mejor escuela donde se aprende la sabiduría.
Tal es el destino de los más aquí abajo. Bajo un cielo surcado a veces de relámpagos, hay que seguir el arduo camino con los pies desgarrados por las piedras y las zarzas. Un espíritu vestido de negro guía nuestros pasos: es el dolor, dolor santo al que debemos bendecir, pues sólo él, sacudiendo nuestro ser, le libra de las bajas inclinaciones y le hace apto para sentir lo que es verdaderamente noble y hermoso.
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(l) Esta acción explica, en algunos casos, las breves existencias de los niños muertos en su más corta edad. Estas almas han podido adquirir sobre la tierra el saber y la virtud necesarios para subir más arriba. Un resto de materialidad, deteniendo aún su ímpetu, vuelve a acabar con el 76
sufrimiento su completa purificación. - N. del A.
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Estas enseñanzas hacen perder a la muerte todo carácter espantoso; la dejan reducida a una transformación necesaria, a una renovación. En realidad, nada muere. La muerte no es más que aparente. Sólo la forma exterior cambia; el principio de la vida, el alma, continúa en su unidad permanente, indestructible. Se recobra más allá de la tumba, ella y su cuerpo fluidico, en la plenitud de sus facultades, con todas las adquisiciones: luces, aspiraciones, virtudes, potencias, con las cuales se enriqueció durante sus existencias terrenas. He aquí los bienes imperecederos de que nos habla el Evangelio cuando nos dice: "Ni los gusanos ni el moho los roen, y los ladrones no pueden arrebatárnoslos". Estas son las únicas riquezas que nos es posible llevar con nosotros y utilizar en la vida del porvenir.
La muerte y la reencarnación que la sigue en un tiempo dado son dos formas esenciales del progreso. Al romper las costumbres estrechas que habíamos contraído, nos restituyen a otros medios diferentes; dan a nuestros pensamientos un nuevo ímpetu; nos obligan a adaptar el espíritu a las mil fases del orden social y universal.
Cuando llega el atardecer de la vida; cuando nuestra existencia, semejante a la página de un libro, va a volverse para dejar su puesto a una página en blanco, a una página nueva, el bueno pasa revista a sus actos. ¡Dichoso el que a esa hora puede decirse: ¡Mis días han sido bien aprovechados ¡Dichoso aquel que aceptó con resignación y soportó con valor sus pruebas! Estas, desgarrando su alma, dejaron expansionarse hacia afuera todo cuanto en ella había de amargura y de hiel. Al re-pasar con su pensamiento esta vida difícil, el bueno bendecirá los sufrimientos padecidos. Hallándose en paz su conciencia, verá sin temor acercarse el instante de la partida.
Despidámonos de las teorías que hacen de la muerte el preludio de la nada o de castigos sin fin. ¡Adiós, sombríos fantasmas de la teología, dogmas espantosos, sentencias inexorables, suplicios infernales! ¡Paso a la esperanza! ¡Paso a la vida eterna! No son oscuras tinieblas, es luz cegadora lo que sale de las tumbas.
¿Habéis visto a la mariposa de alas policromas despojarse de la informe crisálida que encierra a la oruga repugnante? ¿Habéis visto al insecto que antes se arrastraba por el suelo revolotear, libre, por el aire soleado, en medio del perfume de las flores? Ya no es fiel imagen del fenómeno de la muerte. El hombre es también una crisálida que la muerte descompone. El cuerpo humano, vestimenta de carne, despojo miserable, vuelve al laboratorio de la naturaleza; pero el espíritu, después de haber realizado su obra, se lanza hacia una vida más elevada, hacia esa vida espiritual que sucede a la existencia corporal como el día sucede a la noche, y separa cada una de nuestras encarnaciones.
Penetrados de estas teorías, no temeremos ya a la muerte. Como nuestros padres los galos, nos atreveremos a mirarla frente a frente sin terror. Ya no habrá temores ni lágrimas; ya no habrá preparativos siniestros ni cantos lúgubres. Nuestros funerales se convertirán en una fiesta, con la cual celebraremos la manumisión del alma, su regreso a la patria verdadera.
La muerte es la gran reveladora. En las horas de padecimientos, cuando la sombra se hace a nuestro alrededor, a veces nos hemos preguntado: ¿Por qué nací? ¿Por qué no me quedé en la profunda noche, allá donde no se siente, donde no se sufre, donde se duerme el eterno sueño? Y en esas horas de duda, de ahogo, de angustia, una voz sube hasta nosotros, y esa voz dice:
Sufre para engrandecerte y para purificarte. Sabe que tu destino es grande. Esta fría tierra no será tu sepulcro. Los mundos que brillan en la superficie de los cielos 77
son sus moradas del porvenir, la herencia que Dios te reserva. Eres por siempre ciudadano del universo; perteneces a los siglos futuros como a los siglos pasados, y en la hora presente preparas tu elevación. Soporta, pues, con calma los males elegidos por ti mismo. Siembra en el dolor y en las lágrimas la semilla que brotará en tus próximas vidas; siembra también para los demás, como otros han sembrado para ti. Espíritu inmortal, avanza con paso firme por el sendero escarpado hacia las alturas desde donde el porvenir se te aparecerá sin velo. La ascensión es ruda, y el sudor inundará, con frecuencia tu rostro; pero, por la cima, verás asomarse la luz, verás brillar en el horizonte el sol de verdad y de justicia ...
La voz que nos habla así es la de los muertos, la de las almas amadas que nos han precedido en la región de la verdadera vida. Muy lejos de dormir bajo las losas, velan sobre nosotros. Desde el fondo de lo invisible nos contemplan y nos sonríen. ¡Adorable y divino misterio! Se comunican con nosotros. Nos dicen: Basta de dudas lida vuestra tarea, la muerte nos reunirá!
estériles; trabajad y amad.¡Un día, cump
XIV
OBJECIONES
Como se ve, muchas cuestiones que continúan siendo insolubles para un gran número de escuelas se han resuelto con la doctrina de las vidas sucesivas. Las terribles objeciones con cuya ayuda el escepticismo y el materialismo han hecho brecha en el edificio teológico -el mal, el dolor, la desigualdad de los méritos y de las condiciones humanas, la injusticia aparente de la suerte-, todas estas diferencias se desvanecen ante la filosofía de los Espíritus.
Sin embargo, una dificultad subsiste, una objeción se levanta con fuerza contra ella. Si ya hemos vivido en el pasado, si otras vidas han precedido al nacimiento, ¿por qué hemos perdido el recuerdo de ellas?
Este obstáculo, formidable en apariencia, es fácil de salvar. La memoria de las cosas vividas, de los actos realizados no es una condición necesaria de la existencia.
Ninguno de nosotros nos acordamos del tiempo pasado en el seno de nuestra madre, ni aun siquiera en la cuna. Pocos hombres conservan la memoria de las impresiones y de los actos de la primera infancia. Sin embargo, estos forman parte integrante de nuestra existencia actual. Todas las mañanas, al despertar, perdemos el recuerdo de la mayor parte de nuestros sueños, aunque estos sueños nos hayan parecido por el momento realidades. Sólo nos quedan las sensaciones confusas experimentadas por el espíritu al volver a caer bajo la influencia material.
Nuestros días y nuestras noches son como nuestras vidas terrenales y espirituales, y el sueño aparece tan inexplicable como la muerte. Ambos nos transportan alternativamente a ambientes distintos de condiciones diferentes, lo que no impide que nuestra identidad se mantenga y persista a través de estos estados variados.
En el sueño magnético, el espíritu, separado del cuerpo, se acuerda de cosas que olvidará a su vez en la carne. pero cuyo encadenamiento reanudará al volver al estado lúcido. Este estado de sueño provocado desarrolla en los sonámbulos aptitudes especiales que desaparecen en el estado de vigilia, ahogadas, aniquiladas por la envoltura corporal.
En estas diversas condiciones, el ser psíquico parece atravesar dos estados de conciencia, dos fases alternas de la existencia que se encadenan y se enrollan una 78
alrededor de la otra. El olvido, como una espesa cortina, separa el sueño del estado de vigilia, como separa cada vida terrenal de las existencias anteriores y de la vida del espacio.
Si las impresiones experimentadas por el alma en el transcurso de la vida actual, durante el estado de separación completa, ora mediante el sueño natural, ora mediante el sueño provocado, no pueden ser transmitidas al cerebro, debemos comprender que los recuerdos de una vida anterior lo serían mucho más difícilmente aún. El cerebro no puede recibir y almacenar sino las impresiones comunicadas por el alma en estado de cautividad en la materia. La memoria no puede reproducir sino lo que ella ha registrado.
En cada renacimiento, el organismo cerebral constituye para nosotros como un libro nuevo en el cual se imprimen las sensaciones y las imágenes. Vuelta a la carne, el alma pierde el recuerdo de todo cuanto ha visto y realizado en el estado libre, y sólo lo recobrará al abandonar de nuevo su prisión temporal.
El olvido del pasado es para el hombre la condición indispensable de toda prueba y de todo progreso terrenal. Este pasado de cada uno de nosotros tiene sus manchas y sus suciedades. Al recorrer la serie de épocas desvanecidas, al atravesar las edades de brutalidad, hemos debido acumular muchas faltas, muchas iniquidades. Emancipados ha poco de la barbarie, la carga de estos recuerdos sería abrumadora para nosotros. La vida terrena se hace a veces imposible de soportar. Lo sería mucho más aún si al cortejo de nuestros males presentes se agregase la memoria de los sufrimientos o de las vergüenzas pasadas.
El recuerdo de nuestras vidas anteriores, ¿no estaría igualmente unido al recuerdo del pasado de los demás? Al remontar la cadena de nuestras existencias, la trama de nuestra propia historia, encontraríamos la huella de las acciones de nuestros semejantes. Las enemistades se perpetuarían; las rivalidades, los odios, la discordia, se reavivarían de vida en vida, de siglo en siglo. Nuestros enemigos, nuestras víctimas de otro tiempo, nos reconocerían y nos perseguirían con su venganza.
Es bueno que el velo del olvido nos oculte a los unos de los otros, y, haciendo desaparecer momentáneamente nuestro pasado recíproco, nos ahorre penosos recuerdos y tal vez incesantes remordimientos. El conocimiento de nuestras faltas y de las consecuencias que acarrean, al erguirse ante nosotros como una espantosa y perpetua amenaza, paralizaría nuestros esfuerzos y haría nuestra vida insoportable y estéril.
Sin el olvido, los grandes culpables, los criminales célebres quedarían señalados para la eternidad. Vemos a los condenados por la justicia humana perseguidos por la desconfianza universal una vez sufrido el castigo, repudiados con horror por una sociedad que les rehusa un puesto en su seno y vuelve a arrojados incluso con los que forman el ejército del mal. ¿Que ocurriría si los crímenes del lejano pasado volviesen a presentarse a la vista de todos?
Casi todos tenemos necesidad de perdón y de olvido. La sombra que esconde nuestras debilidades y nuestras miserias consuela nuestro espíritu, haciéndonos la reparación menos penosa. Después de haber bebido las aguas del Leteo, renacemos más alegremente a una vida nueva. Los fantasmas del pasado se desvanecen. Transportados a un medio diferente, nuestro ser despierta a otras sensaciones, se abre a otras influencias, abandona con más facilidad los errores y las costumbres que en otro tiempo retrasaron su marcha. El alma del culpable, al renacer bajo la forma de un niño, encuentra a su alrededor la ayuda y la ternura necesarias para su regeneración. En un ser tan débil y encantador nadie piensa reconocer el espíritu vicioso que acaba de purgar un oscuro pasado.
Para algunos hombres, el pasado no se ha borrado, sin embargo, en absoluto. Los sentimientos confusos de lo que fueron anidan en el fondo de sus conciencias. Esto constituye la fuente de las intuiciones, de las ideas innatas, de los vagos recuerdos y de los misteriosos presentimientos, como un eco debilitado por las 79
épocas transcurridas. Analizando estas impresiones, estudiándose a sí mismo con atención, no sería imposible reconstituir ese pasado, sino en sus detalles, por lo menos en sus principales rasgos.
Al final de cada existencia, los recuerdos lejanos renacen poco a poco y salen de la sombra. Avanzamos paso a paso, tanteando, por la vida. Acaecida la muerte, progresivamente todo se ilumina. El pasado explica el presente, y el porvenir se esclarece con un nuevo rayo de luz.
El alma, vuelta a la vida espiritual, recobra la plenitud de sus facultades. Entonces, comienza para ella un período de examen, de reposo, de recogimiento, durante el cual se juzga y mide el camino recorrido. Recibe los avisos, los consejos de los espíritus más avanzados. Guiada por éstos, adoptará resoluciones viriles, y cuando llegue el caso, escogiendo un ambiente favorable, volverá a descender a un nuevo cuerpo.
Vuelta a la carne, el alma perderá también la memoria de las vidas pasadas, al mismo tiempo que el recuerdo de la vida espiritual, la única verdaderamente libre y completa, comparada con la cual, la estancia terrena le parecería espantosa. Larga será la lucha, penosos los esfuerzos necesarios para recobrar la conciencia el alma y sus potencias ocultas; pero siempre conservará la intuición, el vago sentimiento de las resoluciones adoptadas antes de renacer; y, prosiguiendo el transcurso de sus existencias, se mejorará con el trabajo y el sufrimiento. 80
TERCERA PARTE
EL MUNDO INVISIBLE
XV
LA NATURALEZA Y LA CIENCIA
En las páginas que preceden, hemos expuesto los principios esenciales de la filosofía de las existencias sucesivas. Estos principios, apoyados en la lógica más rigurosa, esclarecen nuestro porvenir y dan la solución de numerosos problemas hasta ahora inexplicables.
Sin embargo, se nos puede objetar que estas concepciones que parecen tan racionales, son simples hipótesis, puras especulaciones a las que no se puede atribuir más importancia de la que se presta a este orden de ideas.
Nuestra época, cansada de los ensueños de la imaginación, de las teorías y de los sistemas preconcebidos, ha caído en el escepticismo. Ante toda afirmación reclama pruebas. El razonamiento más lógico no le basta ya. Necesita hechos, hechos sensibles, directamente observados, para disipar la duda. Y esta duda se explica. Es la consecuencia fatal del abuso de las leyendas, de las ficciones, de las doctrinas erróneas con cuyo murmullo ha sido arrullada la humanidad durante siglos. Al instruirse, el hombre, de crédulo se ha tornado en escéptico, y toda teoría nueva es acogida con desconfianza, sino con hostilidad.
No lamentamos este estado de espíritu, que no es, después de todo, más que un inconsciente homenaje rendido por el pensamiento humano a la verdad. La filosofía de las existencias sólo gana con ello, pues, lejos de ser un sistema fantástico, se apoya en un conjunto imponente de hechos, establecidos por pruebas experimentales y testimonios universales. A estos hechos consagramos la tercera parte de esta obra.
La marcha de la ciencia, en sus etapas sin número, es comparable a una ascensión por un paraje cubierto de altas montañas. A medida que el viajero sube las pendientes arduas, el horizonte se ensancha a su alrededor; los detalles del plano in-ferior se funden en un vasto conjunto, en tanto que a lo lejos se abren perspectivas nuevas. Cuanto más sube, más amplitud y majestad adquiere el espectáculo. Así la ciencia, en sus progresos incesantes, descubre a cada paso dominios ignorados.
Ya se sabe cuán limitados son nuestros sentidos materiales y cuán restringido es el campo que abarcan. Más allá de los rayos de luz y de los colores percibidos por nuestra vista, hay otros rayos y otros colores cuyas reacciones químicas demuestran su existencia. Del mismo modo, nuestro oído sólo percibe las ondas sonoras comprendidas entre dos términos. Por encima o por debajo de ellos, demasiado agudas o demasiado graves, las vibraciones sonoras no influyen ya en el nervio auditivo.
Si nuestra potencia visual no hubiese aumentado con los descubrimientos de la óptica, ¿qué sabríamos del universo a la hora presente? No sólo ignoraríamos la existencia de los lejanos imperios del éter, donde los soles suceden a los soles, donde la materia cósmica, en sus gestaciones eternas, pare los astros por millones, sino que no sabríamos nada aún de los mundos más vecinos de la tierra.
Gradualmente y de edad en edad, el campo de las observaciones se ha ido extendiendo. Gracias a la invención del telescopio el hombre ha podido explorar los 81
cielos y comparar el mezquino globo que habita con los gigantescos del espacio.
Más recientemente, la invención del microscopio nos ha abierto otro infinito. Por todas partes, a nuestro alrededor, en los aires, en el agua, invisibles para nuestros débiles ojos, pululan millares de seres y se agitan en torbellinos espantosos. El estudio de la constitución molecular de los cuerpos se ha hecho posible. Hemos reconocido que los glóbulos de la sangre, los tejidos y las células del cuerpo humano están poblados de parásitos animados, de infusorios, a costa de los cuales viven, además, otros parásitos. Nadie puede decir dónde se detiene la oleada de la vida.
La ciencia progresa y aumenta, y el pensamiento, animado, se eleva hacia nuevos horizontes. Más ¡cuán ligero parece el bagaje de nuestros conocimientos, cuando se le compara con lo que nos queda por aprender! El espíritu humano tiene límites y la naturaleza no los tiene. "Con lo que ignoramos de 1as 1eyes universales -ha dicho Faraday- se podría crear el mundo. Nuestros sentidos groseros nos dejan vivir en medio de un océano de maravillas sin sospecharlas, como a ciegos bañados en torrentes de luz.
XVI
MATERIA Y FUERZA. - PRINCIPIO UNICO DE LAS COSAS
Hasta hace poco, la materia sólo era conocida en tres estados: sólido, líquido y gaseoso. Sir W. Crookes, el sabio físico inglés, al tratar de hacer el vacío en unos tubos de vidrio, descubrió un cuarto estado al que ha llamado estado radiante. Los átomos, devueltos a la libertad por la rarefacción, se entregan en este vacío relativo a movimientos vibratorios de una rapidez y de una violencia incalculables. Se inflaman y producen efectos de luz y radiaciones eléctricas que permiten explicar la mayor parte de los fenómenos cósmicos (1) .
Condensada en grados diversos bajo sus tres primeros aspectos, la materia, en estado radiante, pierde algunas de sus propiedades: densidad, forma, peso, color; pero, en este dominio nuevo, parece unida a la fuerza de una manera más estrecha y más íntima. Este cuarto aspecto, ¿es el último que la materia puede revestir? Sin duda que no, pues podemos imaginarnos otros muchos. Puede entreverse con el pensamiento un estado fluidico y sutil, tan superior al estado radiante como éste lo es al estado gaseoso y el estado líquido al estado sólido.
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(1) Los rayos X constituyen una de las aplicaciones más conocidas de este principio. - N. del A.
La ciencia del porvenir explorará estas profundidades y encontrará en ellas la solución de los problemas formidables de la unidad de sustancia y de las fuerzas directoras del universo.
Ya la unidad de sustancia está entrevista y admitida por la mayor parte de los sabios. La materia, como hemos dicho, parece ser, en su principio, un fluido de una 82
flexibilidad, de una elasticidad infinita, cuyas innumerables combinaciones dan origen a todos los cuerpos. Invisible, impalpable, imponderable en su esencia primordial, este fluido, mediante transiciones sucesivas, se hace ponderable y llega a producir, mediante una condensación poderosa, los cuerpos duros, opacos y pesados que constituyen el fondo de la materia terrestre. Pero este estado de cohesión no es más que transitorio y la materia, al subir por la escala de las transformaciones, puede también disgregarse y volver a su estado fluidico primitivo. Por eso los mundos no tienen más que una existencia pasajera. Procedentes de los océanos del éter, se hunden y se disuelven en él después de haber recorrido su ciclo de vida.
Se puede afirmar que todo en la naturaleza converge hacia la unidad. El análisis espectral revela la identidad de los elementos constitutivos de los mundos, desde el más humilde satélite, hasta el sol más gigantesco. El desplazamiento de los cuerpos celestes demuestra la unidad de las leyes mecánicas. El estudio de los fenómenos materiales, como una cadena infinita, de eslabón en eslabón, nos conduce a la concepción de una sustancia única, etérea, universal, y de una fuerza igualmente única, principio de movimiento, de la que la electricidad, la luz y el calor no son más que variedades, modalidades y formas diversas (2) .
Así, pues, la química, la física, la mecánica, en su marcha paralela, comprueban cada vez más la coordinación misteriosa de las cosas. El espíritu humano se encamina lentamente – a veces incluso inconscientemente- hacia el conocimiento de un principio único, fundamental, en el que, se unen la sustancia, la fuerza y el pensamiento de una Potencia cuya grandeza y majestad le llenarán un día de sobrecogimiento y de admiración.
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(2) He aquí lo que dice Berthelot (Orígenes de la Química, p. 320): "Los fluidos eléctrico, magnético, calorífico y luminoso que se admitían hace medio siglo, no tienen ya más realidad que los cuatro elementos de los antiguos. Estos fluidos, con los progresos de la ciencia, se han reducido a uno solo: el éter. Y he aquí que el éter de los físicos y el átomo de los químicos se desvanecen a su vez para ceder su puesto a concepciones más altas que tienden a explicarlo todo con los únicos fenómenos del movimiento". Según G. Le Bon (La Evolución de la materia; La Evolución de las fuerzas), la materia y la fuerza no son más que dos aspectos de una misma sustancia. La materia no es más que fuerza concreta; la fuerza, materia desasociada. - N. del A.
XVII
LOS FLUIDOS. - EL MAGNETISMO
El mundo de los fluidos, que se entrevé más allá del estado radiante, reserva a la ciencia muchas sorpresas y descubrimientos. Innumerables son las variedades de formas que la materia, tornada sutil, puede revestir por las necesidades de una vida superior.
Ya muchos observadores saben que fuera de nuestras percepciones, más allá del velo opaco que nuestra espesa constitución despliega como una niebla a nuestro alrededor, existe otro mundo, no ya el de lo infinitamente pequeño, sino un universo 83
fluidico que nos envuelve, todo él poblado de multitudes invisibles.
Seres sobrehumanos -mas no sobrenaturales- viven a nuestro lado, mudos testigos de nuestra existencia, y sólo manifiestan la suya en condiciones determinadas, bajo la acción de leyes, naturales, precisas, rigurosas. Importa penetrar el secreto de estas leyes, pues de su conocimiento dependerá para el hombre la posesión de las fuerzas considerables cuya utilización práctica puede transformar la faz de la tierra en el orden de las sociedades. Tal es el dominio de la psicología experimental - algunos dirían de las ciencias ocultas, ciencias que son viejas como el mundo.
Ya hemos hablado de los prodigios realizados en los lugares sagrados de la India, del Egipto y de Grecia. No entra en nuestro plan volver sobre el asunto, pero constituye una cuestión anexa a éste y que no podríamos pasar en silencio, la del magnetismo.
El magnetismo, estudiado y practicado en secreto en todas las épocas de la historia, se vulgarizó, sobre todo, desde fines del siglo XVIII. Las academias docentes lo acogen aún con recelo, y con el nombre de hipnotismo, los maestros de la ciencia tuvieron a bien descubrirlo, un siglo después de su aparición.
"El hipnotismo -ha dicho el señor de Rochas (1)-, hasta ahora lo único estudiado oficialmente, no es más que el vestíbulo de un vasto y maravilloso edificio ya explorado en gran parte por los antiguos magnetizadores".
La lástima es que los sabios oficiales -casi todos médicos- que se ocupan del magnetismo, o, como ellos mismos dicen, de hipnotismo, no experimentan generalmente más que en sujetos enfermos, en los acogidos en los hospitales. La irritación nerviosa y las afecciones morbosas de estos sujetos no permiten obtener más que fenómenos incoherentes e incompletos.
Algunos sabios parecen temer que el estudio de estos mismos fenómenos, obtenidos en condiciones normales, no proporcione la prueba de la existencia del principio anímico en el hombre. Esto es, por lo menos, lo que se deduce de los comentarios del doctor Charcot, cuya competencia no se negará.
"El hipnotismo -decía- es un mundo en el cual se encuentran, al lado de hechos palpables, materiales y groseros, que corren parejas siempre con la fisiología, hechos absolutamente extraordinarios, inexplicables hasta ahora, que no responden a ninguna ley fisiológica y completamente extraños y sorprendentes. Me atengo a los primeros y dejo a un lado a los segundos".
Así, pues, los médicos más célebres confiesan que esta cuestión está aún para ellos llena de oscuridad. En sus investigaciones, se limitan a las observaciones superficiales y desdeñan los hechos que podrían conducirles directamente a la solución del problema. La ciencia materialista vacila si debe aventurarse por el terreno de la psicología experimental; comprende que se encontraría en presencia de las fuerzas psíquicas, del alma, en una palabra, cuya existencia ha negado con tanta obstinación.
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(1) Los Estados profundos de la hipnosis, por el coronel de Rochas d'Aiglun, p. 75. - N. del A. 84
Sea como sea, el magnetismo, después de haber sido rechazado durante mucho tiempo por las corporaciones docentes, comienza, bajo otro nombre, a llamar su atención. Pero los resultados serían más fecundos si, en lugar de operar en histéricos, se experimentase en sujetos sanos y fuertes. El sueño magnético desarrolla en los sujetos lúcidos facultades nuevas, un poder de percepción incalculable. EI fenómeno más notable es el de la visión a gran distancia, sin el auxilio de los ojos. Un sonámbulo puede andar por la oscuridad, leer y escribir con los ojos cerrados, entregarse a los trabajos más delicados y más complicados.
Otros sujetos ven en el interior del cuerpo humano, disciernen sobre sus males y las causas que los producen, leen el pensamiento en el cerebro (2), penetran, sin el auxilio de los sentidos, en los dominios más ocultos y llegan hasta el umbral de otro mundo. Escrutan los misterios de la vida fluídica, entran en relaciones con los seres invisibles de que hemos hablado y nos transmiten sus opiniones y sus enseñanzas. Más adelante insistiremos en este punto; pero, desde ahora, podemos considerar como establecido el hecho que se deduce de las experiencias de Puységur, Deleuze, Du Potet y de sus innumerables discípulos: el sueño magnético, inmovilizando el cuerpo y aniquilando los sentidos, devuelve el ser psíquico a la libertad, centuplica sus medios íntimos de percepción y le hace entrar en un mundo cerrado para los seres corporales.
Este ser psíquico que, durante el sueño, ve, piensa, obra fuera del cuerpo; que afirma su personalidad independiente con una manera de ver y con unos conocimientos superiores a los poseídos en estado de vigilia, ¿qué es, sino el alma misma, revestida de forma fluídica? El alma, que no es una resultante de las fuerzas vitales, del juego de los órganos, sino una causa libre, una voluntad activa, separada momentáneamente de su prisión, cerniéndose sobre la naturaleza entera y gozando de la integralidad de sus facultades innatas. Así, pues, los fenómenos magnéticos hacen evidentes, no sólo la existencia del alma, sino también su inmortalidad, pues si, durante la existencia corporal, esta alma se libra de su envoltura grosera y ve y piensa fuera de ella, con mayor razón recobrará después de su muerte la plenitud de su libertad.
La ciencia del magnetismo pone al hombre en posesión de maravillosos recursos. La acción de los fluidos sobre el cuerpo humano es inmensa; sus propiedades son múltiples y variadas. Numerosos hechos han probado que con su ayuda se pueden aliviar los sufrimientos más crueles. Los grandes misioneros, ¿no curaban con la imposición de las manos? Ahí está todo el secreto de sus pretendidos milagros. Los fluidos, obedeciendo a una poderosa voluntad, a un ardiente deseo de hacer el bien, penetran en todos los organismos débiles y devuelven gradualmente el vigor a los endebles y la salud a los enfermos.
Se puede objetar que una legión de charlatanes abusa, para explotarla, de la credulidad y de la ignorancia del público atribuyéndose un poder magnético imaginario. Estos hechos lamentables son la consecuencia inevitable del estado de inferioridad moral de la humanidad. Una cosa nos consuela de ello: la certidumbre de que no es un hombre animado por una simpatía profunda hacia los desheredados, de un verdadero amor hacia los que sufren, quien no puede consolar a sus semejantes con una práctica sincera y esclarecida del magnetismo.
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(2) "Ve (el sujeto) vibrar las células cerebrales bajo la influencia del pensamiento, y las compara con estrellas que se dilatan y se contraen sucesivamente" (Los Estados profundos de la hipnosis, por el coronel de Rochas, ex administrador de la escuela politécnica).
Por entonces, el profesor Th. Flournoy, de la Universidad de Ginebra. escribía: "Basta hojear la literatura médica más reciente, para encontrar en ella, en autores muy poco sospechosos de misticismo, ejemplos de visión interna. Por una parte, los psiquiatras franceses acaban de publicar algunos casos de alienados que presentaron, pocos días antes de su muerte, una mejoría tan súbita como inexplicable, al mismo tiempo que el presentimiento de su próximo final. Por otra parte, el hecho de sonámbulos que tienen la clara visión de sus vísceras, a veces hasta 85
en su estructura íntima: este hecho acaba de franquear por primera vez el cercado de la ciencia con el nombre de autoscopia interna o autorepresentación del organismo; y por una graciosa ironía de la suerte, los que apadrinan a este recién venido parecen ser los mantenedores de una escuela que pretende rechazar toda explicación psicológica de estos hechos". (Archivos de Psicología, agosto de 1903). - N. del A.
XVIII
FENOMENOS ESPIRITISTAS
Entre todas las pruebas de la existencia en el hombre de un principio espiritual, y de su supervivencia al cuerpo, las más convincentes son las que proporcionan los fenómenos del espiritualismo experimental o espiritismo.
Considerados al principio como puro charlatanismo, han entrado en el dominio de la observación rigurosa; y si algunos sabios los desdeñan aún, los rechazan y los niegan, otros sabios no menos eminentes los estudian y comprueban la importancia y la realidad de ellos. En América y en todas las naciones de Europa, las sociedades de investigaciones psicológicas hacen de estos fenómenos el objeto constante de sus estudios.
Dichos fenómenos, como hemos visto, se han producido en todas las épocas. En otro tiempo, se les envolvía de misterio; no eran conocidos más que por un número muy reducido de investigadores. Hoy se universalizan, se producen con una persistencia y una variedad de formas que confunden a la ciencia moderna.
Newton lo dijo: "Es una locura creer en toda cosa conocida, y es una sensatez estudiar siempre". No solamente todo sabio, sino todo hombre sensato, tiene el deber de escrutar estos hechos que nos abren todo un aspecto ignorado de la naturaleza, remontarse a sus causas y obtener de ellas la ley. Este examen sólo puede fortificar la razón y servir al progreso, destruyendo la superstición en su germen, pues la superstición está siempre dispuesta a apoderarse de los fenómenos abandonados por la ciencia, disfrazarlos y atribuirles un carácter sobrenatural y milagroso.
La mayor parte de los que desdeñan estas cuestiones, o quienes, habiéndolas estudiado, lo hicieron superficialmente, sin método y sin espíritu de observación, acusan a los espiritistas de interpretaciones inexactas, o, por lo menos, de conclusiones demasiado apresuradas.
Responderemos que ya supone haber conseguido mudo el que los adversarios del espiritismo recurran a la interpretación de los hechos y no a su realidad. Los hechos se comprueban, en efecto, y no se discuten. Ahora bien; la realidad de los fenómenos espiritistas ha sido confirmada, como vamos a verlo, por hombres del carácter más elevado, por sabios de una alta competencia que se hicieron célebres por sus trabajos y sus descubrimientos. Pero no es necesario ser un sabio de primer orden para comprobar la existencia de hechos que caen bajo el dominio de los sentidos y son, por tanto, siempre comprobables. Cualquiera, con un poco de perseverancia y de sagacidad, poniéndose en las condiciones requeridas, podrá observados y formarse respecto de ellos una opinión esclarecida.
Cierto es que de estos fenómenos algunos pueden explicarse por el automatismo, la autosugestión de los médiums, la exteriorización de las fuerzas o la transmisión de 86
los pensamientos; pero por muchos que sean los casos a los cuales puedan atribuirse estas causas queda aún un número considerable de ellos cuya única explicación lógica es la intervención de los difuntos.
Hemos refutado en otro lugar las objeciones de esta naturaleza (1) y reproducido todo un conjunto de pruebas de la identidad de los espíritus, susceptibles de convencer al investigador exento de partidismos, libre de los prejuicios y de las teorías preconcebidas.
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(1) Véase En lo invisible, Espiritismo y Mediumnidad, 2° parte, assim. - N. del A.
XIX
TESTIMONIOS CIENTIFICOS
Fue en los Estados Unidos de América, en 1848, donde por primera vez en nuestra época llamaron la atención públicamente las manifestaciones espiritistas. Se oían golpes en algunas moradas; los muebles se movían bajo la acción de una fuerza invisible, las mesas se agitaban y golpeaban ruidosamente el suelo. Habiéndosele ocurrido a uno de los espectadores la idea de combinar la letras del alfabeto con el número de los golpes dados, se estableció una especie de telegrafía espiritual y la fuerza oculta pudo conversar con los concurrentes. Dijo ser el espíritu de una persona que había vivido en la misma comarca, entró en detalles muy precisos acerca de su identificación, de la vida y de la muerte de aquella persona, y relató toda clase de particularidades para disipar todas las dudas. Otras almas fueron evocadas y respondieron con la misma precisión. Todas decían estar revestidas de una vestidura fluídica, invisible para nuestros sentidos y, no obstante, material.
Las manifestaciones se multiplicaron rápidamente, invadiendo poco a poco todos los Estados de la Unión. Preocupaban de tal modo a la opinión, que algunos sabios, creyendo ver en ello una causa de perturbación para la razón y para la paz públicas, resolvieron observarlas de cerca, con el fin de demostrar su absurdidad. Así, pues, el juez Edmonds, "Chiefjustice" de la corte suprema de New-York y presidente del Senado, y el profesor de química Mapes, de la Academia nacional. Acudieron para comprobar la realidad y el carácter de los fenómenos espiritistas. Ahora, bien; sus conclusiones, formuladas después de un examen riguroso, en obras importantes, fueron que estos fenómenos eran reales y no podían ser atribuidos más que a la acción de los espíritus.
El movimiento se propagó hasta tal punto que en 1852 fue dirigida al Congreso una petición suscrita en Washington por quince mil personas, a fin de obtener la proclamación oficial de la realidad de los fenómenos.
Un sabio célebre, Roberto Hare, profesor de la Universidad de Pensylvania, se pronunció abiertamente en favor de los espiritistas, publicando una obra que produjo una gran sensación. Esta obra llevaba por título "Experimental Investigations of the Spirit Manifestation", y establecía científicamente la intervención de los espíritus.
Roberto Dale Owen, sabio, diplomático y escritor de renombre, se pronunció igualmente en favor de aquel movimiento de opinión, y escribió varias obras para 87
defenderlo. Una de ellas, "Foot Falls on the Boundary of another World" ("Sobre el límite de otro mundo". 1877), tuvo un éxito considerable.
Hoy, el "Modern Spiritualism" cuenta con millones de adeptos en los Estados Unidos. Están representados por una prensa numerosa.
En el transcurso de los últimos años, las experiencias dirigidas por un cierto número de profesores de las grandes Universidades americanas, con la ayuda de la célebre médium Mrs. Piper (1), proporcionaron a esta teoría importantes adhesiones.
James Hyslop, profesor de psicología de la Universidad de Columbia, en New York, se expresaba así, en su informe acerca de la mediumnidad de aquella señora:
"A juzgar por lo que he visto por mí mismo, no sé cómo podré sustraerme a la conclusión de que la existencia de una vida futura está absolutamente demostrada" (2).
El doctor R. Hodgson escribía, a su vez:
"Creo, sin concebir la menor duda, que los espíritus comunicantes son, en efecto, las personalidades que dicen ser; que han sobrevivido al cambio que nosotros llamamos la muerte, y que han comunicado con nosotros, los denominados vivos, por medio del organismo de Mrs. Piper, adormecida".
El mismo doctor Ricardo Hodgson, fallecido en diciembre de 1906, se manifestó después por conducto mediúmnico, a su amigo el profesor J. Hyslop. Entró en detalles muy extensos y muy precisos acerca de las experiencias y de los trabajos de la Sociedad de investigaciones psíquicas, de la que era presidente en la sección americana. Estos mensajes, perfectamente acordados entre ellos, fueron transmitidos por diferentes médiums que se desconocían unos a otros. Volvieron a encontrarse las palabras y las frases familiares en el comunicante durante su vida (3) .
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En Inglaterra, las manifestaciones espiritistas han sido sometidas al análisis más metódico. Numerosos sabios ingleses las han estudiado con una perseverante y minuciosa atención, y de ellas nos vienen los testimonios más formales.
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(1) Véase En lo invisible, Espiritismo y Mediumnidad, p. 282 y siguientes. - N. del A.
(2) Proceedings S. P. R.., t. XVI. - N. del A.
(3) Journal of the American Society for psychical Researches, noviembre de 1907. - N. del A.
En 1869, la Sociedad Dialéctica de Londres, uno de los grupos más autorizados, nombró una comisión de treinta y tres miembros, sabios, letrados, pastores y magistrados -entre otros, sir John Lubbock, de la Sociedad real (Instituto inglés), Enrique Lewes, hábil fisiólogo, Huxley, Wallace, Crookes, etc., -para examinar y "aniquilar para siempre" los fenómenos espiritistas, "que -decía la exposición- sólo son obra de la imaginación".
Después de dieciocho meses de experiencias y de estudios. La comisión 88
reconoció en su informe la realidad de los hechos y concluyó en favor del espiritismo.
Este informe no indicaba solamente los movimientos de mesa y los golpes; mencionaba también las "apariciones de manos y de formas que no pertenecían a ningún ser humano, y que parecían estar vivas por su acción y su movilidad. Estas manos eran tocadas y cogidas algunas veces por los concurrentes, convencidos de que no eran el resultado de una impostura o de una ilusión".
Uno de los treinta y tres, A. Russel Wallace, el digno émulo de Darwin, se convirtió, después de la muerte de este último, en el más eminente representante del evolucionismo, prosiguió sus investigaciones y consignó el resultado de ellas en una obra -"Miracles and Modern Spiritualism- que tuvo una gran resonancia al otro lado del estrecho. Hablando de los fenómenos, se expresa en estos términos:
"Cuando me entregué a estas investigaciones, era profundamente materialista. No cabía en mi inteligencia la representación de una existencia espiritual. Los hechos, sin embargo, son cosas irrefutables; me vencieron y me obligaron a aceptarlos mucho antes de poder admitir su explicación espiritual. Ello se realizó por grados, bajo la influencia constante de hecho sucesivos que no podían ser descartados ni explicados de ninguna otra manera".
De los sabios ingleses cuyo testimonio público puede ser invocado en favor de la manifestación de los Espíritus, puede citarse a Stainton Moses ("alias" Oxon), profesor de la facultad de Oxford, quien publicó dos volúmenes intitulados "Psychography" -que trata, sobre todo, de los fenómenos de la escritura directa- y "Spirit Identity"; sir Oliver Lodge, rector de la Universidad de Birmingham, del que se hablará más adelante; Var1ey, ingeniero jefe de telégrafos; A. de Morgan, presidente de la Sociedad matemática de Londres, autor de "From Matter of Spirit"; y los profesores Challis, de la Universidad de Cambridge, y Barrett, de la Universidad de Dublin.
Por encima de todos estos nombres, justamente estimados, hay uno más grande y más ilustre, que acaba de inscribirse en la lista de los partidarios y de los defensores del Espiritismo, y es el de sir William Crookes, de la Sociedad real, Academia de Ciencias de Inglaterra.
No existe ciencia alguna que no deba un descubrimiento, un progreso a esta inteligencia sagaz. Los trabajos de Crookes sobre el oro y la plata y su aplicación del sodio al procedimiento de amalgama, son utilizados en todos los lugares de América y de Australia. Con ayuda del heliómetro del observatorio de Greenwich, ha podido fotografiar él primero los cuerpos celestes, y son célebres sus reproducciones de la Luna. Sus estudios acerca de los fenómenos de la luz polarizada y de la espectroscopia no son menos conocidos. Crookes descubrió también el talio. Pero todos estos trabajos son sobrepasados por el magnífico descubrimiento del cuarto estado de la materia, descubrimiento que le asegura un lugar en el panteón de Inglaterra, al lado de Newton y de Herschell, y otro, más duradero aún, en la memoria de los hombres.
Crookes se entregó durante cuatro años al estudio de las manifestaciones espiritistas, construyendo, para comprobarlos científicamente, instrumentos de una precisión y de una delicadeza inauditas. Asistido de un médium notable -la señorita Florencia Cook- y de otros sabios tan rigurosamente metódicos como él mismo, operaba en su laboratorio, rodeado de aparatos eléctricos que hubiesen hecho imposible o mortal toda tentativa de superchería.
En su obra "Investigaciones acerca del Espiritismo", Crokes analiza los diversos géneros de fenómenos observados: movimientos de cuerpos pesados, ejecución de trozos de música sin contacto humano, escritura directa, apariciones de manos en plena luz, apariciones de formas y de fisonomías, etc. Durante varios meses, el espíritu de una joven y agraciada mujer llamada Katie King, estuvo apareciéndose todas las 89
noches a los investigadores, revistiendo por algunos instantes todas las apariencias de un cuerpo humano provisto de órganos y de sentidos, conversando con el señor y la señora Crookes y con los concurrentes, sometiéndose a todas las experiencias exigidas, dejándose tocar, auscultar y fotografiar, después de lo cual se desvanecía como una niebla ligera. Estas curiosas manifestaciones están relatadas extensamente en la obra de Crookes, traducida al francés por Alidel.
La "Society for psychical Researches", otro grupo de sabios, se dedica desde hace treinta años a hacer informaciones profundas: millares de casos han sido revelados por ella y consignados en sus "Proceedings", así como en una obra especial -"Phantasms of the Living"- de los doctores Myers, Gurney y Podmore. Estos explican los fenómenos por la "telepatía" o acción a distancia entre personas humanas. Sin embargo, conviene hacer notar que las apariciones son casi siempre producidas en el momento de la muerte, y a veces después de la muerte de las personas cuyas facciones se reproducen.
La objetividad, la realidad de los hechos sobresale en "Proceedings" y en los testimonios recogidos en el transcurso de la información. Las apariciones, en algunos casos, han impresionado a los animales (4) ; ante su presencia, los perros se sobrecogen de terror, se esconden o huyen; los caballos se detienen de pronto, tiemblan con todos sus miembros, se cubren de sudor y se niegan a avanzar.
Algunas apariciones han dado lugar a impresiones auditivas, táctiles y visuales. Se ha hablado de fantasmas (5) vistos sucesivamente en los diversos pisos de una misma casa por diferentes testigos. En "Phantasms of the Living", se hace mención a menudo de efectos físicos producidos por la acción de los fantasmas, tales como ruidos, golpes, puertas abiertas, objetos movidos, etc.; allí se habla de las voces que predicen los acontecimientos (6). Las apariciones han sido también fotografiadas (7) .
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(4) Proceedings, p. 151. - N. del A.
(5) Proceedings, págs. 102, 107. - N. del A.
(6) Proceedings, p. 305; Phantasms o/ the Living. Páginas 102, 149. - N. del A.
(7) Anales de las Ciencias psíquicas, págs. 356, 361. - N. del A.
La identidad de los difuntos se precisa más aún en las experiencias proseguidas por la misma sociedad con el concurso de los médiums Mrs. Piper y Thomson, de los que nos hemos ocupado en otra parte (8) .
Una obra magistral se publicó en 1903 por F. Myers, de Cambridge, con el título de "Human personality and its survival of bodily death". Contiene una exposición metódica y sustancial de los hechos espiritistas de todos los órdenes, y termina con el boceto de una síntesis filosófica y religiosa basada en los mismos hechos.
El profesor Flournoy, de la Universidad de Ginebra, a pesar de ser muy escéptico en estas materias, ha hecho resaltar en los términos siguientes la importancia de semejante obra:
"Las pruebas y los razonamientos suministrados por Myers, en favor de los fenómenos psíquicos supranormales, constituyen, por su número y por su peso, un conjunto demasiado grande, para que puedan negarse en lo sucesivo, a menos de taparse voluntariamente los ojos, y constituiría una loca necedad apartar de 90
nuestra vista ese conjunto, con el falaz pretexto de que tales hechos no son susceptibles de ser estudiados de una manera científica" (9).
Sir Oliver Lodge, rector de la Universidad de Birmingham, se expresó así en un discurso que pronunció el 10 de septiembre de 1913, como presidente de la "Asociación británica de las Ciencias" :
"Aunque hablo ex cátedra, como uno de los representantes de la ciencia ortodoxa, me abstendré de una nota personal, al resumir el resultado de treinta años de experiencias en la investigación psíquica, investigación comenzada por mí sin predilección alguna por estos estudios y aun con la hostilidad habitual ...
Los fenómenos ocultos, desde el punto de vista científico, me han convencido de que la memoria y los afectos no son limitados en esta combinación con la materia, por la cual sólo pueden manifestarse aquí y ahora, y de que la personalidad persiste más allá de la muerte corporal". (Anales de las Ciencias psíquicas, junio de 1914).
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(8) Véase En lo invisible, Espiritismo y Mediumnidad, capítulo XIX. - N. del A.
(9) Flournoy, Archivos de Psicología, número 7, junio de 1903. N. del A.
El 22 de noviembre de 1914, en una conferencia pronunciada en el Browning Settlement, en Walworth, el mismo sir Oliver Lodge afirmaba, además:
" ... Continuaremos existiendo, seguramente, después de la muerte. Lo digo, porque sé que algunos de mis amigos fallecidos existen aún, puesto que he hablado con ellos.
La comunicación es posible; pero no se puede hacer más que obedecer a las leyes, buscando de antemano sus condiciones. No digo que ello sea cómodo, pero es posible. He conversado con mis amigos difuntos, exactamente como podría hablar con una persona cualquiera en esta audiencia Siendo hombres de ciencia, esos amigos me han proporcionado la prueba de su identidad, la prueba de que eran ellos realmente, y no cualquier personificación o cualquiera otra cosa que emanase de mí mismo.
Tratamos de publicar algunas de estas pruebas.
Os digo con la fuerza de convicción de que soy capaz, que persistimos después de la muerte, que los difuntos continúan interesándose por lo que pasa en la tierra, y que saben muchas más cosas a este respecto que sabemos nosotros mismos ... " (Anales de las Ciencias psíquicas, enero de 1915).
Otros hechos muy personales han venido después a aumentar el número y la importancia de las pruebas que sir Oliver Lodge puede dar en sustentación de sus convicciones. Su hijo Raimundo, ingeniero, que sentó plaza como voluntario, murió en Flandes el 14 de septiembre de 1915, a la edad de veintiséis años.
Unas comunicaciones espiritualistas se entablaron entre el padre y el hijo, y, a consecuencia de estas comunicaciones, sir Oliver Lodge acaba de publicar el hermoso libro "Raimundo o La Vida y la Muerte", libro que arroja una luz nueva acerca de los detalles de la vida del otro mundo.
Esta obra que el padre infortunado ha escrito, no con su pluma de erudito, sino con su corazón, provocará seguramente muchas conversiones entre aquellos que, cruelmente fustigados por la guerra actual (*) , sientan germinar en ellos las esperanzas saludables y 91
no puedan admitir que la muerte sea un fin y lleve consigo la eterna separación.
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(*) Se refiere a la guerra 1914 - 1918. - N. de la E.
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El movimiento espiritista se ha extendido por los países latinos. España posee en cada una de sus principales ciudades una sociedad y un periódico de estudios psíquicos. La agrupación más importante es el "Centro Barcelonés". Una Federación une a todos los grupos y círculos de Cataluña, en número de unos cincuenta.
Italia ha visto producirse manifestaciones imponentes en favor del Espiritismo. Debates apasionados han agitado a las personas sabias, a consecuencia de las experiencias del profesor Chaia con el médium Eusapia Paladino. Este investigador ha reproducido todos los fenómenos notables del espiritismo: predicciones, materializaciones, levitaciones, etc.; hay que añadir a esto modulaciones de pies, de manos y de rostros en parafina derretida, obtenidos en recipientes garantizados de todo contacto humano.
La publicidad dada a estos hechos provocó una viva crítica por parte del célebre profesor Lombroso, de la Universidad de Nápoles. El señor Chaia se ofreció a reproducirlos en su presencia, y varias sesiones tuvieron lugar a fines de 1891, en el aposento del señor Lombroso. Éste, acompañado de los profesores Tamburini, Virgilio, Bianchi y Vizioli, de la Universidad de Nápoles, pudo comprobar la realidad de los hechos espiritistas, comprobación que a su vez hizo pública (10) .
El "Italia del Popolo", periódico político de Milán, publicaba, con fecha 18 de noviembre de 1892, un suplemento especial que contenía las actas de diecisiete sesiones celebradas en aquella ciudad, en casa del señor Finzi, en presencia del mismo médium Eusapia Paladino. Este documento está firmado con los nombres siguientes, que pertenecen a unos cuantos sabios eminentes de diversos países:
Schiaparelli, director del Observatorio Astronómico de Milán; Aksakof, consejero de Estado ruso, director del periódico "Psychische Studien", de Leipzig; doctor Carl du Prel, de Munich; Angelo Brofferio, profesor de filosofía; Gerosa, profesor de física de la Escuela superior de Portici; Ermacora y G. Finzi, doctores en física; Carlos Richet, profesor de la Facultad de Medicina de París, director de la "Revista Científica" (por cinco sesiones); Lombroso, profesor de la Facultad de Medicina de Turín (por dos sesiones).
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(10) Véase El Fenómeno Espiritista, testimonio de los sabios, por Gabriel Delanne, p. 235. - N. del A.
Estas actas comprueban la producción de los siguientes fenómenos, obtenidos en la oscuridad, estando los pies y las manos del médium constantemente sujetos por dos de los concurrentes:
"Transporte sin contacto de objetos diversos -sillas, instrumentos de música, etc.-. Impresiones de dedos sobre papel ennegrecido. Huellas de dedos en la arcilla. Apariciones de manos en un fondo luminoso. Apariciones de luces 92
fosforescentes. Levantamiento del médium sobre una mesa.
Traslado de las sillas con las personas que las ocupaban. Contactos sentidos por los concurrentes. Apariciones de manos humanas y vivas encima de la cabeza del médium. Contacto con una cara humana barbuda". (Estos últimos hechos obtenidos a media luz).
En sus conclusiones, los experimentadores citados establecen que en razón de las precauciones tomadas no era posible ningún fraude. Del conjunto de los fenómenos observados -dicen- se desprende "el triunfo de una verdad que se ha hecho impopular injustamente".
En 1904, el profesor Lombroso publicaba en la "Rivista d'Italia", de Roma, a propósito de los fenómenos psíquicos supranormales, la importante declaración que va a leerse (11):
"Entre estas manifestaciones, pueden citarse la levitación, es decir, el levantamiento del cuerpo sin ningún esfuerzo por parte de la persona que lo ejecuta o que lo experimenta; el movimiento de objetos inanimados, y, lo que es más singular aún, las manifestaciones de seres que poseen una voluntad, una manera de pensar, aunque muy extraña y caprichosa, como si fuesen hombres vivos; a veces, incluso, la presencia de hechos, antes de haberlos observado, me fue preciso aceptarlos cuando, a pesar mío, las pruebas más manifiestas y más palpables se me presentaron delante de los ojos; no me he considerado en el deber de negar estos hechos porque no llegase a explicármelos. Por otra parte, como las leyes de las ondas hertzianas explican en su mayor parte, la telepatía, así como los nuevos descubrimientos acerca de las propiedades radioactivas de ciertos metales, sobre todo el radium, destruyen la más seria objeción que el sabio pudiese hacer a las misteriosas manifestaciones espiritistas. Estos descubrimientos nos prueban, en efecto, que pueden existir, no breves manifestaciones sólo, sino un desenvolvimiento perpetuo y enorme de energía, de luz y de calor sin pérdida aparente de materia".
El profesor Milesi, de la Universidad de Roma, "uno de los campeones más estimados de la joven escuela psicológica italiana", conocido en Francia por sus conferencias de la Soborna sobre la obra de Aug. Comte, va más lejos aún. Firma el acta de las sesiones a las cuales asistía y en las que se produjeron materializaciones de espíritus, entre otras las de su propia hermana fallecida hacía tres años en Cremona (12).
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(11) Reproducido por la Revista de Estudios Psíquicos, Paris, marzo de 1904-- N. del A.
(12) Véase la Revista de Estudios Psíquicos, marzo de 1904, p.80. _ N. del A..
Más recientemente, el mismo profesor Lombroso, al dar cuenta de sus experiencias en la revista italiana "Arena", relataba los hechos siguientes (13):
"Después del transporte de un objeto muy pesado, Eusapia, en un estado de excitación, me dijo: "¿Por qué pierdes el tiempo en esas bagatelas? Soy capaz de hacerte ver a tu madre; pero es preciso que pienses fuertemente en ello".
Interesado por aquella promesa, después de media hora de sesión, sentí el 93
intenso deseo de verla cumplida, y la mesa pareció dar su asentimiento, con sus movimientos habituales de levantamientos sucesivos, ante mi pensamiento íntimo. De pronto, en la semioscuridad de la luz roja, vi salir de entre las cortinas una figura un poco inclinada, como era la de mi madre, y cubierta con un velo, que dio la vuelta a la mesa para llegar hasta mí, murmurando unas palabras que algunos oyeron, pero que mi ligera sordera no me dejó entender.
Cuando, bajo la acción de una viva emoción, le supliqué que las repitiese, me dijo: "Coesar figlio mio!", lo cual confieso que no era su expresión ordinaria. En efecto, como era veneciana, decía "mio fiol". Luego, apartando sus velos, me dio un beso" .
. . . Lombroso recuerda después las comunicaciones, escritas o habladas, en lenguas extranjeras, las revelaciones de hechos desconocidos, tanto por el médium como por los concurrentes, y los hechos de telepatía. Más adelante, dice:
"Conviene agregar que los casos de casas alquiladas en las cuales, durante algunos años, se reproducen las apariciones o los ruidos, coincidiendo con el relato de muertes trágicas y observados sin la presencia de los médiums, dicen mucho contra la acción exclusiva de éstos y en favor de la acción de los difuntos".
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(13) Véanse también los Anales de las Ciencias Psíquicas, febrero de 1908. - N. del A.
xx
EL ESPIRITISMO EN FRANCIA
Francia no podría, como Inglaterra, presentarnos tres académicos espiritistas. Los sabios de nuestro país, más que los de cualquiera otra parte quizá, han demostrado indiferencia o una reserva de partidismo con respecto a las manifestaciones psíquicas. Hay, sin embargo, brillantes excepciones. Señalemos solamente al astrónomo Camilo Flammarion, cuyo estilo encantador ha popularizado la ciencia de los mundos. El interés que se toma por las ciencias ocultas se ha manifestado en su discurso pronunciado sobre la tumba de Allan Kardec, y después, con la publicación de su libro "Lo Desconocido y los Problemas psíquicos", en el que relata 187 casos de apariciones y fenómenos telepáticos, la mayor parte con coincidencia de muerte.
En 1887, el doctor Pablo Gibier, discípulo de Pasteur, que fue director del Instituto antirrábico de New York, publicó dos obras: "El Espiritismo o Fakirismo occidental" y "Análisis de las cosas", en las cuales estudiaba a conciencia y afirmaba con valentía la existencia de los hechos espiritistas.
El doctor Gibier, ayudado por el médium Slade, estudió de una manera muy especial la escritura directa en pizarra, a la que dedicó treinta y tres sesiones. Numerosos mensajes en varias lenguas fueron obtenidos en el interior de pizarras dobles, proporcionadas por el experimentador y adheridas una contra otra.
"Observamos estos fenómenos -escribe (1)- tantas y tantas veces, y bajo formas tan variadas, que debemos decir no podemos creer en nada de lo que vemos todos los días en la vida ordinaria, si ha de prohibírsenos que nos atengamos a nuestros sentidos en este caso particular". 94
En 1900, este mismo sabio dirigía al Congreso internacional oficial de Psicología, reunido en París, una memoria relatando numerosas materializaciones de fantasmas, observadas en su propio laboratorio de New York, en presencia de varios testigos, principalmente de los preparadores que le asistían habitualmente en sus estudios de biología (2) .
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(1) El Espiritismo o Fakirismo occidental, p. 340. – N. del A.
(2) Véase Resumen oficial del IV Congreso internacional de psicología, p. 675, reproducida in extenso en los Anales de las Ciencias psíquicas, febrero de 1901. - N. del A.
Es sobre todo en el mundo de las letras y de las artes donde encontramos numerosos partidarios y defensores de los fenómenos espiritistas y de las doctrinas que con ellos se relacionan. Citemos, entre los escritores que se han pronunciado en este sentido, a Eugenio Nus, el autor de "Los Grandes Misterios" y de "Cosas del otro mundo"; Vacquerie, que expuso su opinión sobre este punto en "Las Migajas de la Historia"; Víctor Hugo, Mauricio Lachátre, Teófilo Gautier, Victoriano Sardou, C. Fauvety, Ch. Lomon, Eugenio Bonnemere, Alejandro Hepp, etc.
Casi siempre se han intentado en Francia fuera de las academias las experiencias espiritistas, y a eso se debe, sin duda, la. poca atención sostenida que se las ha prestado. De 1850 a 1860, las mesas giratorias hicieron furor; la manía era general, y no había fiesta ni reunión íntima que no terminase sin algunos ejercicios de este género. Y, entre las muchas personas que tomaban parte en aquellas reuniones y se divertían con el fenómeno, ¿cuántas entrevieron sus consecuencias desde el punto de vista científico y moral, y la importancia de las soluciones que proporcionaba a la humanidad? Se dejó de hacer preguntas triviales a los espíritus. La moda de las mesas giratorias pasó, como pasan todas las modas, y después de alguno que otro suceso resonante, el espiritismo cayó en descrédito.
Sin embargo, a falta de sabios oficiales, Francia poseía un hombre que debía desempeñar un papel considerable, universal, en el acontecimiento del espiritismo.
Allan Kardec, después de haber estudiado durante diez años, por el método positivo, con una razón esclarecida y una paciencia infatigable, las experiencias hechas en París; después de haber recogido los testimonios y los indicios que recibía de los distintos puntos del globo, coordinó este conjunto de hechos, dedujo sus principios generales y compuso todo un cuerpo de doctrina, contenida en cinco volúmenes cuyo éxito fue tal que algunos de ellos alcanzan hoy más allá de su trigésima edición. Dichos volúmenes son: "El libro de los Espíritus" (parte filosófica), "El Libro de los Médiums" (parte científica), "El Evangelio según el Espiritismo" (parte moral), "El cielo y el Infierno según el Espiritismo" y "El Génesis".
Allan Kardec fundó la "Revista Espiritista", que se convirtió en el órgano, en el medio de unión de los espiritistas del mundo entero, y en la cual se puede seguir la evolución lenta y progresiva de esta revelación moral y científica.
La obra de Allan Kardec constituye, pues, el resumen de las enseñanzas comunicadas a los hombres por los espíritus, en un número considerable de grupos repartidos por los diversos puntos de la tierra, durante un período de veinte años.
Estas comunicaciones no tienen nada de sobrenatural puesto que los espíritus son seres semejantes a nosotros, sometidos como nosotros a las leyes de la naturaleza, y, 95
como nosotros, provistos de un cuerpo, más sutil -es verdad- más etéreo que el cuerpo carnal y que sólo impresionan nuestros sentidos en condiciones determinadas.
Allan Kardec, como escritor, se manifestó de una claridad perfecta y de una rigurosa lógica. Todas sus deducciones se afirman sobre hechos adquiridos afirmados por millares de testigos. A su vez, la filosofía desciende de las alturas abstractas donde mora, y se hace sencilla, popular, accesible a todos. Despojada de sus formas anticuadas, puesta al alcance de las más humildes inteligencias, proporciona esperanza, consuelo y luz a los que indagan y a los que sufren, demostrando la persistencia de la vida más allá de la tumba.
La doctrina de Allan Kardec -nacida, no podría decirse si de la observación metódica y de la experiencia rigurosa- no puede considerarse como un sistema definitivo, inmutable, fuera y por encima de las conquistas futuras de la ciencia. Resultado combinado de los conocimientos de dos mundos, de dos humanidades que compenetran la una con la otra, pero que son ambas imperfectas, y que ambas caminan hacia la verdad y hacia lo desconocido, la doctrina de los Espíritus se transforma sin cesar por el trabajo y el progreso, y, aunque superior a todos los sistemas y a todas las filosofías del pasado, permanece abierta a las rectificaciones, a los esclarecimientos del porvenir.
A partir de la muerte de A. Kardec, el espiritismo ha realizado una evolución considerable, asimilándose el fruto de los trabajos de cuarenta años. El descubrimiento de la materia radiante y de los rayos catódicos, los sutiles análisis de los sabios ingleses y americanos, hechos con cuerpos fluidicos, con las envolturas periespiritales o formas revestidas por los espíritus en sus apariciones, todos estos progresos han abierto al espiritismo un horizonte nuevo. Se ha lanzado hacia él sin temor; gracias a estos estudios minuciosos, ha penetrado la naturaleza íntima del mundo fluidico, y podrá luchar en lo sucesivo en igualdad de armas contra sus adversarios en el terreno de la ciencia, que se le ha hecho familiar.
Los Congresos espiritistas reunidos en París en 1889 y 1900 han demostrado toda la vitalidad de una doctrina a la que se creía sepultada bajo el sarcasmo y la burla. Centenares de delegados, procedentes de los diversos puntos del mundo, asistieron a las sesiones; ochenta revistas y periódicos estuvieron representados en ellas. Hombres de gran saber y de alta posición -médicos, magistrados, profesores, hombres de iglesia, incluso-, pertenecientes a las naciones más diversas -franceses, españoles, italianos, belgas, suizos, rusos, alemanes, suecos, etc.- tomaron parte en los debates.
Los miembros de las escuelas representadas en aquellos congresos -espiritistas, teósofos, ocultistas, swedenborgianos-, tienen una unión perfecta, afirmaron por unanimidad los dos principios siguientes:
1° "Persistencia del Yo consciente después de la muerte".
2° "Relación entre los vivos y los muertos" (3) .
Ya el Congreso espiritista de 1889, despertando la atención pública, había estimulado el espíritu de examen y provocado todo un conjunto de estudios y de experiencias científicas. Una "Sociedad de investigaciones psíquicas" fue fundada en París por el profesor Carlos Richet, de la Academia de Medicina, y el coronel de Rochas, entonces administrador de la Escuela Politécnica. Su primer cuidado fue el de abrir una información sobre los fenómenos de aparición y sobre todos los hechos de psicología experimental observados en Francia. Una revista especial, los "Anales de las Ciencias psíquicas", dirigida por el doctor Dariex y por el profesor Richet, da cuenta de sus trabajos y de los de las sociedades extranjeras.
Unas experiencias, con el concurso del médium Eusapia Paladino, tuvieron lugar en la isla Roubaud, en casa del señor C. Richet, en 1894; en el Agnélas (Isere), en casa del señor de Rochas, en 1895, y dieron resultados idénticos a los obtenidos en Milán, en 1892.
El Congreso internacional de psicología experimental, celebrado en Londres en 1892, puso de manifiesto las profundas modificaciones que se habían producido en 96
este punto, durante pocos años, en relación con la ciencia.
El señor C. Richet abordó francamente la cuestión de la nueva psicología: fenómenos espiritistas, telepatía, doble visión, etc. El eminente profesor se pregunta, primeramente, en su exposición (4): "¿Existe esa psicología oculta?"
"Para nosotros -responde-, la cuestión no es dudosa: existe; no es posible que tantos hombres distinguidos de Inglaterra, de América, de Francia, de Alemania, de Italia, etc., se hayan equivocado grosera y burdamente. Todas las objeciones que se les han hecho las habían pesado y discutido; no se les ha enseñado nada al advertírseles la posibilidad de la casualidad o del fraude; habían pensado en ello mucho antes de que se les hubiese advertido, de suerte que me cuesta trabajo creer que todos sus trabajos hayan sido estériles, y que se hayan meditado, experimentado y reflexionado fundándose en engañosas ilusiones".
El señor C. Richet recordó a los miembros del Congreso cuánto se han arrepentido las academias muchas veces de haber negado a priori los más hermosos descubrimientos. Les conjuró a que no volviesen a caer a la sazón en la misma falta. Demostró qué resultados poderosos pueden obtenerse, bien para la ciencia, bien para la filosofía, con el estudio de la psicología nueva, basada en los hechos.
En un artículo del "Fígaro" del 9 de octubre de1904, intitulado "Más allá de la ciencia", el señor Richet llegaba aún más lejos en el camino de las afirmaciones:
"El mundo oculto existe -escribía-. A riesgo de ser considerado por mis contemporáneos como un insensato, creo que hay fantasmas".
Estos últimos años se han publicado notables trabajos en Francia sobre el espiritismo y las cuestiones anejas por el coronel de Rochas, el doctor Geley, el doctor Dupouy y el señor Maxwell, abogado general del juzgado de París.
Un Instituto psicológico se creó en París bajo la presidencia del difunto doctor Duclaux, al cual sucedió el señor d'Arsonval, profesor del Colegio de Francia, para el estudio de la telepatía, de la sugestión y de los fenómenos de la mediumnidad. Otras sociedades de estudios psíquicos se fundaron en Nancy, Marsella, Niza, Montpellier, Tolosa, etc.
El movimiento psíquico se ha ido extendiendo poco a poco y ha llenado el país entero. Se deja sentir ahora hasta en los ambientes más elevados. Algunos representantes de la alta ciencia comprenden hoy toda su importancia.
El señor Boutroux, profesor de la Facultad de Letras de París, miembro del Instituto, escribía recientemente:
"Un estudio amplio y completo del psiquismo no ofrece solamente un interés de curiosidad, ni siquiera científico, sino que interesa además muy directamente a la vida y al destino de los individuos y de la humanidad" (5).
El doctor Duclaux, director del Instituto Pasteur, en una conferencia pronunciada en el Instituto general psicológico, decía:
"No sé si opinaréis como yo; pero este mundo poblado de influencias que padecemos sin conocerlas, penetrado de ese quid divinum que adivinamos sin conocerlo al detalle, ese mundo del psiquismo es un mundo más interesante que aquél en el cual se ha confinado hasta aquí nuestro pensamiento. Tratemos de abrirlo con nuestras investigaciones. Hay en él inmensos descubrimientos por hacer y que aprovecharán a la humanidad" (6). 97
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(3) El Congreso espiritista y espiritualista internacional de París, de 1900, afirmó por unanimidad su creencia en los principios y hechos siguientes:
Existencia de Dios, Inteligencia suprema, causa prima de todas las cosas. Pluralidad de los mundos habitados. Inmortalidad del alma; sucesión de sus existencias corporales en la tierra y en otros globos del espacio. Demostración experimental de la supervivencia del alma humana por la comunicación mediúmnica con los espíritus. Condiciones afortunadas o desgraciadas de la vida humana, en razón de las adquisiciones anteriores del alma, de sus méritos o de sus deméritos y de los progresos que debe realizar. Perfeccionamiento infinito del ser. Solidaridad y fraternidad universales. - N. del A.
(4)Reproducido por los Anales de las Ciencias psíquicas, diciembre de 1892. - N. del A.
(5)Reproducido por Le Matin del 14 de marzo de 1908. - N. del A.
(6) Reproducido por Le Matin del 14 de marzo de 1908. - N. del A.
XXI
EL PERIESPIRITU O CUERPO FLUIDICO
En su negación de la existencia del alma, los materialistas han argüido con frecuencia la dificultad de concebir un ser privado de forma. Los espiritualistas mismos no se explicaban cómo el alma, inmaterial, imponderable, podía unirse estrechamente y mandar en el cuerpo material, de naturaleza esencialmente diferente. Estas dificultades han encontrado su solución en las experiencias del espiritismo.
Como hemos dicho precedentemente, el alma, durante la vida corporal, así como después de la muerte, está constantemente revestida de una envoltura fluídica, más o menos sutil o etérea, que Allan Kardec ha llamado "periespíritu" o cuerpo espiritual. El periespíritu sirve de unión entre el cuerpo y el alma; transmite a ésta las impresiones de los sentidos y comunica al cuerpo las voluntades del espíritu. En el momento de la muerte, se separa de la materia tangible, abandona el cuerpo y las descomposiciones de la tumba, y, siendo inseparable del alma, conserva la forma exterior de su personalidad.
El periespíritu, pues, es un organismo fluidico; es la forma preexistente y superviviente del ser humano, el "substratum" sobre el cual se modela la envoltura carnal, como una vestimenta invisible formada por una materia quintaesenciada, que penetra todos los cuerpos, por muy impenetrables que nos parezcan (1) .
La materia grosera, incesantemente renovada por la circulación vital, no es la parte estable y permanente del hombre. El periespíritu es el que asegura el mantenimiento de la estructura humana y las facciones de la fisonomía en todas las épocas de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Desempeña, pues, el papel de un molde compresible y expansible sobre el cual se incorpora la materia terrestre.
Este cuerpo fluidico no es, sin embargo, inmutable; se purifica y se ennoblece con el alma; la sigue a través de sus encarnaciones sinnúmero, sube con ella por las gradas de la escala jerárquica, se hace cada vez más diáfana y brillante, para resplandecer un día con esa luz esplendorosa de que hablan las Biblias antiguas y los testimonios de la historia, en lo relativo a ciertas apariciones. 98
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(1) La existencia de este estado sutil de la materia está demostrada científicamente por las experiencias de G. Le Bon, Curie, Becquerel, etc., sobre la radioactividad de los cuerpos. - N. del A.
El periespíritu conserva todos los conocimientos del ser viviente. En el cerebro de ese cuerpo espiritualizado es donde; se almacenan los conocimientos y se imprimen en líneas fosforescentes, y sobre el cual se modela y se forma el cerebro del niño en la reencarnación. Así, el haber intelectual del espíritu, lejos de perderse, se capitaliza y aumenta con sus existencias. De ahí las aptitudes extraordinarias que presentan algunos seres precoces, particularmente dotados.
La elevación de sentimientos, la pureza de la vida, los transportes hacia el bien y el ideal, las pruebas y los sufrimientos pacientemente soportados refinan cada vez más el periespíritu, lo extienden y multiplican sus vibraciones. Como una acción química, consumen las partículas groseras y sólo dejan subsistir las más sutiles, las más desleídas.
Por un efecto inverso, los apetitos materiales, las pasiones bajas y vulgares reaccionan sobre el periespíritu y lo hacen más pesado, más denso y más oscuro. La atracción de los globos inferiores, como la Tierra, se ejerce con fuerza sobre estos organismos, que conservan en parte las necesidades del cuerpo y no pueden satisfacerlas. Las encarnaciones de los espíritus que están dotados de tales necesidades se suceden rápidamente, hasta que el progreso, por el sufrimiento, llega a atenuar sus pasiones, a sustraerles a las influencias terrenales y darles accesos a mundos mejores.
Una correlación estrecha une los tres elementos constitutivos del ser. Cuanto más educado está el espíritu, más sutil, ligero y brillante es el periespíritu y más exento está el cuerpo de pasiones, más moderado es en sus apetitos y en sus deseos. La nobleza y la dignidad del alma resaltan en el periespíritu, al que hacen más armonioso de formas y más etéreo; sobresalen, incluso, en el cuerpo mismo; la superficie, entonces, se ilumina con el reflejo de una llama interior.
Por estos fluidos más o menos sutiles es por los que el periespíritu comunica con el alma y se une al cuerpo. Estos fluidos, aunque invisibles, tienen lazos poderosos que les encadenan la materia desde el nacimiento hasta la muerte, y, para los sensuales, hasta la disolución del organismo. La agonía nos representa la suma de esfuerzos realizados por el periespíritu para soltarse de sus ligaduras carnales.
El fluido vital cuya fuente es el periespíritu representa un papel considerable en la economía. Su existencia y su modo de acción pueden explicar muy bien los problemas patológicos. A la vez agente de transmisión de las sensaciones externas y de las impresiones íntimas, es comparable al hilo telegráfico que recorre una doble corriente.
La existencia del periespíritu era conocida por los antiguos. Con los nombres de "ochema" y de "feruer", los filósofos griegos y orientales designaban a la envoltura del alma "lúcida, etérea y aromal". Según los persas, cuando la hora de la encarnación ha llegado, el feruer atrae y condensa a su alrededor las moléculas materiales necesarias para la constitución del cuerpo; luego las restituye a los elementos con la muerte para adoptar en otros ambientes nuevas envolturas carnales.
El cristianismo presenta igualmente las huellas de creencia. San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios, expresa en estos términos:
"El hombre está en la tierra como un cuerpo animal, y resucitará como un cuerpo espiritual. Del mismo modo que tiene un cuerpo animal tiene un cuerpo espiritual". 99
Aunque la existencia del periespíritu fue afirmada en diversas épocas, al espiritismo es al que corresponde determinar su naturaleza y su papel exacto. Gracias a las experiencias de Crookes y de otros sabios, sabemos que el periespíritu es el instrumento con cuya ayuda se realizan todos los fenómenos del magnetismo y del espiritismo. Ese cuerpo espiritual es un verdadero receptáculo de fluidos que el alma pone en acción por medio la voluntad. Él es el que, lo mismo en el sueño ordinario que en el sueño provocado, se separa del cuerpo material, se traslada a distancias considerables, y, en la oscuridad de la noche, lo mismo que en medio de la claridad del día, ve, observa, oye las cosas que el cuerpo no podría conocer.
El periespíritu tiene sus sentidos, análogos a los del cuerpo pero de una potencia muy superior. Ve con la luz espiritual diferente a la luz de los astros y que los sentidos no pueden percibir, aunque está esparcida por todo el universo.
La permanencia del cuerpo fluidico, después como antes de la muerte, explica también el fenómeno de las apariciones o materializaciones de los espíritus. El periespíritu, en la vida libre del espacio, posee virtualmente todas las fuerzas que constituyen el organismo humano, pero no las pone en acción. Una vez que el espíritu se encuentra en las condiciones deseadas, es decir, una vez que puede prestar el médium la materia fluídica y la fuerza vital necesarias, se las asimila y reviste poco a poco las apariencias de la materia terrestre. La corriente vital circula en él, y, bajo la acción del fluido prestado, las moléculas físicas se acumulan según las líneas esenciales del periespíritu; el cuerpo humano se constituye, y el organismo entra en funciones.
Las fotografías y los vaciados nos demuestran que ese cuerpo reconstituido es idéntico al que el espíritu animaba en la tierra. Pero esta vida no puede ser más que temporal y fugitiva, puesto que es anormal, y los elementos que la producen, después de una breve asociación, vuelven a sus respectivos puntos de origen.
XXII
LOS MEDIUMS
Las facultades del periespíritu, sus medios de percepción y de separación, por muy desarrollados que estén en algunos sujetos, no pueden nunca, sin embargo, ejercerse en su plenitud durante el período de encarnación, es decir, durante la vida terrena. El periespíritu está entonces estrechamente unido al cuerpo. Prisionero en esta envoltura espesa y oscura, no puede alejarse de ella sino por algunos momentos y en condiciones particulares. Sus recursos permanecen latentes; de eso procede la debilidad de nuestra memoria, impotente para remontarse al transcurso de nuestras existencias pasadas.
Devuelta a la vida espiritual, el alma recobra la completa posesión de sí misma; el periespíritu recobra la plenitud de sus percepciones. Pueden en lo sucesivo obrar de acuerdo sobre los fluidos, impresionar los organismos y los cerebros humanos. Ahí está el secreto de las manifestaciones espiritistas. Un magnetizador ejerce una acción poderosa sobre un sujeto, provoca su separación, suspende en él la vida material. Del mismo modo, los espíritus o almas desencarnadas pueden, por la voluntad, dirigir corrientes magnéticas sobre ciertos seres humanos, influenciar sus órganos y, por medio de su intermediario, comunicar con los habitantes de la tierra. Estos seres, 100
especialmente puros, por la delicadeza y la sensibilidad de su sistema nervioso, en la manifestación de los espíritus, reciben el nombre de "médiums". Sus aptitudes son múltiples y variadas.
Los médiums son los sensitivos, los clarividentes, aquellos cuya vista orada la niebla opaca que nos oculta los mundos etéreos, y que, mediante un esclarecimiento, llegan a entrever algo de la vida celeste. Los hay que tienen la facultad de ver a los espíritus y de oírles la revelación de las leyes superiores.
Todos somos médiums, es verdad; pero en grados muy diferentes. Muchos lo son y lo ignoran. No hay hombres sobre los cuales no obre la influencia, buena o mala, de los espíritus. Vivimos en medio de una multitud invisible que asiste silenciosa y atenta a los detalles de nuestra existencia y participa con el pensamiento de nuestros trabajos, de nuestros goces y de nuestras penas. En esa multitud han ocupado un puesto la mayor parte de los que hemos encontrado en la tierra y cuya vestidura usada acompañamos hasta el campo fúnebre. Parientes, amigos, indiferentes, enemigos, todos subsisten y son conducidos por la atracción de las costumbres y de los recuerdos hacia los lugares y hacia los hombres a quienes conocieron. Estos seres invisibles nos influencian, nos observan, nos inspiran en nuestra descendencia, y, en algunos casos, incluso nos obsesionan y nos persiguen con su odio y con su venganza.
Todos los escritores conocen las horas de inspiración en que su pensamiento se ilumina con claridades inesperadas, en que las ideas brotan como un torrente bajo su pluma. ¿Quién de nosotros, en los momentos de tristeza, de anonadamiento y de desesperación, no se ha sentido a veces reanimado, reconfortado por una acción íntima y misteriosa?. Y los inventores, los soldados del progreso, todos aquellos que luchan por engrandecer el dominio y el poder de la humanidad, todos ellos ¿no han sido beneficiados con el auxilio invisible que nuestros superiores saben proporcionarles en las horas decisivas?. Escritores súbitamente inspirados, inventores rápidamente iluminados, son también médiums intuitivos e inconscientes.
En otros, la facultad de comunicar con los espíritus reviste una forma más clara, más acentuada. Unos sienten su mano impulsada por una fuerza extraña, y llenan el papel de consejos, de avisos, de enseñanzas variadas. Otros, ricos en fluido vital, ven agitarse las mesas bajo sus dedos, y obtienen, por medio de los golpes de estos muebles, comunicaciones más lentas, aunque más precisas y más propias para convencer a los incrédulos.
Algunos, sumidos por la influencia de los espíritus en el sueño magnético, abandonan la dirección de sus órganos a los huéspedes invisibles, que usan de ellas para conversar con los encarnados como en la época de sus vidas corporales. Nada más extraño y más sobrecogedor que ver desfilar sucesivamente por la envoltura frágil y delicada de una dama, y aun de una muchacha, las personalidades más diversas, el espíritu de cualquier difunto, de un sacerdote, de un artesano, de una sirvienta, revelándose con las aptitudes características, con el lenguaje que les era familiar durante su existencia aquí abajo (1) .
Frecuentemente, los espíritus conocidos y queridos por los concurrentes llegan a afirmar su presencia y su inmortalidad, a prodigar a aquellos a quienes dejaron en e1 camino arduo de la vida las exhortaciones y las alentaciones, a manifestarles a todos la finalidad suprema. ¿Quién podrá describir las efusiones, los transportes, los llantos de aquellos de quienes un padre, una madre o una esposa amada llegan, del seno de los espacios, para consolarlos y reconfortarlos con su afecto y sus consejos.
Algunos médiums facilitan con su presencia el fenómeno de las apariciones, o, más bien, según una expresión consagrada, las materializaciones de los espíritus. Estos prestan a los periespíritus de dichos médiums una suficiente cantidad de fluido, se lo asimilan con la voluntad y condensan su propia envoltura hasta hacerla visible y, algunas veces, tangible.
Algunos médiums sirven también de intermediarios a los espíritus para transmitir a los enfermos y a los achacosos efluvios magnéticos que alivian y algunas 101
veces curan a esos desgraciados. Esta es una de las formas más grandes y más útiles de la mediumnidad.
Muchas sensaciones inexplicables provienen de la acción oculta de los espíritus. Por ejemplo, los presentimientos que nos advierten de una desgracia, de la pérdida de un ser amado son causados por las corrientes fluídicas que los desencarnados proyectan hacia aquellos que les son queridos. El organismo percibe estos efluvios, pero rara vez el pensamiento del hombre trata de analizados. Hay, sin embargo, en el estudio y en la práctica de las facultades mediúmnicas un manantial de enseñanzas elevadas.
No obstante, podría verse erróneamente en ellas privilegios o favores. Cada uno de nosotros, como hemos dicho, llevamos los rudimentos de una mediumnidad que puede desarrollarse al ejercerla. La voluntad, en esto como en tantas otras cosas, desempeña un papel muy importante. Las aptitudes de algunos médiums célebres se explican por la naturaleza particularmente sutil de su organismo fluidico, que se presta admirablemente a la acción de los espíritus.
Casi todos los grandes misioneros, los reformadores, los fundadores de religiones eran poderosos médiums, en comunicación constante con los invisibles, de los cuales recibían sus fecundas inspiraciones. Su vida entera es un testimonio de la existencia del mundo de los Espíritus y de sus relaciones con la humanidad terrena.
Así se explican -aparte exageraciones y leyendas- numerosos hechos históricos calificados de sobrenaturales y de maravillosos. La existencia del periespíritu y de las leyes de la mediumnidad nos indica con la ayuda de qué medios se ejerce, a través de las edades, la acción de las espíritus sobre los hombres. La Egeria de Numa, los sueños de Scipión, los genios familiares de Sócrates, del Tasso, de Jerónimo Cardan; las voces de Juana de Arco, las inspiraciones de Cévennes, la videncia de Prévorst y otros mil hechos análogos, considerados a la luz del espiritualismo moderno, pierden para los ojos del pensador todo carácter natural y misterioso.
Con estos hechos, sin embargo, se revela la gran ley de solidaridad que une a la humanidad terrestre con las humanidades del espacio. Emancipados de las trabas de la carne, los Espíritus superiores pueden apartar la espesa cortina que les ocultaba las grandes verdades. Las leyes eternas se les aparecen libres de las sombras en que los sofismas y los miserables intereses personales las envuelven aquí abajo. Animados por un ardiente deseo de cooperar aún al movimiento ascensional de los seres, vuelven a descender hacia nosotros y se ponen en relación con aquellos humanos cuya constitución sensitiva y nerviosa les hace aptos para desempeñar el papel de médiums. Con sus enseñanzas y sus saludables avisos, trabajan, con la ayuda de tales intermediarios, por el progreso moral de las sociedades terrestres.
Conviene hacer notar, sin embargo, que, en general, los médiums no comprenden bien, en nuestros días, la necesidad de una vida pura y ejemplar para entrar en comunicación con las altas personalidades del espacio. En la antigüedad, los sujetos -mujeres con preferencia- eran escogidos desde la infancia, educados cuidadosamente en los templos y en los recintos sagrados y rodeados de todo cuanto podía desarrollar en ellos el sentido de lo grande. Tales eran las vestales romanas, las sibilas griegas y las druidesas de la isla de Sein. Por el intermediario, se consultaba con los dioses o Espíritus superiores, y las respuestas eran casi siempre precisas.
Juana de Arco fue también un médium de este orden, al recibir las inspiraciones celestiales. Hoy, estas condiciones de pureza y de elevación de pensamiento son más difíciles de realizar. Muchos médiums padecen influencias materiales, hasta groseras, y llegan, incluso, a utilizar sus facultades con fines vulgares. De aquí el carácter inferior de algunas manifestaciones, la falta de protección eficaz y la intervención de espíritus retrógrados.
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(1) Véase En lo Invisible: Espiritismo y Mediumnidad, II parte.- N. del A. 102
XXIII
LA EVOLUCION ANIMICA y PERIESPIRITAL
Las relaciones seculares de los hombres y los espíritus, confirmadas y explicadas por las experiencias recientes del espiritismo, demuestran la supervivencia del ser bajo una forma fluidica más perfecta.
Esta forma indestructible, compañera y servidora del alma, testigo de sus luchas y de sus sufrimientos, participa, como hemos visto, de sus peregrinaciones y se eleva y se purifica con ella. Formado en las regiones inferiores, el ser periespirital asciende lentamente por la escala de las existencias. Sólo es en principio un ser rudimentario, un bosquejo incompleto. Al llegar a la humanidad, comienza a reflejar sentimientos más elevados; la inteligencia resplandece con mayor poder, y el periespíritu se ilumina con nuevos resplandores. De vida en vida, a medida que las facultades se extienden, las aspiraciones se purifican y el campo de los conocimientos se ensancha, el periespíritu se enriquece con nuevos sentidos. Cada vez que acaba una encarnación, como una mariposa que escapa de su crisálida, el cuerpo espiritual se separa de los andrajos de la carne. El alma vuelve a recobrarse entera y libre, y considerando el manto fluidico que la recubre en su aspecto espléndido o miserable, comprueba su propio estado de adelanto.
Del mismo modo que la encina conserva en sí la huella de sus desarrollos anuales, así el periespíritu conserva, bajo sus apariencias presentes, los vestigios de las vidas anteriores, de los estados recorridos sucesivamente. Estos vestigios reposan en nosotros frecuentemente olvidados, pero en cuanto el alma los evoca y despierta su recuerdo, reaparecen como testigos y jalonan el camino larga y penosamente recorrido.
Los espíritus retrógrados tienen espesas envolturas, impregnadas de fluidos materiales. Sienten, aun después de la muerte, las impresiones y las necesidades de la vida terrena. El hambre, el frío y el dolor existen para los más groseros. Su organismo fluidico, oscurecido por las pasiones, no puede vibrar sino débilmente, y sus percepciones son mucho más restringidas. No saben nada de la vida del espacio. Todo es tinieblas en ellos y a su alrededor.
El alma pura, libre de las atracciones bestiales, transforma su periespíritu y la hace semejante a ella. Cuanto más sutil es el periespíritu, con más fuerza vibra y más se extienden sus percepciones y sus sensaciones. Participa de ciertos modos de existencia cuya idea apenas podemos tener. Se embriaga con los goces de la vida superior, de las magníficas armonías del infinito. Tal es la tarea del espíritu humano y tal es su recompensa: por sus largos trabajos, proveerse de nuevos sentidos, de una delicadeza y de una potencia sin límites; dominar las pasional brutales, hacer de la espesa envoltura primitiva una forma diáfana, resplandeciente de luz. He aquí la obra asignada a todos y que todos deben proseguir, a través de las etapas innumerables, en el camino maravilloso que los mundos trazan a su paso. 103
XXIV
CONSECUENCIAS FILOSOFICAS y MORALES
Los hechos espiritistas tienen grandes consecuencias filosóficas y morales. Proporcionan la solución, tan clara como completa, de los grandes problemas que han agitado, a través de los siglos, a todos los sabios y.pensadores de todos los países: el problema de nuestra naturaleza íntima, tan misterioso, tan poco conocido, y el problema de nuestro destino. La supervivencia y la inmortalidad, hasta aquí simples esperanzas, puras intuiciones del alma, aspiraciones hacia un estado mejor o concepto de la razón, están probadas para lo sucesivo, así como también la comunión entre vivos y muertos, que es la consecuencia lógica de ello. La duda no es posible ya. El hombre es inmortal. La muerte no es más que un cambio de estado.
De este hecho y de la enseñanza de los Espíritus, se deduce, además, la certidumbre de la pluralidad de nuestras existencias terrenales. La evolución del ser a través de sus vidas renacientes, edificándose por sí mismo su porvenir, construyéndoselo todos los días con sus actos, tanto en el seno de la vida inferior como en el esplendor de las humanidades felices; la identidad de origen y de fines para todos, el perfeccionamiento gradual, fruto de los trabajos realizados, de las pruebas soportadas, todo esto nos demuestra los principios eternos de justicia, de orden, de progreso, que reinan en los mundos y determinan el destino de las almas, con arreglo a leyes sabias, profundas, universales.
El espiritismo es, pues, a la vez, una filosofía moral y una ciencia positiva. Puede satisfacer a un tiempo al corazón y a la razón. Se manifiesta en el mundo a la hora precisa en que las concepciones religiosas del pasado oscilan sobre sus bases. en que la humanidad, habiendo perdido la fe ingenua de los antiguos días, roída por el escepticismo, vaga por el vado y busca su camino a tientas. El advenimiento del espiritismo constituye, sin duda, uno de los acontecimientos más grandes de la historia del mundo.
Hace diecinueve siglos, sobre las ruinas del paganismo agonizante, en el seno de una sociedad corrompida, el Cristianismo, por conducto de los más humildes y de los más despreciados, proporcionaba, con una moral y una fe nuevas, la revelación de dos principios ignorados hasta entonces por las multitudes: la caridad y la fraternidad humanas. Del mismo modo, hoy, frente a doctrinas debilitadas, petrificadas por el interés material, impotentes para esclarecer la humana inteligencia, surge una filosofía racional que lleva en sí el germen de una transformación social y un medio de regenerar a la humanidad, desembarazándola de los elementos de descomposición que la esterilizan y la manchan.
Viene a ofrecer una base sólida a la fe, una sanción a la moral, un estimulante a la virtud. Hace del progreso la finalidad misma de la vida y la ley superior del universo. Da término al reinado de la gracia, de la arbitrariedad y de la superstición, poniendo de manifiesto en la elevación de los seres el resultado de sus propios esfuerzos. Al enseñar que una igualdad absoluta y una solidaridad estrecha unen a los hombres, da un golpe vigoroso al orgullo y al egoísmo esos dos monstruos a los que, hasta ahora, nada ni nadie habían podido domar o reducir. 104
xxv
EL ESPIRITISMO Y LA CIENCIA
Los fenómenos del espiritismo, tan importantes por sus resultados científicos y por sus consecuencias morales, no han sido acogidos, sin embargo, con todo el interés que merecen. Como hemos demostrado más arriba, el hombre, por haberse equivocado tan a menudo, se ha tornado escéptico y desconfiado. Sin embargo, esta acogida puede parecer extraña por parte de los sabios, cuya misión consiste en estudiar todos los fenómenos e indagar sus causas y sus leyes. No sorprenderá a aquellos que conocen la naturaleza humana y recuerdan las lecciones de la historia.
Lo nuevo espanta porque echa por tierra queridas teorías, viejos sistemas edificados con gran trabajo; derrumba las situaciones adquiridas y viene a turbar muchas quietudes, al necesitar investigaciones y observaciones a las que ya no se está acostumbrado.
Los sabios son hombres, y, como todos los hombres, tienen sus debilidades y sus prejuicios. Se necesita un verdadero heroísmo para acoger con imparcialidad los hechos que vienen a infligir un mentís a los trabajos de toda una existencia, a conmover una celebridad laboriosamente conquistada.
Como todos los grandes descubrimientos, el espiritismo tenía que recibir el bautismo de las humillaciones y del sufrimiento. Casi todas las ideas nuevas, particularmente las más fecundas, han sido ridiculizadas, menospreciadas en el momento de su aparición y rechazadas como utopías. Durante mucho tiempo, se calificaron de mentiras y de quimeras las invenciones del vapor y de la electricidad, hasta el establecimiento del ferrocarril. La Academia de Medicina rechazaba en un principio la teoría de la circulación de la sangre, de Harvey, como rechazaba más tarde el magnetismo. Y en tanto que la Academia de París declaraba que este último no existía, se vio a la Academia de Viena proscribir su uso como peligroso. ¿Con cuánta burla no han saludado los sabios, en una época reciente, los descubrimientos de Boucher de Perthes, el creador de la antropología prehistórica, ciencia acreditada hoy y que arroja tan vivos resplandores sobre el origen de las sociedades humanas?
Todos los que han querido sacar a la humanidad de su ignorancia y revelarle el secreto de las fuerzas naturales o de las leyes morales, todos han visto levantarse delante de ellos un calvario y han bebido la hiel de los ultrajes. Galileo fue metido en la prisión; Giordano Bruno fue quemado; Watt, Fulton, Papin fueron escarnecidos; Salomón de Caus fue encerrado entre los locos ... Hoy no se aprisiona ni se quema a nadie por el delito de opinar, pero el sarcasmo y la burla son aún formas de opresión. Se precisa que tengan una vitalidad inaudita algunas ideas para que salgan a la luz, en contra de la coalición de los cuerpos sacerdotales y de las corporaciones docentes. Pero las ideas, como los hombres, se engrandecen con el dolor. Tarde o temprano, la verdad triunfa de las infalibilidades conjuradas.
Después de haber evocado estos penosos recuerdos y de haber considerado los tanteos sucesivos del pensamiento, al rememorar la acogida dispensada en el pasado a las ideas y a los descubrimientos que centuplicaron el poder del hombre y aseguraron su triunfo sobre la naturaleza ciega; después de haber señalado las reacciones del espíritu de rutina que se levanta contra los innovadores, ¿no tendremos derecho a pedir a los detractores del espiritismo un poco de reflexión antes de condenar sin examen, no ya las ideas y las especulaciones gratuitas del espiritismo, sino los hechos de observación y de experiencia?
A cada paso recuerda el hombre su escaso saber. Nuestras conquistas científicas no son más que tanteos provisionales, superiores a la ciencia de nuestros padres, pero a las que sustituirán descubrimientos y conocimientos nuevos. El tiempo presente no es más que una etapa en el gran viaje de la humanidad, un punto 105
en la historia de las generaciones. La utopía del ayer se torna la realidad del mañana. Podemos gloriamos de haber contribuido a aumentar el bagaje intelectual del pasado. Nunca se debe decir: "Lo que ignoro permanecerá siempre oculto". Comparemos el modesto dominio de la ciencia con el infinito de las cosas, con los campos sin límites de lo desconocido que nos queda por explorar. Esta comparación nos enseñará a poner más circunspección en nuestros juicios.
XXVI
PELIGROS DEL ESPIRITISMO
Algunos experimentadores del espiritismo, al querer fijar ellos mismos, con el fin de hacer comprobaciones, las condiciones de la producción de los fenómenos, acumulando los obstáculos y las exigencias, no han obtenido ningún resultado satisfactorio, y, en cambio, se les han tornado hostiles las experiencias.
Debemos recordar que los mensajes de los espíritus no han podido ser asimilados a las experiencias de física y química. Estas quedan sometidas a leyes fijas, fuera de las cuales todo resultado es imposible.
En las manifestaciones espiritistas, nos encontramos en presencia, no ya de fuerzas ciegas, sino de seres inteligentes dotados de voluntad y de libertad que, a veces, leen en nosotros, disciernen nuestras malévolas intenciones y, si son de un orden elevado, se cuidan poco de prestarse a nuestros caprichos.
El estudio del mundo invisible exige mucha prudencia y perseverancia. Sólo después de algunos años de reflexión y observación se adquiere la ciencia de la vida que enseña a conocer a los hombres, a juzgar sus caracteres y a liberarse de las trampas de que el mundo está sembrado. Más difícil aún de adquirir es el conocimiento de la humanidad invisible que nos rodea y se cierne por encima de nosotros. El espíritu desencarnado vuelve a encontrarse más allá de la muerte tal y como se hizo a sí mismo durante su estancia aquí abajo. No es mejor ni peor. Para dominar una pasión, corregir un defecto o atenuar un vicio, se necesita a veces más de una existencia.
Resulta, pues, que, entre la multitud de los espíritus, los caracteres serios y reflexivos como en la tierra, están en minoría; los espíritus ligeros, prendados de las cosas pueriles y vanas, forman numerosas legiones. El mundo invisible, es, pues, en mayor escala, la reproducción, la copia del mundo terrestre. Allí, como aquí, la verdad y la ciencia no son patrimonio de todos. La superioridad intelectual y moral no se obtiene sino mediante un trabajo lento y continuo y por la acumulación de los progresos realizados en el transcurso de una larga serie de siglos.
Sabemos, no obstante, que este mundo oculto reacciona constantemente sobre el mundo corporal. Los muertos influencian a los vivos, les guían y les inspiran. Los espíritus se atraen en relación con sus afinidades. Los que se han despojado de la vestimenta de la carne acompañan a los que están aún revestidos con ella. Les estimulan a entrar por el camino del bien, aunque, con frecuencia, también les impulsan a entrar por la senda del mal.
Los espíritus superiores no se manifiestan sino en el caso en que la presencia puede ser útil y facilitar nuestro mejoramiento. Huyen de las reuniones ruidosas y sólo se dirigen a los hombres animados de intenciones puras. Nuestras regiones 106
oscuras les convienen poco. En cuanto pueden hacerlo, se retiran a los ambientes menos cargados de fluidos groseros; pero no cesan, a pesar de la distancia, de velar por sus protegidos.
Los espíritus inferiores, incapaces de aspiraciones elevadas, se complacen en nuestra atmósfera. Se mezclan en nuestra vida, y únicamente preocupados por lo que cautivaba su pensamiento durante la existencia corporal, participan de los trabajos o de los placeres de los hombres a los cuales se sienten unidos por analogías de carácter o de costumbres. A veces, incluso, dominan y subyugan a las personas débiles que no saben resistir a su influencia. En algunos casos, su imperio llega a ser tal, que pueden impulsar a sus víctimas al crimen y a la locura. Estos casos de obsesión y de posesión son más comunes de lo que se cree. A ellos hay que pedirles la explicación de numerosos hechos relatados por la historia.
De entregarse sin reserva a la experimentación espiritista, puede correrse peligro. El hombre de corazón recto y de razón esclarecida y segura puede recoger en semejante experimentación consuelos inefables y preciosas enseñanzas; pero el que sólo buscase en esos hechos un interés material o un entretenimiento frívolo sería objeto fatalmente de innumerables mistificaciones y se convertiría en el juguete de los espíritus pérfidos que, alabándole sus inclinaciones y seduciéndole con brillante promesas, se captarían su confianza para abrumarle después con burlas y decepciones.
Una gran prudencia, pues, es necesaria para entrar en comunicación con el mundo invisible. El bien y el mal, la verdad y el error están allí mezclados, y para distinguir a uno de otro es preciso pasar todas las revelaciones y todas las enseñanzas por la criba de un juicio severo. Sólo debemos aventuramos paso a paso por este terreno. Para evitar las malas influencias, para alejar a la horda de los espíritus ligeros o malhechores, basta ser dueño de sí, no abdicar nunca el derecho de comprobación y de examen, buscar, por encima de todo, los medios de perfeccionarse en el conocimiento de las leyes superiores y en la práctica de las virtudes. Aquel cuya vida es recta y busca la verdad con un corazón sincero no tiene que temer ningún perjuicio. Los espíritus de luz leen en él, ven sus intenciones y les acompañan. Los espíritus trapaceros y mentirosos se alejan del justo como una tropa de asaltantes ante una ciudadela bien defendida. Los obsesionadores atacan con preferencia a los hombres ligeros que descuidan las cuestiones morales para buscar en todo su placer o su interés.
Casi siempre, los lazos que se remontan a las existencias anteriores unen a los obsesionados con sus perseguidores invisibles. La muerte no borra nuestras faltas ni nos libra de nuestros enemigos. Nuestras iniquidades vuelven a caer sobre nosotros mismos a través de los siglos, y los que sufrieron por ellas nos persiguen con su venganza y con su odio desde más allá de la tumba. Así lo permite la justicia soberana. Todo se rescata y se expía. Lo que, en los casos de obsesión y de posesión, nos parece anormal e inicuo, sólo es a menudo la consecuencia de las expoliaciones y de las infamias realizadas en el oscuro pasado. 107
XXVII
CHARLATANISMO y VENALIDAD
La perfidia de los espíritus malévolos no es el único escollo que el espiritismo encuentra en su camino; otros peligros le amenazan, y éstos proceden de los hombres. El charlatanismo y la venalidad, más temibles que la hostilidad más encarnizada, pueden invadir y derrumbar las nuevas doctrinas, como han invadido y derrumbado la mayoría de las creencias que se han venido sucediendo en este mundo. Productos espontáneos y morbosos de un ambiente corrompido, se desarrollan y se extienden con facilidad por todas partes. La ignorancia del gran número favorece y alimenta este manantial de abusos. Ya numerosos falsos médiums, explotadores de todos los órdenes, han tratado de convertir el espiritismo en un medio de hacer dinero. El magnetismo, como hemos visto, no se halla más al abrigo de esos industriales, y, sin duda, debe verse en ello una de las causas que alejaron hace tiempo a los sabios del estudio de los fenómenos.
Sin embargo, debe comprenderse que la existencia de productos falsificados no da derecho a negar la de los productos naturales. De que los charlatanes se las den de físicos, ¿se deduce que las ciencias físicas sean indignas de atención y de examen? La superchería y la mentira son consecuencias inevitables de la inferioridad de las sociedades humanas. El acecho de las ocasiones de enriquecerse a costa de la credulidad existe en todas partes, desvirtúa las mejores camas y compromete los principios más sagrados.
Muy de temer es también esa tendencia de algunos a comerciar con la mediumnidad, a crearse una situación material con la ayuda de facultades reales, aunque de un carácter variable. Debiéndose a la acción libre de los espíritus la producción de los fenómenos, no se puede contar con una intervención permanente y regular por parte de los espíritus. Los más elevados no podrían tampoco prestarse para contribuir a fines interesados, y lo menos que se puede temer en semejante caso es caer bajo la influencia de los espíritus frívolos y burlones. Ante la ausencia de fenómenos reales, una fatal tendencia impulsará al médium a simularlos.
Introducir la cuestión del dinero en este orden de ideas es aminorar su valor moral. El amor al oro corrompe las enseñanzas más sublimes, y el catolicismo perdió su autoridad en lo que se relaciona con el bien de las almas cuando los discípulos del Evangelio se convirtieron en los discípulos de Plutus. Si el espiritismo se hiciese mercantil, si los consuelos que proporciona no fuesen más que un objeto de explotación, su influencia se vería muy debilitada, y el progreso que acarrea a la humanidad, en lugar de ser general y rápido, sólo podría ser muy lento y completamente individual.
La ignorancia no es un mal menor. Muchos de los que intentan y obtienen manifestaciones, desprovistos de nociones exactas, poco esclarecidos en las cuestiones de los fluidos, del periespíritu y de la mediumnidad, confunden y desnaturalizan todas las cosas con sus falsas interpretaciones; arrojan, por consiguiente, un verdadero descrédito sobre estos estudios, haciendo creer a los incrédulos que en ellos no hay más que ilusiones y quimeras. Pero la ignorancia es difícil de vencer. Los errores y los abusos que engendra tienen con frecuencia más imperio que la verdad y la razón. No existe un principio, no existe una doctrina que no hayan sido desnaturalizados, ni una verdad que no haya sido falsificada y oscurecida adrede.
A pesar de los prejuicios y de la ignorancia, a pesar de las hostilidades conjuradas, el espiritismo, nacido ayer, ha dado ya un paso de gigante. Hace 108
cincuenta años balbucía apenas sus primeras palabras, y he aquí que hoy se deja oír en todos los diversos puntos del globo; sus adeptos se cuentan ya por millones; entre ellos, se encuentran varios maestros indiscutibles de la ciencia. Tales progresos denotan una vitalidad sin precedentes, y ante los hechos realizados no puede oponerse la indiferencia.
Es verdad que, si se examina de cerca la situación del espiritismo, no sólo se encontrará en su seno el germen de los abusos que dejamos señalados más arriba, sino también las causas de divisiones, de rivalidades de opiniones y de grupos. En lugar de encontrar unión y armonía, se encontrará con demasiada frecuencia en el espiritismo el antagonismo y las luchas intestinas. Cristo decía hace diecinueve siglos: "No he venido a traer la paz, sino la división". Siempre ha ocurrido lo mismo aquí abajo. Al contacto de las debilidades humanas, todo se convierte en un venero de diferencias y de conflictos.
Es deplorable este estado de cosas, pero podemos consolarnos de ello pensando que, a despecho de controversias y rivalidades, la idea madre se desenvuelve y prosigue su marcha. Los hombres, instrumentos de un día, pasan; sus pasiones, sus intereses, todas las cosas fugitivas y vanas, desaparecen con ellos; pero la verdad, destello divino que ellos han recogido, se trueca en hoguera, aumenta, sube sin cesar y, convertida en astro esplendoroso, inundará un día con su luz a la humanidad vacilante y retrasada.
XXVIII
UTILIDAD DE LOS ESTUDIOS PSICOLOGICOS
El carácter esencialmente racional que el espiritismo ha revestido hace pueriles las acusaciones de empirismo y de sobrenaturalismo que con frecuencia se le han imputado.
Nunca se insistirá demasiado en este punto. La realidad de las manifestaciones espiritistas, como hemos visto, se apoya en los testimonios innegables de hombres de una competencia reconocida. Su explicación ha llegado tras de pacientes estudios. Comprobados los efectos, se hacía preciso indagar las causas, y si se ha afirmado haberlas encontrado en la intervención de los espíritus, es porque la naturaleza de los fenómenos no ha permitido dar otra explicación plausible. Ello no justifica que estos fenómenos sean considerados como del dominio de lo sobrenatural; nada más contrario al buen sentido. Lo sobrenatural no existe ni puede existir. Todo en el universo está regido por leyes.
Demostrar la existencia de un fenómeno es colocarlo en el orden permanente de las cosas, es someterle a la ley natural. En el seno de este universo, donde todo -seres y cosas- se encadena y se une en una estrecha solidaridad, en una profunda y sublime armonía, no ha lugar a lo sobrenatural ni al milagro. Leyes tan rigurosas, tan inflexibles como las que rigen a la materia gobiernan al mundo invisible. Para conocer su funcionamiento admirable, sólo existe un medio: estudiar.
N ada más fecundo, por otra parte, que este estudio del mundo de los espíritus, a pesar de las dificultades que presenta. Abre al pensamiento mil caminos inexplorados, nos enseña a conocernos a nosotros mismos, a penetrar en los rincones más íntimos de nuestro ser, a analizar nuestras sensaciones, a medir nuestras facultades y, por consiguiente, a orientar mejor su ejercicio. Esto constituye por excelencia la ciencia 109
de la vida, de la vida del alma, no solamente en su estado terrenal, sino en sus transformaciones sucesivas a través del tiempo y del espacio.
El espiritualismo experimental puede convertirse en un medio de conciliación, en el medio de unión de estos dos sistemas enemigos: espiritualismo metafísico y materialismo; los cuales se combaten y se desgarran sin resultado desde hace tantos siglos. Adopta los principios del primero, hace en ellos la luz y les proporciona una base de certidumbre; da satisfacción al segundo al proceder de acuerdo con los métodos científicos, demostrando en el periespíritu, cuerpo fluidico semimaterial, la causa de numerosos fenómenos físicos y biológicos. Hace más: lleva a la ciencia la síntesis filosófica y la concepción moral de que ésta estaba desprovista, y sin las cuales continuaría sin acción en la vida social.
La ciencia, o, más bien, las ciencias, se aplican sobre todo al estudio parcial y fragmentario de la naturaleza. Los progresos de la física, de la química y de la zoología son inmensos; los trabajos realizados, dignos de admiración; pero a estos tra-bajos les falta unión, cohesión, unidad. No conociendo más que un lado de la vida, el lado exterior, el más grosero, y queriendo, con estos datos insuficientes, explicarse el conjunto de las leyes universales, la ciencia actual, seca y fría clasificación de hechos materiales, llega a ser una teoría puramente mecánica del mundo, irreconciliable con la idea de justicia, puesto que, en sus consecuencias lógicas, llega a la conclusión de que, en la naturaleza, la fuerza reina como soberana.
Por esto es por lo que la ciencia ha permanecido impotente para ejercer una influencia saludable y moralizadora. Privada hasta aquí de toda grandeza de miras, de sus trabajos acumulados no había podido brotar esa concepción superior de la vida que debe fijar los destinos del hombre, establecer sus deberes y proporcionarle un principio de mejoramiento individual y social.
Ahora bien; esta concepción nueva que coordina los conocimientos particulares y solidariza los elementos esparcidos y esta ley moral indispensable a la vida y al progreso de las sociedades, la proporciona el espiritismo a la ciencia con la síntesis filosófica que debe centuplicar su potencia.
El papel del espiritismo es grande, y sus consecuencias morales son incalculables. Solamente data de ayer, y, sin embargo, ¡cuántos tesoros de consuelos y de esperanza ha esparcido ya por el mundo! ¡Cuántos corazones entristecidos y desalentados ha reanimado y reconfortado! ¡A cuántos desesperados ha detenido en la pendiente del suicidio! Su enseñanza, bien comprendida, puede calmar las aflicciones más vivas y dar a todos la fuerza de ánimo y el valor en la adversidad.
El espiritismo es, pues, al mismo tiempo que una poderosa síntesis de las leyes físicas y morales del universo, un medio de regeneración y de adelanto; desgraciadamente, demasiado pocos hombres se interesan aún por su estudio. La vida de los más es una carrera frenética hacia beneficios ilusorios. Nos apresuramos, tememos perder el tiempo en cosas que consideramos como superfluas, y lo perdemos realmente interesándonos por lo que es efímero. En su ceguera, el hombre desdeña lo que más feliz puede hacerle en el mundo, es decir, el realizar el bien y crear alrededor de sí mismo una atmósfera de paz, de calma y de serenidad moral. 110
CUARTA PARTE
EL MÁS ALLA
XXIX
El hombre, ser psíquico
EL hombre, como hemos visto, es un ser complejo. Tres elementos se combinan en él para formar una unidad viva, que son:
El "cuerpo", envoltura material temporal que abandonamos en el momento de la muerte como un traje usado.
El "periespíritu", envoltura fluídica permanente, imperceptible para nuestros sentidos actuales, que acompaña al alma en su evolución, se mejora y se purifica con ella.
El "alma", principio inteligente, centro de fuerza, hogar de la conciencia y de la personalidad.
Estos tres elementos -materia, fluido e inteligencia-, estrechamente unidos en nosotros para constituir la vida, vuelven a encontrarse en la base del orden universal, de la que son las substancias fundamentales, los términos componentes. Hacen del hombre una reducción del universo, un microcosmos que encierre los mismos poderes del universo sometidos a las mismas leyes. Podía creerse, por tanto, que el conocimiento perfecto de nuestro ser nos conduciría por analogía a la comprensión de las leyes superiores del universo, pero el conocimiento absoluto del hombre se escapa aún a los investigadores.
El alma, separada del cuerpo material y revestida de su envoltura sutil, constituye el espíritu, ser fluidico de forma humana, emancipado de las sujeciones terrestres, invisible e impalpable en su estado normal. El espíritu no es más que un hombre desencarnado, y cada uno de nosotros se convierte en espíritu cuando le llega la hora. Alternativamente, la muerte nos devuelve a la vida del espacio, y luego, el nacimiento vuelve a conducirnos al mundo material, para comenzar de nuevo el combate de la existencia, la lucha necesaria para nuestro adelanto. El cuerpo puede ser comparado a la armadura con que el guerrero se recubre antes de la batalla, y que abandona cuando dicha batalla termina.
Habiendo sido demostrada experimentalmente la supervivencia por las manifestaciones espiritistas, queda por establecer en qué condiciones se prosigue la vida del alma después de la" muerte y qué situación le espera en el espacio. Esto es lo que expondremos en esta parte de nuestra obra, inspirándonos en trabajos anteriores y en las innumerables comunicaciones de los espíritus que en todos los puntos del mundo nos han iniciado en los goces o en las penas de su existencia de ultratumba.
Esta exposición no será, pues, el resultado de una teoría de la imaginación, la consecuencia de hipótesis más o menos admisibles, sino el fruto de las instrucciones dadas por los Espíritus. Gracias a ellos, la vida futura, hasta aquí llena de incertidumbre y de oscuridad para el hombre, se ilumina y se convierte en una 111
realidad; todos podemos ver, por el ejemplo de los que nos han precedido, las situaciones respectivas que nos esperan.
El alcance de esta revelación es considerable. Imprime a nuestros actos un impulso nuevo. En las situaciones diversas en que han sido colocados los espíritus, según su valor, vemos la aplicación de la ley de justicia. Esto ya no es discutible. Por medio de secretos resortes, por medio de una disposición sencilla y sublime de las cosas, la ley de la justicia rige en todo en! el universo; esta certidumbre, satisfaciendo a nuestro juicio, nos hace más soportables los males de la vida y fortifica nuestra fe en el porvenir.
xxx
LA ULTIMA HORA
¿Qué ocurre en el momento de la muerte, y cómo el espíritu se evade de su prisión de carne? ¿Qué impresiones, qué sensaciones le esperan en ese instante temible? Esto es lo que a todos nos interesa conocer, pues todos haremos ese viaje. La vida se nos puede escapar mañana mismo; nadie se librará de la muerte.
Ahora bien; lo que las religiones y todas las filosofías nos habían dejado ignorar, los espíritus vienen en multitud a enseñárnoslo. Nos dicen que las sensaciones que preceden y siguen a la muerte son infinitamente variadas, y dependen, sobre todo, del carácter, de los méritos, de la altura moral del espíritu que abandona a la tierra. La separación es casi siempre lenta, y la liberación del alma se opera gradualmente. Comienza, a veces, mucho tiempo antes de la muerte, y no es completa sino cuando los últimos lazos fluidicos que unen el cuerpo al periespíritu quedan rotos. La impresión experimentada es tanto más penosa y prolongada cuanto más poderosos y más numerosos son estos lazos. El alma, causa permanente de la sensación y de la vida, experimenta todas las conmociones, todos los desgarramientos del cuerpo material.
En todos los casos, sin embargo, la separación del alma y del cuerpo está seguida de una época de turbación, fugitiva para el espíritu justo y bueno, que se despierta bien pronto a todos los esplendores de la vida celeste; muy larga, hasta el punto de constar de años enteros, para las almas culpables, impregnadas de fluidos groseros. De éstas, muchas creen vivir la vida corporal durante mucho tiempo después de la muerte. El periespíritu no es a sus ojos más que un segundo cuerpo carnal, sometido a las mismas costumbres y a veces a las mismas sensaciones físicas que durante la vida.
Otros espíritus de orden inferior se encuentran sumidos en una noche oscura, en un completo aislamiento en el seno de las tinieblas profundas. La incertidumbre y el terror pesan sobre ellos. Los criminales son atormentados por la visión espantosa e incesante de sus víctimas.
La hora de la separación es cruel para el espíritu que cree en la nada. Se aferra desesperado a esta vida que huye; la duda se desliza en él en el momento supremo; ve abrirse un mundo temible como un abismo, y quisiera retrasar el instante de su caída. De ahí una lucha terrible entre la materia que se disgrega y el alma que se obstina en retener el cuerpo miserable. A veces permanece en él como adormecida hasta la descomposición completa, y siente, incluso, según la expresión de un espíritu, "cómo los gusanos roen su carne".
Apacible, resignada, incluso alegre es la muerte del justo; tal es la partida del alma que, habiendo luchado y sufrido mucho aquí abajo, abandona la tierra confiando en el porvenir. Para ella, la muerte no es más que la liberación, el final de las pruebas. 112
Los débiles lazos que le ligan a la materia se deshacen fácilmente; su turbación se reduce a un ligero embotamiento semejante al sueño.
Al abandonar su morada corporal, el espíritu al cual el dolor y el sacrificio han purificado ve retroceder su existencia pasada, alejarse poco a poco, con sus amarguras y sus ilusiones, y disiparse luego, como las brumas que resbalan por el suelo en el alba y se desvanecen a la esplendorosa luz del día. El espíritu se encuentra entonces en suspenso entre dos sensaciones, la de las cosas materiales que se borran y la de la vida nueva que se bosqueja ante él. Esta vida la entrevé ya como a través de un velo, plena de un encanto misterioso, temida y deseada a la vez. Bien pronto la luz aumenta, no ya esa luz solar que nos es conocida, sino una luz difusa que se extiende por todas partes. Progresivamente, le inunda, le penetra y, con ella, un sentimiento de felicidad, mezcla de fuerza, de juventud y de serenidad. El espíritu se sumerge en esa oleada reparadora. Se despoja de sus incertidumbres y de sus temores. Luego, su mirada se aparta de la tierra, de los seres desconsolados que rodean su cama mortuoria, y se vuelve hacia las alturas. Entrevé los cielos inmensos y a otros seres amados, amigos de otro tiempo, más jóvenes, más vivos, más hermosos, que acuden a recibirle, a guiarle en el seno de los espacios. Con ellos, se lanza y asciende hasta las regiones etéreas que su grado de purificación le permite alcanzar. Allí, su turbación cesa, nuevas facultades se despiertan en él, y comienza su destino feliz.
La entrada en la otra vida conduce a impresiones tan variadas como lo es la situación moral de los espíritus. Aquellos -y su número es grande- cuya existencia se ha deslizado indecisa, sin faltas graves ni méritos señalados, se encuentran sumidos primeramente en un estado de entorpecimiento, en un agobio profundo; luego, llega un choque a sacudir su ser. El espíritu sale lentamente de su envoltura: recobra su libertad, aunque, vacilante y tímido, no se atreve a usar de ella aún, y continúa quieto, por el temor y la costumbre, en los lugares donde vivió. Sigue sufriendo y llorando con aquellos que participaron de su vida. Transcurre el tiempo sin que para él tenga medida; a la larga, otros espíritus le prodigan sus consejos, le ayudan a disipar su turbación, a librarse de las últimas cadenas terrenales y a elevarse hacia ambientes menos oscuros.
En general, la separación del alma es menos penosa después de una larga enfermedad, teniendo ésta por efecto deshacer poco a poco los lazos carnales. Las muertes súbitas, violentas, que sobrevienen cuando la vida orgánica está en su plenitud, producen en el alma un desgarramiento doloroso y la impulsan a una turbación prolongada. Los suicidas se ven presa de sensaciones horribles. Experimentan, durante algunos años, las angustias de la última hora, y reconocen con espanto que no cambiaron sus sufrimientos terrenales sino por otros más vivos aún.
El conocimiento del porvenir espiritual, el estudio de las leyes que presiden en la des encarnación son de una gran importancia para la preparación de la muerte. Pueden dulcificar nuestros últimos instantes y hacemos fácil la separación, permitiéndonos reconocernos más pronto en el mundo nuevo que se nos abre. 113
XXXI
EL JUICIO
Una ley, tan sencilla en su principio como admirable en sus efectos, preside la clasificación de las almas en el espacio.
Cuanto más sutiles son y más dilatadas están las moléculas constituyentes del periespíritu, más rápida es la desencarnación y más amplios son los horizontes que se abren al espíritu. En la misma relación de su naturaleza fluídica y de sus afinidades, se eleva hacia los grupos espirituales que le son semejantes. Su grado de purificación determina su nivel y le coloca en el ambiente que le conviene. Se ha comparado con cierta razón la situación de los espíritus en los cielos con la de los globos henchidos de gases de densidades diferentes que, según su peso específico, subirían hasta distintas alturas. Conviene apresurarse a añadir que el espíritu está dotado de libertad, que no está inmovilizado en un punto y que puede, dentro de ciertos límites, trasladarse de un sitio a otro y recorrer las regiones etéreas. Puede siempre modificar sus tendencias, transformarse mediante el trabajo y el padecimiento y, en consecuencia, elevarse a otro grado en la escala de los seres.
Es, pues, una ley natural análoga a las leyes de atracción y de pesadez la que fija la suerte de las almas después de la muerte. El espíritu impuro, grávido por sus fluidos materiales, permanece confinado en las capas inferiores de la atmósfera terrestre, en tanto que el alma virtuosa, de envoltura purificada y sutil, sube alegre y rápida como el pensamiento y evoluciona en el azul infinito.
Es, además, en sí mismo, en su propia conciencia, donde el espíritu encuentra su recompensa o su castigo. Es en su propio juicio. Al caer la vestidura de carne, la luz la penetra, su alma aparece desnuda, dejando ver en sí el cuadro vivo de sus actos, de sus voluntades, de sus deseos. Instante solemne; examen pleno de angustia y, con frecuencia, de desilusión. Los recuerdos despiertan en multitud, y toda la vida entera se pone de manifiesto con su cortejo de faltas, de debilidades y de miserias. Desde la infancia hasta la muerte, todo, pensamientos, palabras, acciones, todo sale de la sombra, reaparece a la luz, se anima y revive. El ser se contempla a sí mismo, vuelve a ver una a una, a través del tiempo, sus existencias desvanecidas, sus caídas, sus ascensiones, sus estaciones innumerables. Cuenta las etapas cumplidas, mide el camino recorrido y compara el bien y el mal realizados.
Del fondo del pasado oscuro surgen a su llamada, como fantasmas, las formas que su alma revistió en sus vidas sucesivas. En una visión sobrecogedora abarca las amplias perspectivas de las edades transcurridas; evoca las escenas sangrientas, apasionadas o dolorosas, los sacrificios y los crímenes; reconoce en todo la causa de los progresos realizados, de las expiaciones cumplidas y la razón de su situación presente. Ve la correlación que une sus vidas pasadas como los eslabones de una larga cadena que se prolonga a través de los siglos. Para él, el pasado explica el presente, el cual deja a su vez prever el porvenir.
Esta es para el espíritu una hora de verdadera tortura moral. La evocación del pasado le proporciona la sentencia temible, el juicio de su propia conciencia, que es como el juicio de Dios. Por muy desgarrador que sea, este examen es necesario, pues puede ser el punto de partida de las resoluciones salvadoras y de elevación.
El grado de purificación del espíritu, la situación que ocupa en el espacio representan la suma de sus progresos y dan la medida de su valor. La detención infalible es la que fija su suerte sin apelación. ¡Armonía profunda! Sencillez maravillosa que las instituciones humanas no sabrían reproducir: el principio de afinidad lo rige todo en los cielos y designa a cada uno el puesto que le corresponde. Ni juicio ni tribunal; nada más que la Ley inmutable ejecutándose por sí misma 114
mediante la combinación natural de las fuerzas espirituales y según el empleo que hace de ellas el alma libre y responsable.
Como más adelante explicaremos, todo pensamiento tiene una forma, y esta forma, creada por la voluntad, se fotografía en nosotros como en un espejo donde las imágenes se grabasen por sí mismas. Nuestra envoltura fluídica refleja y conserva como un registro todos los hechos de nuestra existencia. Este registro permanece cerrado durante la vida. La carne es la espesa cubierta que nos hurta el contenido; pero se abre lentamente en la muerte, y sus páginas aparecen bajo nuestros ojos.
El espíritu desencarnado lleva en sí, visible para todos, su cielo o su infierno. La prueba irrecusable de su elevación o de su abatimiento está escrita en su cuerpo fluidico. Testigos benévolos o terribles, nuestras obras, nuestras intenciones nos justifican o nos acusan, sin que nada pueda acallar sus voces. De ahí el suplicio del malo, que considera sus malos deseos y sus actos culpables profundamente ocultos y los ve aparecer a los ojos de todos; de ahí sus remordimientos cuando vuelven a pasar ante él los años ociosos o estériles, las horas dedicadas al desorden o al crimen, así como las víctimas afligidas, sacrificadas a sus instintos brutales. De ahí, además, la felicidad del espíritu elevado que ha sabido vencer sus pasiones y consagrar su vida a la ayuda y al consuelo de sus hermanos.
Para distraerse de sus cuidados y de sus preocupaciones morales, el hombre tiene el trabajo, el estudio y el sueño. Al espíritu no le quedan ya estos recursos. Libre de sus lazos corporales, se encuentra sin cesar frente al cuadro fiel y vivo de su pasado. Así, pues, los amargos y continuos pesares que de ello se desprenden, en la mayoría de los casos, despiertan bien pronto en él el deseo de volver a un cuerpo carnal para combatir, sufrir y rescatar el pasado acusador.
XXXII
LA VOLUNTAD Y LOS FLUIDOS
Las enseñanzas que obtenemos de los espíritus acerca de la situación que adquieren después de la muerte nos hacen comprender las reglas por las cuales el cuerpo fluidico se transforma y el alma progresa.
Como hemos indicado más arriba (1), la misma fuerza que impulsa al ser a desarrollar sus órganos materiales le incita, por una acción análoga y paralela, a perfeccionar sus facultades. a crearse nuevos medios de acción apropiados a su estado fluidico, intelectual y moral.
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(1) Véase el capítulo XXIII. - N. del A. 115
La envoltura fluídica del ser se purifica, se ilumina o se oscurece, según la naturaleza refinada o grosera de los pensamientos que en ella se reflejan. Todo acto, todo pensamiento tiene su resultado y se graba en el periespíritu. De ahí las consecuencias inevitables por la situación del espíritu mismo. Este ejerce una acción continua sobre su envoltura. Por la voluntad es siempre dueño de modificar su estado.
La voluntad es la facultad soberana del alma, la fuerza espiritual por excelencia. Constituye el fondo mismo de la personalidad. Su poder sobre los fluidos es ilimitado, y aumenta con la elevación del espíritu. En el ambiente terrenal, sus efectos sobre la materia son limitados, porque el hombre se ignora y no sabe utilizar los poderes que duermen en él; pero en los mundos más adelantados, el ser humano, que ha aprendido a querer, manda en la naturaleza entera, dirige a su antojo los fluidos materiales y produce fenómenos y metamorfosis que parecen prodigios. En el espacio y en esos mundos, la materia o presenta bajo estados fluidicos de que sólo pueden damos una idea los descubrimientos recientes sobre la radioactividad de los cuerpos. Del mismo modo que en la tierra ciertas combinaciones químicas se producen únicamente bajo la influencia de la luz, del mismo modo en esos ambientes los fluidos no se unen ni se ligan sino por un acto de la voluntad de los seres superiores.
La acción de la voluntad sobre la materia ha entrado, no obstante, en el dominio de la experiencia científica, gracias a los estudios llevados a cabo por numerosos fisiólogos bajo los nombres de hipnotismo y de sugestión mental. Se han visto experimentadores que, mediante un acto directo de su voluntad, hacen. aparecer llagas y señales en los cuerpos de ciertos sujetos, hacen que broten la sangre y los humores y los curan después por medio de una volición contraria. Así, pues, la voluntad humana destruye y repara a su antojo los tejidos vivos; puede, además, aparentar que comunica a las sustancias materiales propiedades nuevas, hasta el punto de provocar la embriaguez con agua clara, etc. Obra incluso sobre los fluidos y crea objetos y cuerpos que los hipnotizados ven, sienten, tocan, que tienen para ellos una existencia positiva y obedecen a todas las leyes de la óptica. Esto es lo que se deduce de las investigaciones y de los trabajos de los doctores Charcot, Dumontpallier, Liébault, Bernheim; de los profesores Liégeois, Delboeuf, etc., cuya exposición puede leerse en todas las revistas médicas.
Ahora bien; si la voluntad ejerce tal influencia sobre la materia bruta y sobre los fluidos rudimentarios, mejor se comprenderá su imperio sobre el periespíritu y los progresos o los desórdenes que determina en él, según la naturaleza de su acción, tanto en el transcurso de la vida como después de la desencarnación.
Todo acto de la voluntad, como hemos dicho, reviste una forma, una apariencia fluídica, y se graba en la envoltura periespiritual. Resulta evidente que si estos actos son inspirados por pasiones materiales, su forma será material y grosera. El periespíritu, impregnado, saturado de esas formas, de esas imágenes, se materializa a su contacto y se espesa cada vez más. Al producirse las mismas causas, se acumulan los mismos efectos, la condensación se acelera, las percepciones se debilitan y las vibraciones disminuyen de potencia y de extensión.
En la muerte, el espíritu se encuentra envuelto en fluidos opacos y pesados que no dejan ya pasar las impresiones del mundo exterior y se convierten para el alma en una prisión y en una tumba. Tal es el castigo preparado por el espíritu mismo; tal situación es obra suya; sólo cesa cuando las aspiraciones más elevadas -el arrepentimiento y la voluntad de mejorarse- le devuelven la libertad.
En efecto; si las pasiones brutales y sensuales turban y oscurecen el organismo fluidico, en un sentido opuesto, los pensamientos generosos, las nobles acciones afinan y dilatan los fluidos periespirituales. Sabemos que ciertas propiedades de la materia aumentan con su grado de pureza. Las experiencias de Crookes han demostrado que la rarefacción de los átomos conduce a éstos al estado radiante. La materia, bajo este aspecto sutil, se inflama, se hace luminosa e imponderable. Lo 116
mismo ocurre con la sustancia periespiritual, que corresponde a un grado más quintaesenciado de la materia. Al rarificarse, gana en flexibilidad y en sensibilidad; su poder de radiación, su energía vibratoria aumentan, permitiéndole escapar a 1as atracciones terrestres. El espíritu entra entonces en posesión de sentidos nuevos, con cuya ayuda podrá penetrar en ambientes más puros y comunicar con seres más etéreos. Estas facultades, estos sentidos que dan acceso a regiones felices, toda alma humana puede conquistarlas y desarrollarlas, pues posee sus gérmenes imperecederos. Nuestras vidas sucesivas, llenas de labores y de esfuerzos, no tienen otro objeto que hacerlas brotar en nosotros.
Esta evolución de la materia y del espíritu, mediante la cual el ser conquista sus órganos y sus facultades, se construye y aumenta sin cesar y nos pone de manifiesto, además, la solidaridad que une a las fuerzas universales y al mundo de las almas con el mundo de los cuerpos. Nos ponen de manifiesto, sobre todo, cuántas riquezas, qué recursos inmejorables puede crearse el ser con el uso metódico y perseverante de la voluntad. Esta se convierte en la fuerza suprema; es el alma misma ejerciendo su imperio sobre las potencias inferiores.
Sólo el empleo que hagamos de nuestra voluntad regula nuestro adelanto, prepara nuestro porvenir, nos fortifica o nos debilita. No existe la casualidad ni la fatalidad. Lo que hay son leyes. Utilizar y gobernar a unos y observar a las otras es el secreto de toda grandeza y de toda elevación. Los resultados producidos a nuestro alrededor por la voluntad trastornan ya la imaginación de las gentes del mundo y provocan el asombro de los sabios. Todo eso es poco, sin embargo, al lado de los efectos obtenidos en esos ambientes superiores, donde, a las órdenes del espíritu, todas las fuerzas se combinan y entran en acción. Y si, en este orden de ideas, dirigiésemos más arriba nuestra atención, ¿no llegaríamos, por analogía, a entrever cómo la voluntad divina, obrando sobre la materia cósmica, puede formar los soles, trazar las órbitas de los mundos y crear los universos?
Sí; la voluntad, ejercitada en el sentido del bien y conforme a las leyes eternas, puede realizar grandes cosas. También puede hacer mucho mal. Nuestros malos pensamientos, nuestros deseos impuros, nuestras acciones culpables corrompen los fluidos que nos rodean, y el contacto de éstos llega a producir el malestar y las impresiones malévolas en los que se nos aproximan, pues todo organismo sufre la influencia de los fluidos ambientes. Del mismo modo, los sentimientos generosos, los pensamientos de amor, las calurosas exhortaciones llegan a penetrar a los seres que nos rodean, a sustentarlos y a vivificarlos. Así se explican el imperio ejercido sobre las multitudes por los grandes misioneros y las almas elegidas y la influencia contraria de los malos, que, por cierto, podemos siempre conjurar mediante una resistencia enérgica de nuestra voluntad.
Un conocimiento más preciso de las potencias del alma y de su aplicación deberá modificar de arriba a abajo nuestras tendencias y nuestras obras. Sabiendo que los hechos y los gestos de nuestra vida se inscriben en nosotros y se manifiestan en contra nuestra o en nuestro favor, concederemos a cada uno de ellos una atención más escrupulosa. Nos dedicaremos en adelante a desarrollar nuestros recursos latentes, a obrar por medio de ellos sobre los fluidos que hay repartidos por el espacio, con el fin de purificarlos, de transformarlos para el bien de todos, de crear a nuestro alrededor una atmósfera límpida y pura, inaccesible a los efluvios viciados. El espíritu que no obra, que se deja llevar por las influencias materiales, continúa siendo débil e inepto para percibir las sensaciones delicadas de la vida espiritual. Se encuentra en una inercia completa después de la muerte, y los campos del espacio sólo ofrecen a sus sentidos velados la oscuridad y el vacío. El espíritu activo que se preocupa de ejercer sus facultades mediante un constante uso, adquiere fuerzas nuevas; su vista abarca horizontes mis vastos y el círculo de sus relaciones se ensancha gradualmente.
El pensamiento, utilizado como fuerza magnética, podría reparar muchos desórdenes y atenuar muchos males. Procediendo por voliciones continuas, 117
proyectando resuelta y frecuentemente nuestra voluntad hacia los seres desgraciados, los enfermos, los perversos y los extraviados, podríamos consolar, convencer, aliviar y curar. Con este ejercicio, no solamente se obtendrían resultados inesperados para el mejoramiento de la especie, sino que se daría al pensamiento una agudeza y una fuerza de penetración incalculables.
Gracias a una combinación íntima de los buenos fluidos, extraídos del receptáculo sin límites de la naturaleza, y con la ayuda de los espíritus invisibles, se puede restablecer la salud comprometida y devolver la esperanza y la energía a los desesperados. Se puede, incluso, mediante un impulso regular y perseverante de la voluntad, obrar a distancia sobre los incrédulos, los escépticos y los malos, acabar con su obstinación, atenuar su odio, hacer que penetre un rayo de verdad en el entendimiento de los más hostiles. Esta es una forma ignorada. de la sugestión mental, de ese poder temible que se utiliza erró nea y arbitrariamente, y que, utilizado en el sentido del bien, transformaría el estado moral de las sociedades.
Al ser ejercida fIuidicamente, la voluntad desafía a toda vigilancia y a toda inquisición. Opera en la sombra y en el silencio, franquea todos los obstáculos, penetra en todos los ambientes; pero, para hacerla producir todos los efectos, se necesita una acción enérgica, poderosos ímpetus y una paciencia que por nada se acabe. Como la gota de agua orada la piedra más dura, un pensamiento incesante y generoso acaba Por insinuarse en el espíritu más refractario.
Si la voluntad aislada puede mucho para el bien general, ¿qué no podría esperarse de una asociación de pensamientos elevados, de un agrupamiento de todas las voluntades? Las fuerzas intelectuales, hoy divergentes, se esterilizan y se anulan recíprocamente. De ahí proceden la turbación y la incoherencia de las ideas modernas; pero en cuanto el espíritu humano, reconociendo su poder, agrupe las voluntades esparcidas en un haz común para hacerlas converger en el Bien, la Belleza y la Verdad, ese día avanzará la humanidad con osadía hacia las cimas eternas, y la faz del mundo quedará renovada.
XXXIII
LA VIDA EN EL ESPACIO
Según ciertas doctrinas religiosas, la tierra es el centro del universo, y el cielo se alza formando una bóveda alrededor de nosotros. En su parte superior, según dicen, es donde se encuentra la morada de los bienaventurados, y el infierno, mansión de los condenados, prolonga sus sombrías galerías por las mismas entrañas del globo.
La ciencia moderna, de acuerdo con la enseñanza de los Espíritus, presentándonos el universo sembrado de innumerables mundos habitados, ha dado un golpe mortal a aquellas teorías. El cielo está en todas partes; por todas partes se encuentra lo inconmensurable, lo insondable y lo infinito; en todas partes hay un hormigueo de soles y de esferas, en medio de los cuales nuestra tierra no es más que una unidad mezquina.
En el seno de los espacios, no hay más que moradas circunscritas a las almas. Siendo libres y puras, éstas recorren la inmensidad y van adonde les llevan sus 118
afinidades y sus simpatías. Los espíritus inferiores, grávidos por la densidad de sus fluidos, permanecen como aferrados al mundo donde han vivido, circulando por su atmósfera o mezclándose con los humanos.
Los goces y las percepciones del espíritu no resultan del ambiente que ocupa, sino de su estado personal y de los progresos realizados. Un espíritu retrasado, de periespíritu opaco y envuelto en tinieblas, puede encontrarse con el alma radiante cuya forma sutil se preste a las sensaciones más delicadas, a las vibraciones más extensas. Cada uno lleva en sí su gloria o su miseria.
La condición de los espíritus en la vida de ultratumba, su elevación, su felicidad, todo depende de su facultad de sentir y de percibir, que es proporcional a su grado de adelanto.
Ya vemos aumentar sobre la tierra los goces intelectuales con la cultura interior. Las obras literarias y artísticas, las bellezas de la civilización, las más altas concepciones del genio humano permanecen incomprendidas por el hombre salvaje y aún por muchos de nuestros conciudadanos. Así, pues, los espíritus de orden inferior, como ciegos en medio de la naturaleza llena de sol o como sordos en un concierto, permanecen indiferentes e insensibles ante las maravillas de lo infinito.
Estos espíritus, envueltos en fluidos espesos, soportan las leyes de la gravitación y son atraídos por la materia. Bajo la, influencia de sus apetitos groseros, las moléculas de sus cuerpos fluidicos se cierran a las percepciones exteriores y les hacen esclavos de las mismas fuerzas naturales que gobiernan a la humanidad. Nunca se insistiría demasiado en este hecho, que es el fundamento del orden y de la justicia universales: las almas se agrupan y se escalonan en el espacio según el grado de pureza de su envoltura; la categoría del espíritu está en relación directa con su constitución fluídica, la cual es su obra propia, la resultante de sus pasados y de todos sus trabajos. Ella es la que determina su situación; en ella es donde encuentra su recompensa o su castigo. Mientras el alma purificada re corre la vasta y radiante extensión, mora a su antojo en los mundos y apenas ve los límites de su ímpetu, el espíritu impuro no puede alejarse de los globos materiales.
Entre estos estados extremos, numerosos grados intermediarios permiten a los espíritus semejantes agruparse y constituir verdaderas sociedades celestiales. La comunidad de ideas y de sentimientos, la identidad de gustos, de opiniones y de aspiraciones atraen y unen a esas almas que forman grandes familias.
La vida del espíritu avanzado es esencialmente activa, aunque sin fatigas. Las distancias no existen para él. Se transporta con la rapidez del pensamiento. Su envoltura, semejante a un vapor ligero, ha adquirido tal sutilidad que se hace invisible para los espíritus inferiores. Ve, oye, siente, percibe, no ya con los órganos materiales que se interponen entre la naturaleza y nosotros e interceptan el paso a la mayor parte de las sensaciones, sino directamente, sin intermediario, con todas las partes de su ser. Así, pues, sus percepciones son mucho más claras y múltiples que las nuestras. El espíritu elevado nada de cualquier modo en el seno de un océano de sensaciones deliciosas. Cuadros cambiantes se desarrollan ante su vista, armonías suaves le arrullan y le encantan. Para él, los colores son perfumes y los perfumes sonidos. Y aunque sus impresiones son exquisitas, puede sustraerse a ellas y recogerse a voluntad, envolviéndose en un velo fluidico e aislándose en el seno de los espacios.
El espíritu avanzado queda libre de todas las necesidades del cuerpo. La alimentación y el sueño no tienen para él ninguna razón de ser. Deja para siempre, al abandonar la tierra, los vanos cuidados, las alarmas, todas las quimeras que emponzoñan la existencia aquí abajo. Los espíritus inferiores llevan consigo, más allá de la tumba, sus costumbres, sus necesidades, sus preocupaciones materiales. No pudiendo elevarse por encima de la atmósfera terrestre, vuelven a participar de la vida de los humanos, a intervenir en sus luchas, en sus trabajos y en sus placeres. Sus pasiones y sus apetitos, siempre despiertos, les abruman, sobreexcitados por el continuo contacto con la humanidad, y la imposibilidad de satisfacerlos supone para 119
ellos una causa de sus torturas.
Los espíritus no necesitan de la palabra para comprenderse. Como quiera que se refleja cada pensamiento en el espíritu como una imagen en un espejo, cambian sin esfuerzo sus ideas con una rapidez vertiginosa. El espíritu elevado puede leer en el cerebro del hombre y discernir sus más secretos designios. Nada le queda oculto. Escruta todos los misterios de la naturaleza, y puede explorar a su antojo las entrañas del globo y el fondo de los océanos, y considerar en ellos los restos de las civilizaciones desaparecidas. Atraviesa los cuerpos más densos y ve abrirse ante sí los dominios impenetrables por el pensamiento humano.
XXXIV
LA ERRATICIDAD
En tanto que las almas, libres de las influencias terrenales, se constituyen en grupos simpáticos en los que todos los miembros se aman, se comprenden y viven en una igualdad perfecta y en una profunda felicidad, los espíritus que no han podido vencer sus pasiones llevan una vida errante, vagabunda, que, sin ser una causa de sufrimientos, les hace inseguros e inquietos. Esto es lo que se llama erraticidad, y esta condición es la de la. mayor parte de los espíritus que han vivido en la tierra, espíritus que no son buenos ni malos, sino débiles e inclinados a las cosas materiales.
Se encuentran en la erraticidad multitudes inmensas, siempre en busca de un estado mejor, que se les escapa. Espíritus innumerables flotan en ellas, indecisos entre lo justo y lo injusto, la verdad y el error y la sombra y la luz. Otros quedan sumidos en el aislamiento, la oscuridad y la tristeza, o van implorando acá o allá un poco de benevolencia o de simpatía.
La ignorancia, el egoísmo, los defectos de todas suertes reinan aún en la erraticidad, y la materia ejerce siempre sobre tales espíritus su influencia. El bien y el mal se encuentran mezclados. Es la erraticidad como una especie de vestíbulo de los espacios luminosos, de los mundos mejores. Todos pasan por ella, todos moran en ella, aunque para elevarse más arriba.
La enseñanza de los Espíritus sobre la vida de ultratumba nos enseña que no ha lugar a la contemplación estéril ni a la beatitud ociosa. Todas las regiones del universo están pobladas por espíritus atareados. Por todas partes suben enjambres de almas, descienden y se agitan en el seno de la luz o en las regiones oscuras. En un punto, se aglomeran los auditorios para recibir las instrucciones de los espíritus elevados. Más lejos, se forman grupos para festejar a un recién llegado. En otra parte, otros espíritus combinan los fluidos, les prestan mil formas y mil tintes maravillosos y los preparan para los sutiles usos que les destinan los genios superiores;
Otras multitudes se aglomeran alrededor de los globos y los siguen en sus evoluciones; multitudes sombrías, turbadas, que influyen sin saberlo, sobre los elementos atmosféricos. Unos espíritus luminosos las atraviesan, más rápidos que el relámpago, proporcionando auxilios y consuelos a los encarnados que los imploran. 120
Cada uno desempeña su papel y contribuye a la gran obra en la medida de su mérito y de su adelanto. El universo entero evoluciona. Como los mundos, los espíritus prosiguen su eterna carrera, atraídos hacia un estado superior, entregados a ocupaciones diversas. Progreso por realizar, ciencia por adquirir, dolor por extinguir, remordimientos por calmar, amor a los humanos, expiación, abnegación, sacrificio, todas estas fuerzas, todos estos móviles les estimulan, les impulsan, les precipitan hacia sus caminos. En esta inmensidad reinan incesantemente el movimiento y la vida. Todo se transforma, se engrandece, se eleva. La inmovilidad, la inacción es el retroceso, es la muerte. Bajo el impulso de la gran ley, seres y mundos, almas y soles, todo gavita y se mueve en la órbita gigantesca trazada por la voluntad divina.
xxxv
LA VIDA SUPERIOR
Cuando el alma virtuosa, después de haber vencido las pasiones, abandona su cuerpo miserable, instrumento de dolor y de gloria, vuela a través de la inmensidad y va a unirse con sus hermanas del espacio. Impulsada por una fuerza irresistible, recorre regiones donde todo es armonía y esplendor. La palabra humana es demasiado pobre para expresar lo que ve en ellas. Y sobre todo, ¡qué ligereza y qué goce delicioso el de sentir que se rompe la cadena que la unía a la tierra, poder abarcar la extensión, hundirse en el vacío sin límites, elevarse al otro lado de la órbita de los mundos! Ya no existe el cuerpo achacoso, sufriente, pesado como una plancha de plomo; ya no hay que arrastrar penosamente la bola material. Libertada de sus lazos, irradia el alma y se embriaga de espacio y libertad. La fealdad terrestre, la vejez decrépita y arrugada cede el puesto a un cuerpo fluidico de formas graciosas, forma humana idealizada, que se ha hecho diáfana y brillante.
El alma ha encontrado a los que amaba aquí abajo y que le precedieron en la nueva vida, los elegidos de su afecto, sus compañeros de labor y de sufrimiento. Parecen esperarla como al término de un largo viaje. El alma comunica libremente con ellos. Sus expansiones están llenas de una felicidad que avivan más los recuerdos de la tierra y la comparación de la hora presente con el pasado pleno de lágrimas. Otros espíritus, perdidos de vista durante su última encarnación y a los que los males soportados en común en el transcurso de las edades le habían hecho que les tomase cariño, se unen a los primeros. Todos los que participan de sus buenos y de sus malos días, todos los que con ella se engrandecieron, lucharon, lloraron y sufrieron, se aglomeran para recibirla, y, despertándose súbitamente su memoria, se producen explosiones de felicidad, efusiones que la pluma no sabría describir.
¿Cómo resumir las impresiones del espíritu en la vida radiante que se abre ante él? Al desgarrarse de pronto el vestido espeso, el pesado manto que recubría sus sentidos íntimos, sus percepciones se han encontrado centuplicadas. Ya no hay lí-mites, ya no existen horizontes limitados. El infinito profundo, luminoso se despliega con sus maravillas esplendorosas, con sus millones de soles, sus hogueras multicolores -zafiros, esmeraldas, joyas enormes sembradas en el azul- y sus sun-tuosos cortejos de esferas. Estos soles, que aparecen para los hombres como simples 121
chispas, los contempla el espíritu en su real y colosal grandeza; los ve superiores al que alumbra nuestro mezquino planeta; reconoce la fuerza de atracción que les une, y distingue, en las lejanas profundidades, los astros formidables que presiden sus evoluciones. Todas estas antorchas, las ve él conmoverse, gravitar, proseguir su carrera vagabunda, y entrecruzarse como globos de fuego arrojados al vacío por la mano de un invisible prestidigitador.
Nosotros, a quienes turban sin cesar los rumores, los murmullos confusos de la raza humana, no podemos concebir la calma solemne, el majestuoso silencio de los espacios que llena el alma de un sentimiento augusto, de un asombro rayano en el espanto. Pero el espíritu bueno y puro es inaccesible al espanto. Ese infinito, silencioso y frío para los espíritus inferiores, se anima muy pronto para él y le deja oír su voz poderosa. El alma, separada de la materia, percibe poco a poco las vibraciones melodiosas del éter, las delicadas armonías que descienden de las colonias celestes; oye el ritmo imponente de las esferas. Esos cantos de los mundos, esas voces de lo infinito que resuenan en el silencio, las percibe y se penetra de ellos hasta el arrobamiento. Recogida, embriagada, henchida de un sentimiento grave y religioso, de una admiración que no puede ser saciada, el alma se baña en las olas del éter, contempla las profundidades siderales, las legiones de espíritus -sombras frágiles, ligeras que flotan y se agitan en superficies de luz-o Asiste a la génesis de los mundos; ve a la vida despertarse y engrandecerse en su superficie; sigue el desenvolvimiento de las humanidades que los pueblan, y en este espectáculo comprueba que en todos los lugares la actividad, el movimiento y la vida se unen ordenadamente en el universo.
Cualquiera que sea su estado de adelanto, el espíritu que acaba de abandonar la tierra no puede aspirar a vivir indefinidamente esa vida superior. Sujeto a la reencarnación, esa vida no es para él más que una época de reposo, una compensación a los males padecidos, una recompensa ofrecida a sus méritos. Se empapa y se fortifica en ella para las luchas futuras. Pero, en el porvenir que le espera, no volverá a encontrar ya las angustias y los cuidados de la vida terrena. El espíritu elevado está llamado a renacer en globos mejor dotados que el nuestro. La. escala grandiosa de los mundos contiene numerosas gradas dispuestas para la ascensión de las almas; cada una de éstas asciende por aquéllas gradualmente.
En las esferas superiores a la tierra, la materia tiene menos imperio. Los males que ésta engendra se atenúan a medida que el ser progresa, y acaban por desaparecer. El hombre no se arrastra allí penosamente por el suelo, abrumado bajo el peso de una atmósfera pesada; se mueve con facilidad. Las necesidades corporales son casi nulas y los rudos trabajos, desconocidos. La existencia, más larga que la nuestra, transcurre en el estudio, en la participación de las obras de una civilización perfeccionada que tiene por base la moral más pura, el respeto de los derechos de todos, la amistad y la fraternidad. Los horrores de la guerra, las epidemias, las plagas no tienen acceso, y los groseros intereses, causa de tantas codicias aquí abajo, no dividen allí a los espíritus.
Estos datos acerca de las condiciones de habitabilidad de los mundos están confirmados por la ciencia. Por medio del espectroscopio, se ha llegado a analizar sus elementos constitutivos, a calcular su poder de atracción y a pesar su masa. La astronomía nos demuestra que las estaciones varían de duración y de intensidad, según la inclinación de los globos con relación a su órbita. Nos enseña que Saturno tiene la densidad de la madera de arce; Júpiter, sobre poco más o menos, la del agua. Nos dice que en Marte la pesadez de los cuerpos es la mitad menor que en la Tierra. Ahora bien; siendo la organización de los seres vivos la resultante de las fuerzas puestas en acción en cada mundo, vemos qué variedades de formas se deducen de estos hechos, qué diferencias pueden producirse en las manifestaciones de la vida en las innumerables tierras del espacio.
Llega un día, por fin, en que el espíritu, después de haber recorrido el ciclo de sus existencias planetarias, después de haberse purificado con sus renacimientos y sus emigraciones a través de los mundos, ve cerrarse la serie de sus encarnaciones y 122
abrirse la vida espiritual definitiva, la verdadera vida del alma, donde están desterrados el mal, la sombra y el error. Las últimas influencias materiales se han desvanecido. La calma, la serenidad y la seguridad profunda han reemplazado a las tristezas y las inquietudes de otro tiempo. El alma ha llegado al término de sus padecimientos; está segura de no volver a sufrir más. ¡Con qué sentimiento de emoción rememora los hechos de su vida, esparcidos en la sucesión de las épocas, su prolongada ascensión y la lenta conquista de sus méritos! ¡Cuánta enseñanza hay en esta marcha ininterrumpida, en el transcurso de la cual se constituye y se afirma la unidad de su naturaleza, de su personalidad inmortal!.
Del recuerdo de las lejanas alarmas, de los cuidados, de los dolores, se transporta a las felicidades del presente y las saborea con delicia. ¡Qué embriaguez la de sentirse vivir en medio de espíritus esclarecidos, pacientes y dulces; la de unirse a ellos con los vínculos de un afecto que no se turba por nada; la de participar de sus aspiraciones, de sus ocupaciones, de sus gustos; la de saberse comprendido, sustentado, amado, libertado de las necesidades y de la muerte, joven con una juventud en la que ya no hacen presa los siglos!... Luego, estudiar, admirar, glorificar la obra infinita, penetrar más profundamente los divinos misterios; reconocer por todas partes la justicia, la belleza y la bondad celestiales, identificarse con ellas y abrevarse y nutrirse de ellas; seguir a los genios superiores en su tarea, en sus misiones; comprender que llegaremos a igualarlos, que subiremos aún más arriba; que siempre, siempre, nuevos goces, nuevos trabajos nuevos progresos nos esperan: tal es la vida eterna, magnífica, desbordante, la vida del espíritu purificado por el sufrimiento.
* * * *
Los cielos elevados son la patria de la belleza ideal y perfecta donde todas las artes se inspiran. Los espíritus superiores poseen en su grado eminente el sentido de lo bello. Es la fuente de sus más puros goces, y todos saben realizarlo en obras, al lado de las cuales palidecen las obras maestras de la tierra. Cada vez que una nueva manifestación del genio se produce en nuestro mundo; cada vez que el arte se revela en una forma perfeccionada, puede creerse que un espíritu que ha descendido de las altas esferas ha encarnado en la tierra para iniciar a los hombres en los esplendores de la eterna belleza. Para el alma superior, el arte, bajo sus múltiples aspectos, es una oración, un homenaje rendido al Principio eterno.
Siendo fluidico el espíritu, obra sobre los fluidos del espacio. Su voluntad poderosa los combina, los dispone a su gusto, les presta los colores y las formas que responden a su finalidad. Por medio de estos fluidos, se ejecutan obras que desafían toda comparación y todo análisis.
En las moradas etéreas se celebran fiestas espirituales. Los espíritus puros, radiantes de luz, se agrupan por familias. Suaves armonías -al lado de las cuales las armonías de la tierra no son más que ruidos discordantes- les encantan, y en el espacio infinito se les aparece el espectáculo maravilloso de los mundos girando en la extensión y uniendo sus notas a las voces celestiales, al himno universal que sube hacia Dios.
Todos estos espíritus, en multitud innumerable, se conocen y se quieren. Los vínculos, los afectos que les unían en la vida material, rotos por la muerte, se han reconstituido para siempre. Acuden de diversos puntos del espacio y de los mundos superiores para comunicarse el resultado de sus misiones, de sus trabajos; para felicitarse por sus éxitos, para ayudarse mutuamente en las obras difíciles. Ningún resabio, ningún sentimiento de envidia se desliza en esas almas delicadas. El amor, la confianza, la sinceridad presiden estas reuniones donde son recogidas las instrucciones de los mensajeros divinos, donde son aceptadas nuevas tareas que contribuyen a elevar más. Unos consienten en velar por el progreso y por el 123
desenvolvimiento de las naciones y de los globos; otros encarnan en las tierras del espacio para cumplir en ellas misiones de abnegación, para instruir a los hombres en la moral y en la ciencia; otros -los espíritus guías o protectores- se dirigen a cualquier alma encarnada, le prestan su apoyo en el áspero camino de la existencia, la conducen desde el nacimiento hasta la muerte durante varias vidas sucesivas, acogiéndola al final de cada una de éstas en el umbral del mundo invisible. En todos los grados de la jerarquía espiritual, el espíritu desempeña su papel en la obra inmensa del progreso y contribuye a la realización de las leyes superiores.
Y cuanto más se purifica el espíritu, más inmensa, más ardiente se hace en él la necesidad de amar, de atraer hacia su luz y hacia su felicidad, hacia la mansión donde el dolor es desconocido, a todo el que sufre, a todo el que lucha y se agita en los abismos de la existencia inmortal. Cuando uno de estos espíritus adopta a uno de sus hermanos inferiores y se convierte en su protector, ¡con cuánta solicitud afectuosa guía sus pasos, con cuánto júbilo ve sus progresos, con cuánta amargura comprueba sus caídas que no ha podido prevenir! Como el niño, fuera de la cuna, ensaya sus primeros pasos bajo la mirada enternecida de la madre, así el espíritu protegido se ensaya en los combates de la vida bajo el amparo invisible de su guía espiritual.
Todos tenemos uno de estos genios tutelares que nos inspira y nos dirige en las horas difíciles. De ahí la poética leyenda cristiana del ángel guardián. No hay pensamiento más dulce y consolador. Saber que un amigo fiel nos es adicto y está siempre dispuesto a socorremos, tanto de cerca como de lejos; a influenciarnos desde largas distancias como a permanecer a nuestro lado durante el padecimiento; a aconsejarnos por medio de la intuición, reconfortándonos con su amor, eso constituye un venero inapreciable de fuerza moral. El pensamiento de que unos testigos benévolos e invisibles ven todas nuestras acciones y se entristecen o se regocijan con ellas, nos inspira más prudencia y circunspección.
Por esta protección oculta es como se fortifican los vínculos de solidaridad que unen al mundo celeste con la tierra, al espíritu emancipado con el hombre -espíritu aprisionado en la carne-o Mediante esta asistencia continua, se crean, por una y otra parte, las simpatías profundas, las amistades duraderas y desinteresadas. El amor que anima al espíritu elevado se va extendiendo poco a poco a todos los seres al dirigirse sin cesar hacia Dios, padre de las almas, hogar de todos los poderes afectivos.
* * * *
Hemos hablado de jerarquía. Existe, en efecto, una jerarquía de los espíritus, pero las cualidades adquiridas mediante el trabajo y el sufrimiento son su única base y su razón de ser. Sabemos que todos los espíritus son iguales en principio, diferentes sólo desde el punto de vista del adelanto, y destinados a los mismos fines. Los grados de la jerarquía espiritual comienzan en el seno de la vida inferior y se prolongan hacia alturas inaccesibles a nuestras concepciones actuales. Constituyen un escalonamiento inexpresable de poderes, de luces, de virtudes que van en aumento desde la base hasta la cima -si es que hay una cima-. Constituyen la espiral del progreso, desenrollándose hasta lo infinito.
Tres grandes fases la distinguen -vida material, vida espiritual y vida celestial- reflejándose, reaccionando la una sobre la otra y formando un todo que constituye el campo de evolución de los seres, la escala de Jacob de la leyenda. En esta escala inmensa, todos los seres están unidos por vínculos invisibles. Cada uno está sustentado, atraído por un espíritu superior a él. Las almas superiores que se manifiestan en los humanos nos parecen sublimes, y, sin embargo, afirman la existencia de seres que están tan por encima de ellas como ellas lo están por encima de nosotros. Las innumerables gradas se suceden y se pierden en las profundidades llenas de misterio. 124
La superioridad del espíritu se reconoce en su vestimenta fluídica. Esta es como una envoltura tejida con las cualidades y los méritos adquiridos en la sucesión de sus existencias. Empañada y sombría para el alma inferior, su blancura aumenta en la proporción de los progresos realizados, y se hace cada vez más pura. Va brillante en el espíritu elevado, da a las almas superiores un esplendor incomparable.
Todo espíritu es una hoguera de luz, de una luz por mucho tiempo velada, comprimida, invisible, que se desarrolla con el valor moral, crece lentamente y aumenta en extensión y en intensidad. Es en un principio como un fuego oculto bajo la ceniza, y que se revela con débiles chispas y luego con una llama tímida y vacilante. Un día se convierte en aureola; luego, se activa, se extiende y abarca el espíritu por entero, que resplandece como un sol o como esos astros errantes que recorren los abismos celestes, dejando tras de sí una estela luminosa. Para obtener este grado de esplendor es preciso un conjunto de trabajos, de obras fecundas; una acumulación de existencias que a nosotros, humanos, nos parecería la eternidad.
Elevándose más arriba, hacia cimas que el pensamiento no puede medir sin vértigo, ¿no se llegaría a entrever intuitivamente lo que es Dios, alma del Universo, centro prodigioso de luz? La visión directa de Dios, según se dice, sólo es propia de los grandes Espíritus. La luz divina expresa la gloria, el poder, la majestad del Eterno; es la visión misma de la verdad. Pero pocas almas pueden contemplarla sin velos. Para soportar su brillo, se necesita gozar de una pureza absoluta.
La vida terrenal suspende las propiedades radiantes del espíritu. Durante su curso, la luz del alma está oculta bajo la carne, semejante a una antorcha solitaria que ardiese en el fondo de un sepulcro. Sin embargo, podemos comprobar su existencia en nosotros. Nuestras buenas acciones, nuestros impulsos generosos, la mantienen y la avivan. Una multitud entera puede recibir el calor comunicativo de un alma entusiasta. En nuestros momentos de expansión, de caridad, de amor, sentimos en nosotros mismos como una llama, como una radiación que emanase de nuestro ser. Esta luz interior es la que hace a los oradores, a los héroes, a los apóstoles. Ella es la que cautiva a los auditorios, la que entusiasma a los pueblos y les hace realizar grandes cosas. Las fuerzas espirituales se revelan entonces a los ojos de todos y ponen de manifiesto lo que se puede obtener de las potencias psíquicas puestas en acción por la pasión del bien y de la justicia. La fuerza del alma es superior a todos los poderes materiales. Podría mover un mundo. Y esta fuerza es luz.
* * * *
Hemos intentado dar una idea de lo que es la vida celestial definitiva adaptándonos a la enseñanza de los espíritus. Es el fin hacia el cual evolucionan todas las almas, el ambiente en el que todos los sueños de felicidad se realizan, donde las nobles aspiraciones son satisfechas, donde las esperanzas perdidas, los afectos fracasados, los transportes comprimidos por la vida material se expansionan libremente. Allí, las simpatías, las ternuras, las puras atracciones se juntan, se unen y se funden en un inmenso amor que abarca a todos los seres y les hace vivir en una comunión perpetua en el seno de la gran armonía.
Sin embargo, para alcanzar esas alturas casi divinas se necesita haber abandonado en las pendientes que conducen a ellas los apetitos, las pasiones, los deseos; es preciso haber sido desgarrado por las zarzas, purificado por las aguas procedentes de los ventisqueros. Es preciso haber conquistado la dulzura, la resignación, la fe; haber aprendido a sufrir sin murmurar, a llorar en silencio, a desdeñar los bienes y los goces efímeros de1 mundo, a poner el corazón al servicio de los bienes que no se acaban nunca. Es necesario haber dejado en los sepulcros terrenales despojos deformados por el dolor, haber padecido muchas privaciones, haber soportado sin quejarse la humillación y el desprecio, haber sentido la mordedura 125
del mal, el peso del aislamiento y de la tristeza. Es preciso haber vaciado muchas veces el cáliz profundo y amargo. Porque sólo el sufrimiento, desarrollando las fuerzas viriles del alma, la prepara para la lucha y la ascensión, la purifica, la madura, la eleva, le abre las puertas de la vida de bienaventuranza.
¡Espíritu inmortal, espíritu encarnado o libre, si quieres recorrer rápidamente la cadena magnífica de los mundos y llegar a las regiones etéreas, arroja lejos de ti todo lo que hace pesados tus pasos y dificulta tu vuelo! ¡Devuelve a la tierra todo lo que viene de la tierra, y no aspires más que a los tesoros eternos: trabaja, ora, consuela, ayuda, ama, ¡oh!, ama hasta la inmolación. ¡Cumple con tu deber, aun a costa del sacrificio y de la muerte! Así sembrarás el germen de tu felicidad para el porvenir.
XXXVI
LOS ESPIRITUS INFERIORES
El espíritu puro lleva en sí su luz y su felicidad; le siguen a todas partes; forman parte integrante de su ser. Del mismo modo, el espíritu culpable arrastra consigo su oscuridad, su castigo, su oprobio. Los sufrimientos de las almas perversas, con no ser materiales, no por eso son menos vivos. El infierno no es más que un lugar quimérico, un producto de la imaginación, un espantajo, quizá necesario para imponerse a los pueblos niños, pero que nada tiene de real. Muy otra es la enseñanza de los espíritus, con relación a los tormentos de la vida futura; la hipótesis no forma parte de ella en absoluto.
Los que padecen estos sufrimientos vienen a describírnoslo, como otros vienen a comunicarnos su encanto. No son impuestos por una voluntad arbitraria. Ninguna sentencia es pronunciada. El espíritu sufre las consecuencias naturales de sus actos, que recaen sobre él y le glorifican o le mortifican. El ser sufre en la vida de ultratumba no solamente por el mal que ha hecho, sino también por su inacción y su debilidad. En una palabra: esa vida es obra suya; tal y como la formó con sus propias manos. El sufrimiento es inherente al estado de imperfección; se atenúa con el progreso; desaparece cuando el espíritu ha vencido a la materia.
El castigo del espíritu malo continúa no solamente en la vida espiritual, sino también en las encarnaciones sucesivas que le arrastran por los mundos inferiores, donde la existencia es precaria y el dolor reina como soberano. Tales mundos son los que podrían ser calificados de infiernos. La tierra, considerada desde ciertos puntos de vista, debe ser clasificada entre ellos. Alrededor de estos globos -cárceles evolucionando en el espacio- flotan las sombrías legiones de los espíritus imperfectos que esperan la hora de la reencarnación.
Hemos visto cuán penosa, prolongada y llena de turbación y de angustia es la fase de la separación corporal para el espíritu entregado a las pasiones. La ilusión de la vida terrena continúa en él durante algunos años. Incapaz para darse cuenta de su estado y para romper los lazos que le encadenan, no habiendo elevado nunca su inteligencia y su corazón más allá del círculo estrecho de su existencia, continúa viviendo como lo hacía antes de la muerte, sujeto a sus costumbres, a sus aficiones, indignándose de que sus allegados aparenten no verle ni oírle, errante, triste, sin rumbo, sin esperanza, en los lugares que le son familiares. Estas son las "almas en pena", cuya presencia se ha supuesto en algunas moradas, y cuya realidad queda establecida todos los días por medio de numerosas y ruidosas manifestaciones.
La situación del espíritu después de la muerte resulta únicamente de las 126
aspiraciones y de los gustos que desarrolló en sí. Siempre se manifiesta la ley inexorable de la siembra y la recolección. El que puso todos sus goces, toda su felicidad en las cosas de este mundo, en los bienes de la tierra, sufre cruelmente en cuanto se ve privado de ellos. Toda pasión lleva su castigo en sí misma. El espíritu que no ha sabido emanciparse de los apetitos groseros, de los deseos brutales, se convierte en el juguete de ellos y en su esclavo. Su suplicio consiste en ser atormentado por ellos, sin poder darles satisfacción.
Conmovedora es la desolación del avaro que ve dispersarse el oro y los bienes amontonados por sus cuidados. Queda aferrado a ellos, a pesar de todo, presa de una terrible ansiedad, entregado a los transportes de un furor indecible.
Tan digna de lástima es la situación de los poderosos y soberbios, de aquellos que abusaron de su fortuna y de sus títulos, sin pensar más que en la gloria y en el bienestar, despreciando a los humildes y oprimiendo a los débiles. Para ellos no habrá cortesanos serviles, criados incondicionales ni moradas ni trajes suntuosos. Despojados de todo cuanto constituía su grandeza terrena, la soledad y la privación les esperan en el espacio.
Más espantosa aún es la condición de los espíritus crueles y rapaces, de los criminales de toda especie, de aquellos que hicieron correr la sangre o pisotearon la justicia. Las quejas, las maldiciones de sus víctimas resuenan en sus oídos durante un tiempo que les parece una eternidad. Sombras irónicas y amenazadoras les rodean y les persiguen sin descanso. No hay para ellos retiro alguno lo suficientemente profundo, lo bastante escondido, y en vano buscan el reposo y el olvido. Sólo la entrada en una vida oscura, la miseria, el rebajamiento y la esclavitud pueden atenuar sus males.
Nada iguala a la vergüenza, al terror del alma que ve sin cesar erguirse delante de ella las existencias culpables, las escenas de asesinato y de expoliación; se siente como desnuda, traspasada por una luz que hace revivir sus actos más secretos. El recuerdo -ese ardiente aguijón- le abrasa y le desgarra. Cuando se conoce este sufrimiento, se comprende y se bendice la providencia divina que nos lo ahorra durante la vida terrena, y nos da así, con la tranquilidad de espíritu, una mayor libertad de acción para trabajar en nuestro perfeccionamiento.
Los egoístas, los hombres exclusivamente preocupados de sus placeres y de sus intereses, se preparan así un penoso porvenir. N o habiendo amado a nadie más que a ellos mismos; no habiendo ayudado, consolado ni tranquilizado a nadie, no encuentran a su vez simpatía ni socorro en la nueva vida. Aislados y desamparados, ven transcurrir el tiempo monótono y lento. Un tedio taciturno les oprime. El pesar de las horas perdidas y de la existencia desperdiciada, el odio hacia los intereses miserables que les absorbían, todo ello les roe y les devora. Sufren, vagan, hasta que un pensamiento caritativo acude a ello; y luce en su oscuridad como un rayo de esperanza; hasta que atendiendo a los consejos de un espíritu bienhechor y esclarecido, rompen con su voluntad la red fluídica que les encierra y se deciden a entrar en un camino mejor.
La situación de los suicidas tiene mucha analogía con la de los criminales; es, a veces, más mala aún. El suicidio es una. cobardía, un crimen, y sus consecuencias son terribles.
Según la expresión de un espíritu, el suicida "no rehuye el sufrimiento sino para encontrar la tortura". Cada uno de nosotros tiene unos deberes, una misión que cumplir en la tierra, unos sufrimientos que soportar para nuestro propio bien y para nuestra elevación. Tratar de sustraerse a ello, de librarse ce los males terrenos antes del término señalado, es violar la ley natural, y toda violación de esta ley supone para el culpable una reacción violenta.
El suicidio no libra de los sufrimientos físicos. El espíritu continúa ligado a ese cuerpo carnal que creía haber destruído, sufre lentamente todas las fases de la descomposición, y las sensaciones dolorosas se multiplican en él en lugar de 127
disminuir. Lejos de abreviar su padecimiento, lo prolonga indefinidamente; su malestar y su turbación persisten durante mucho tiempo después de la destrucción de la envoltura material. Le será preciso afrontar de nuevo los padecimientos a los cuales creía escapar con la muerte, y que su pasado había hecho nacer. Deberá soportarlos en las peores condiciones, volver a andar paso a paso el camino sembrado de obstáculos, y, para ello, tendrá que sufrir una encarnación más penosa aún que aquella de la cual quiso huir.
Los sufrimientos de los ajusticiados, después de la ejecución, son espantosos, y las descripciones que de ellos hacen algunos criminales célebres llegarían a conmover a los corazones más firmes, poniendo de manifiesto a la justicia humana los tristes efectos de la pena de muerte. La mayor parte de estos desgraciados son presa de una sobreexcitación aguda, de atroces sensaciones que les vuelven furiosos. El horror de sus crímenes, las miradas de sus víctimas, que parecen perseguirles y traspasarles como cuchillos, las alucinaciones y los sueños espantosos: tal es la suerte que les espera. La mayor parte de ellos, para encontrar una derivación de sus males, se lanzan sobre los encarnados de tendencias semejantes y les impulsan al crimen. Otros, devorados por los remordimientos como por un fuego inextinguible, buscan sin tregua un refugio que no pueden hallar. Bajo sus pasos, a su alrededor, en todas partes, creen ver cadáveres, figuras amenazadoras y charcos de sangre.
Los espíritus malos sobre los cuales recae el peso de sus faltas están en la imposibilidad de prever el porvenir. No conocen nada de las leyes superiores. Los fluidos en que están envueltos se oponen a toda relación con los espíritus elevados, que quisieran arrancarles a sus inclinaciones; pero no pueden hacerla a causa de la naturaleza grosera, casi material, de estos espíritus y del campo restringido de sus percepciones. Esto produce en ellos una ignorancia completa de su suerte y una tendencia a creer que son eternos los sufrimientos que padecen. Así, pues, algunos, imbuídos aún por los prejuicios católicos, creen y dicen hallarse en el infierno. Devorados por la envidia y el odio, con el fin de distraerse de sus preocupaciones. muchos buscan a los hombres débiles y propicios al mal. Se encarnizan con ellos y les hacen funestas inspiraciones; pero. poco a poco, de estos nuevos excesos se deducen nuevos sufrimientos. La reacción del mal causado les encierra en una red de fluidos más sombríos. Las tinieblas se hacen más completas, un círculo estrecho se forma, y la reencarnación, penosa y dolorosa, se yergue ante ellos.
Más tranquilos se hallan aquellos a quienes les ha llegado el arrepentimiento, aquellos que, resignados, ven próxima la época de los padecimientos y se han decidido a satisfacer la eterna justicia. Los remordimientos, como un pálido resplandor, iluminan sus almas con una luz vaga y permiten a los buenos espíritus que se deslicen en ellos para prodigarles alentaciones y consejos. 128
XXXVII
EL INFIERNO Y LOS DEMONIOS
Fundándose en los casos de obsesión, en las manifestaciones ruidosas de los espíritus ligeros, la Iglesia ha creído deber atribuir a los demonios todos los fenómenos del espiritismo y condenarlos como inútiles o peligrosos. Antes de rechazar esta interpretación, conviene recordar primero que el catolicismo ha acogido del mismo modo todos los grandes descubrimientos, todos los progresos considerables que han señalado las etapas de la historia. Apenas existen conquistas científicas que no hayan sido consideradas como obras diabólicas.
El mundo invisible, como hemos dicho, es el lado opuesto de la humanidad. Los espíritus no son más que las almas, más o menos perfectas, de los hombres desencarnados y nuestras relaciones con ellos deben ser llevadas con tanta reserva y prudencia como nuestras relaciones con nuestros semejantes.
No ver en el espiritismo más que las manifestaciones de los espíritus inferiores equivale a no afrontar más que el mal en la humanidad. Las enseñanzas de los espíritus han iluminado el camino de la vida, han resuelto los oscuros problemas del porvenir, han fortificado la fe vacilante, han restablecido la justicia sobre bases inquebrantables. Gracias a ellas, una multitud de incrédulos y de ateos han recobrado la creencia en Dios y en la inmortalidad; hombres ignorantes y viciosos han vuelto por millares al bien y a la verdad. ¿Es esto, pues, obra del demonio, y Satanás, si existiese, sería tan ciego que trabajase con menoscabo de sus intereses?
Basta poseer alguna clarividencia para distinguir la naturaleza de los espíritus y ver, en nuestras relaciones con ellos, qué es lo que debe ser rechazado o conservado. Jesús lo dijo: "reconoce al árbol por sus frutos". El lenguaje y las instrucciones de los espíritus elevados están siempre llenos de dignidad, de sabiduría y de caridad. No tienden más que al progreso moral del hombre y se desinteresan de todo lo que es material. Las comunicaciones de los espíritus inferiores pecan de los defectos contrarios. Rebosan de contradicciones y tratan generalmente de asuntos vulgares, sin alcance moral. Los espíritus ligeros o inferiores se entregan con preferencia a las manifestaciones físicas.
El espiritismo proporciona a la humanidad una enseñanza proporcionada a sus necesidades. Viene a restablecer en su pureza primitiva, a explicar, a completar la doctrina del Evangelio, a arrancarla al espíritu de especulación y a los intereses de casta, a devolverle su verdadero papel y su influencia sobre l as almas.
La religión cristiana se ha alterado en el transcurso de las edades, y hoy ya no ejerce más que una acción debilitada, insuficiente sobre las costumbres y los caracteres. Ahora bien; la tarea interrumpida por el Cristianismo acaba de reanudarla y proseguirla el Espiritismo. A los espíritus invisibles es a quienes corresponde la misión de restablecer todas las cosas, de penetrar en los ambientes más humildes, como también en los más soberbios, y, en multitud innumerable, trabajar por la regeneración de las sociedades humanas. La teoría de los demonios y del infierno eterno no puede ser ya invocada por ningún hombre sensato. Satanás no es más que un mito. Ninguna criatura se halla dedicada eternamente al mal. 129
XXXVIII
ACCION DEL HOMBRE SOBRE LOS ESPIRITUS DESGRACIADOS
Nuestra indiferencia para las manifestaciones espiritistas no nos privaría solamente del conocimiento del porvenir de ultratumba; nos quitaría al mismo tiempo la posibilidad de obrar sobre los espíritus desgraciados, de suavizar su suerte, haciéndoles más cómoda la reparación de las faltas cometidas. Los espíritus retrasados, teniendo más afinidad con los hombres que con los espíritus puros, a causa de su constitución fluídica todavía grosera, son precisamente por eso más asequibles a nuestra influencia. Entrando en comunicación con ellos podemos cumplir una generosa misión, instruirles, moralizarles y, al mismo tiempo, mejorar, sanear el ambiente fluidico en que vivimos todos. Los espíritus desgraciados atienden nuestras llamadas y nuestras evocaciones. Nuestros pensamientos simpáticos les envuelven como una corriente eléctrica, les atraen hacia nosotros y nos permiten conversar con ellos valiéndonos de los médiums.
Lo mismo ocurre con toda alma que abandona el mundo.
Nuestras evocaciones despiertan la atención de los fallecidos y facilitan su separación corporal. Nuestras oraciones ardientes, semejantes a chorros luminosos o a vibraciones armoniosas, les iluminan y dilatan su ser. Les resulta agradable pensar que no están abandonados a sí mismos en la inmensidad, que existen aún sobre la tierra seres que se interesan por su suerte y desean su felicidad. Aunque ésta no pueda ser obtenida en ningún caso mediante esas oraciones, no por eso dichas oraciones dejan de ser saludables para el espíritu, al que arrancan a la desesperación y al que dan las fuerzas fluídicas necesarias para luchar contra las influencias perniciosas y salir de su ambiente.
No hay que olvidar, sin embargo, que las relaciones con los espíritus inferiores exigen cierta seguridad de opiniones, tacto y firmeza. Todos los hombres no son aptos para obtener de estas relaciones los buenos efectos que son de esperar. Hay que poseer una verdadera superioridad moral para dominar a estos espíritus, reprimir sus desvíos y dirigirles por el camino del bien. Esta superioridad sólo se adquiere con una vida exenta de pasiones materiales. En este caso, los fluidos purificados del evocador dominan cómodamente a los fluidos de los espíritus retrasados.
Se necesita, además, un conocimiento práctico del mundo invisible, a fin de poderse guiar con seguridad en medio de las contradicciones y de los errores en que abundan las comunicaciones de los espíritus ligeros. Como consecuencia de su naturaleza imperfecta, éstos sólo poseen conocimientos muy restringidos. Ven y juzgan las cosas de diferente modo. Muchos conservan sus opiniones y sus prejuicios de la tierra. La sabiduría y la clarividencia son, pues, indispensables para dirigirse por entre semejante dédalo.
El estudio de los fenómenos espiritistas y las relaciones con el mundo invisible presentan muchas dificultades, y a veces hasta peligros, para el hombre ignorante y frívolo que se preocupe poco de la parte moral de la cuestión. El que, despreocupándose de estudiar la ciencia y la filosofía de los espíritus, penetra bruscamente en el dominio de lo invisible y se entrega sin reserva a las manifestaciones, se encuentra desde un principio en contacto con millares de seres y sin ningún medio de comprobar sus acciones y sus palabras.
Su ignorancia le entrega desarmado a su influencia, toda vez que su voluntad vacilante e indecisa no podría resistir a las sugestiones de que sería objeto. Débil y 130
apasionado, su imperfección atrae a los espíritus semejantes a él, los cuales le sitian y no tendrán escrúpulo alguno en engañarle. No sabiendo nada acerca de las leyes de lo oculto, aislado en el umbral de un mundo donde la alucinación y la realidad se confunden, podrá temerlo todo: la mentira, la ironía, la obsesión.
La intervención de los espíritus inferiores en las manifestaciones espiritistas fue considerable en un principio, y ello tenía su razón de ser. En un ambiente material como el nuestro, sólo las manifestaciones ruidosas de los fenómenos de orden psíquico podían conmover a los hombres y arrancarlos a la indiferencia hacia todo lo que no se refiriese a sus intereses inmediatos. Esto es lo que justifica el papel de las mesas rotativas, de los golpes y de las casas frecuentadas por espíritus. Estos fenómenos vulgares, producidos por espíritus todavía sometidos a la materia, eran apropiados a las exigencias de la causa y al estado mental de aquellos cuya atención se quería despertar. No podía atribuírseles a los espíritus superiores, que no se manifiestan sino ulteriormente y por procedimientos menos groseros, sobre todo con la ayuda de los médiums escritores, auditivos, de incorporación, etc.
Después de los hechos materiales, que se dirigían a los sentidos, los espíritus hablaron a la inteligencia, al sentimiento y a la razón. Este perfeccionamiento gradual de los medios de comunicación pone de manifiesto la multitud de recursos de que disponen las potencias invisibles y las combinaciones variadas y profundas que saben poner en juego para estimular al hombre en el camino del progreso y en el conocimiento de sus destinos.
XXXIX
JUSTICIA, SOLIDARIDAD Y RESPONSABILIDAD
Todo se encadena y se une en el universo, tanto en lo moral como en lo físico, según nos dicen los espíritus. En el orden de los hechos, desde lo más sencillo a lo más complejo, todo está regido por una ley; todo efecto se relaciona con una causa, y toda causa engendra un efecto idéntico a ella misma. De ahí, en el dominio moral, el principio de justicia, la sanción del bien y del mal, la ley distributiva que trata a cada uno según sus obras. Como las nubes formadas por la vaporización solar vuelven a caer fatalmente convertidas en lluvia sobre el suelo, del mismo modo las consecuencias de los actos realizados recaen sobre sus autores. Cada uno de esos actos, cada una de las voliciones de nuestro pensamiento, según la fuerza de impulsión que se les imprima, realiza su evolución para volver con sus efectos, buenos o malos, hacia el origen que los produjo.
Así, las penas y las recompensas se reparten entre los individuos mediante el juego natural de las cosas. Tanto el mal como el bien, todo vuelve a su punto de partida. Hay faltas cuyos efectos se producen aun en el transcurso de la vida terrestre. Hay otras más graves cuyas consecuencias se dejan sentir sólo en la vida espiritual, y a veces aun en las encarnaciones ulteriores.
La pena del talión no tiene nada de absoluta. No es menos cierto que las pasiones y los malos hechos del hombre conducen siempre a resultados idénticos, a los cuales no podría sustraerse. El orgulloso se prepara un porvenir de humillación; el egoísta crea a su alrededor el vacío y la indiferencia, y duras privaciones esperan a los sensuales. Tal es el castigo inevitable, el remedio eficaz que curará el mal en su causa, 131
sin que ningún ser tenga que constituirse en el verdugo de sus semejantes.
El arrepentimiento -una ardiente invocación a la misericordia divina-, al ponernos en comunicación con las potencias superiores, puede proporcionarnos la fuerza necesaria para recorrer la vía dolorosa, el camino de sufrimientos que nuestro pasado nos señala; pero, fuera de la expiación, nada podría borrar nuestras faltas. Sólo el sufrimiento -ese gran educador- puede rehabilitamos.
La ley de justicia no es, pues, más que el funcionamiento del orden moral universal, y las penas, los castigos representan la reacción de la naturaleza ultrajada y violentada en sus principios eternos. Las fuerzas del universo son solidarias; repercuten y vibran al unísono. Todo poder moral reacciona sobre lo que lo viola, proporcionalmente a su modo de acción. Dios no castiga a nadie. Deja al tiempo el cuidado de hacer que se deduzcan los efectos de sus causas.
El hombre es, pues, su propio ajusticiador, toda vez que, según el uso o el abuso que hace de su libertad, es feliz o desgraciado. El resultado de sus actos se deja esperar a veces. Solemos ver en este mundo a unos culpables amordazar sus conciencias, reírse de las leyes, vivir y morir agasajados. Por el contrario, vemos a otras personas honradas perseguidas por la adversidad y la calumnia. De ahí la necesidad de las vidas del porvenir, en el transcurso de las cuales, el principio de justicia encuentra su aplicación y el estado moral del ser su equilibrio. Sin este complemento necesario, la existencia actual no tendría sentido y casi todos nuestros actos estarían desprovistos de sanción.
En realidad, la ignorancia es el mal soberano, de donde se desprenden todos los demás males. Si el hombre viese distintamente la consecuencia de sus acciones, su conducta sería diferente. Conociendo la ley moral y su aplicación ineludible, no trataría ya de violarla, sino de resistir a las leyes de la pesadez o de la gravitación.
* * * *
Estas apreciaciones nuevas vienen a fortificar más los vínculos que nos unen con los miembros de la gran familia de las almas. Encarnadas o desencarnadas, todas las almas son hermanas. Creadas por el padre común, que es Dios, persiguen destinos análogos. Todos los espíritus se deben un mutuo socorro. A la vez protegidos y protectores, se ayudan mutuamente en su marcha, y con los favores prestados, con los padecimientos soportados en común, hacen nacer en ellos los sentimientos de fraternidad y de amor que son una de las condiciones de la vida superior, una de las formas de la vida feliz.
Los vínculos que nos unen a nuestros hermanos del espacio nos unen más estrechamente aún a los habitantes de la tierra. Todos los hombres, desde el más salvaje al más civilizado, son espíritus semejantes a nosotros por el origen y por los fines. En su conjunto, constituyen una sociedad en la que todos los miembros son solidarios, donde cada uno, trabajando en su progreso personal, debe participar del progreso y del bien de todos. No siendo la ley de justicia más que la resultante, el encadenamiento de los efectos y de las causas, explica por qué tantos males afligen a la humanidad.
La historia de la tierra apenas es más que un tejido de asesinatos y de iniquidades. Ahora bien; todos los siglos ensangrentados, todas las existencias de desorden se reúnen en el presente como los afluentes en el lecho de un río. Los espíritus que componen la sociedad actual son los hombres de otro tiempo que vuelven para sufrir las consecuencias de sus vidas anteriores, con las responsabilidades correspondientes.
Formada con tales elementos ¿cómo podrá vivir feliz la humanidad? Las generaciones son solidarias a través de las épocas; los humos de las pasiones las envuelven y las siguen hasta su purificación completa. Esta consideración nos hace 132
sentir más vivamente aún la necesidad de mejorar el ambiente social, esclareciendo a nuestros semejantes en la causa de nuestros males comunes, creando a nuestro alrededor, por medio de efectos colectivos, una atmósfera más sana y más pura.
El hombre debe aprender, por último, a medir el alcance de sus actos, la extensión de sus responsabilidades, a sacudir esa indiferencia que llena el abismo de las miserias sociales y emponzoña moralmente esta tierra, a la que le será preciso renacer quizá muchas veces aún. Es necesario que un soplo nuevo pase sobre los pueblos y encienda en ellos las convicciones de donde salen las voluntades firmes, inquebrantables. Importa que todos sepan, por último, que el reinado del mal no es eterno, y que la justicia no es una vana palabra; que sólo ella gobierna a los mundos, y que, bajo su nivelación poderosa, todas las almas se inclinan en la vida futura, todas las resistencias y todas las rebeliones se rompen.
De la idea superior de justicia se desprenden, pues, la solidaridad y la responsabilidad de los seres. Estos principios se unen y se funden en todo, en una ley única que domina y que rige al universo: el progreso en la libertad. Esta armonía, esta coordinación poderosa de las leyes y de las cosas, ¿no da una idea grande y consoladora de la vida y de los destinos humanos, diferente de las concepciones nihilistas? En esta inmensidad donde la equidad aparece hasta en los menores detalles, donde ningún acto útil queda sin aprovechamiento, ninguna falta sin castigo, ningún sufrimiento sin compensación, el ser se siente ligado a todo cuanto vive. Trabajando para él y para todos desarrolla libremente sus fuerzas, ve aumentar sus luces y crecer sus felicidades.
¡Compárense estas apreciaciones con las frías teorías materialistas, en ese espantoso universo donde los seres se agitan, sufren y pasan, sin vínculos, sin finalidad, sin esperanza, recorriendo sus vidas efímeras como pálidas sombras procedentes de la nada para volver a caer en la oscuridad y en el silencio eternos! De ambas concepciones, ¿cuál es la más capaz de consolar al hombre en sus dolores, de modificar su carácter, de conducirle hacia las elevadas cimas?
XL
LIBRE ALBEDRIOY PROVIDENCIA
La cuestión del libre albedrío es una de las que más han preocupado a los filósofos y a los teólogos. Conciliar la voluntad, la libertad del hombre con el juego de las leyes naturales y con la voluntad divina ha aparecido tanto más difícil cuanto que la fatalidad ciega parecía pesar, a los ojos de la mayoría, sobre el destino humano. La enseñanza de los espíritus ha dilucidado el problema. La fatalidad aparente que siembra de males el camino de la vida no es más que la consecuencia de nuestro pasado, el efecto volviendo hacia la causa; es el cumplimiento del programa aceptado por nosotros antes de renacer, siguiendo los consejos de nuestros guías espirituales, para nuestro mayor bien y nuestra elevación.
En las capas inferiores de la creación, el ser se ignora aún. Sólo el instinto y la necesidad le conducen, y sólo en los tipos más evolucionados aparecen, como un pálido amanecer, los primeros rudimentos de las facultades. En la humanidad, el alma 133
ha llegado a la libertad moral. Su juicio y su conciencia se desarrollan cada vez más, a medida que recorre su inmensa carrera. Colocada entre el bien y el mal, compara y escoge libremente. Esclarecida por sus decepciones y sus males en el seno de los sufrimientos es donde se forma su experiencia y donde se forja su fuerza moral.
El alma humana, dotada de conciencia y de libertad, no puede caer en la vida inferior. Sus encarnaciones se suceden hasta que ha adquirido estos tres bienes imperecederos, finalidad de sus prolongados trabajos: la bondad, la ciencia y el amor. Su posesión le emancipa para siempre de los renacimientos y de la muerte y le abre el acceso a la vida celestial.
Por el uso de su libre albedrío, el alma fija sus destinos y prepara sus goces y sus dolores. Pero nunca, en el transcurso de su carrera, en el sufrimiento amargo como en el seno de la ardiente lucha pasional, nunca le son rehusados los socorros de lo alto. Por poco que se abandone a sí misma, por indigna que parezca, en cuanto despierta su voluntad de emprender el camino recto, el camino sagrado, la Providencia le proporciona ayuda y sostén.
La Providencia es el espíritu superior, el ángel que vela sobre el infortunio, el consuelo invisible cuyos fluidos vivificadores sustentan a los corazones anonadados; es el faro encendido en la noche para salvación de los que vagan por la mar procelosa de la vida. La Providencia es, además y sobre todo, el amor divino vertiéndose a oleadas sobre la criatura. ¡Y cuánta solicitud, cuánta previsión hay en este amor! ¿No ha sido sólo para el alma, para que sirva de espectáculo a su vida y de teatro a sus progresos, para lo que ha suspendido los mundos en el espacio, para lo que ha encendido los soles, para lo que ha formado los continentes y los mares? Sólo para el alma se ha realizado esa gran obra, se combinan las fuerzas naturales y brotan los universos del seno de las nebulosas.
El alma ha sido creada para la felicidad; pero para apreciar esta felicidad en su valor, para conocer su importancia, debe conquistarla ella misma, y, para ello, desarrollar libremente las potencias que lleva en sí. Su libertad de acción y su responsabilidad crecen con su elevación, pues cuanto más se ilumina, más puede y debe conformar el juego de sus fuerzas personales con las leyes que rigen el universo.
La libertad del ser se ejerce en un círculo limitado, de un lado, por las exigencias de la ley natural, que no puede sufrir ninguna modificación, ningún desvío en el orden del mundo; de otro lado, por su propio pasado, cuyas consecuencias resaltan a través de las épocas hasta la reparación completa. En ningún caso el ejercicio de la libertad humana puede entorpecer la ejecución de los planes divinos; de lo contrario, el orden de las cosas sería turbado a cada instante. Por encima de nuestras opiniones limitadas y cambiantes, se mantiene y continúa el orden del universo. Somos casi siempre malos jueces en lo que significa para nosotros el verdadero bien; y si el orden natural de las cosas debiera doblegarse a nuestros deseos, ¿qué perturbaciones espantosas no resultaría de ello?
El primer uso que el hombre haría de una libertad absoluta sería apartar de sí todas las causas de sufrimiento y asegurarse desde aquí abajo una vida de felicidades. Ahora bien; si hay males a los que la inteligencia humana tiene el deber y posee los medios de conjurar y de destruir -por ejemplo, los que provienen del ambiente terrestre-, hay otros, inherentes a nuestra naturaleza moral, que sólo el dolor y la represión pueden domar y vencer: tales son nuestros vicios. En este caso, el dolor se convierte en una escuela, o, más bien, en un remedio indispensable, y los padecimientos soportables no son más que un reparto equitativo de la justicia infalible. Es, pues, nuestra ignorancia acerca de los fines perseguidos por Dios lo que nos hace renegar del orden del mundo y de sus leyes. Si los censuramos, es porque desconocemos sus resortes ocultos.
El destino es la resultante, a través de nuestras vidas sucesivas, de nuestros actos y de nuestras libres resoluciones. Más esclarecidos en el estado de espíritus con relación a nuestras imperfecciones, y preocupados por los medios de atenuarlos, 134
aceptamos la vida material bajo la forma y en las condiciones que nos parecen propias para realizar este fin.
Los fenómenos del hipnotismo y de la sugestión mental explican lo que ocurre en semejante caso bajo la influencia de nuestros protectores espirituales. En el estado de sonambulismo, el alma, bajo la sugestión de un magnetizador, se compromete a realizar un acto determinado dentro de un espacio de tiempo señalado. Vuelta al estado de vigilia, sin haber conservado ningún recuerdo aparente de semejante sorpresa, la ejecuta punto por punto. Del mismo modo, el hombre parece no haber conservado en la memoria las resoluciones adoptadas antes de renacer; pero llega la hora, corre al encuentro de los acontecimientos previstos y participa de ellos en la medida necesaria a su adelanto o para la ejecución de la ley ineludible.
XLI
REENCARNACIÓN
No terminaremos este estudio de la vida en el espacio, sin indicar, de una manera somera, de acuerdo con qué reglas se efectúa la reencarnación. Todas las almas que no han podido emanciparse de las influencias terrenales deben renacer en este mundo para trabajar en él por su mejoramiento; éste es el caso de la inmensa mayoría. Como las demás fases de la vida de los seres, la reencarnación está sometida a leyes: el grado de pureza del periespíritu y la afinidad molecular que determinan la clasificación de los espíritus en el espacio fijan también las condiciones de la reencarnación. Los semejantes se atraen. En Virtud de esta ley de atracción y de armonía, los espíritus del mismo orden, de caracteres y de tendencias análogas, se aproximan, se siguen a través de sus múltiples existencias, se encarnan en conjunto y constituyen familias homogéneas.
Cuando la hora de reencarnar ha llegado, el espíritu se siente arrastrado por una fuerza irresistible, por una misteriosa afinidad, hacia el ambiente que le conviene. Es ésta una hora de angustia más temible que la de la muerte. En realidad, la muerte no es más que la liberación de los vínculos carnales, la entrada en una vida más libre, más intensa. La encarnación, por el contrario, es la pérdida de esa vida de libertad, un aminoramiento del ser mismo, el paso de los claros espacios a la prisión oscura, el descendimiento a un abismo de lodo y de miseria donde el ser será sometido a necesidades tiránicas y sin número. Por eso es por lo que el disgusto, el espanto, el anonadamiento profundo del espíritu, en el umbral de este mundo tenebroso, son fáciles de concebir: es más penoso, es más doloroso renacer que morir.
* * * *
La reencarnación se produce por un aproximamiento graduado, por una asimilación de las moléculas materiales en el periespíritu, la cual se reduce, se condensa, se hace pesada progresivamente, hasta que, por una asociación suficiente de la materia, constituye una envoltura carnal, un cuerpo humano.
El periespíritu desempeña así el papel de un molde fuidico, elástico, que presta su forma a la materia. De ahí se deducen, en su mayor parte, las condiciones fisiológicas del renacimiento. Las cualidades o los defectos del molde reaparecen en 135
él. cuerpo físico, que no es, en la mayoría de los casos, sino una fea y grosera copia del periespíritu.
En cuanto comienza la asimilación molecular que ha de dar nacimiento al cuerpo, la turbación sobrecoge al espíritu; una torpeza, una especie de aniquilamiento le invade poco a poco. Sus facultades se velan, una tras otra; su memoria se desvanece y su conciencia se duerme. El espíritu queda como sepultado bajo una espesa crisálida.
Entregada a la vida terrena, durante un largo período, el alma deberá preparar el organismo nuevo, adaptarlo a las funciones necesarias. Sólo después de veinte o treinta años de tanteos, de esfuerzos instintivos, recobrará el uso de sus facultades, disminuidas, por cierto, por la materia, y podrá, con más resolución, hacer la travesía peligrosa de la existencia. El hombre poco esclarecido llora y se lamenta sobre las tumbas -esas puertas abiertas hacia el infinito-. Familiarizado con las leyes de arriba, para las cunas debería reservar su piedad. El vagido del niño que acaba de nacer, ¿no es como la queja del espíritu ante las tristes perspectivas de la vida?
Las leyes inflexibles de la naturaleza, o, más bien, los efectos que resultan del pasado del ser deciden su reencarnación. El espíritu inferior, ignorante de estas leyes, despreocupado de su porvenir, sufre maquinalmente su suerte y vuelve a ocupar su puesto en la tierra bajo el impulso de una fuerza que no trata siquiera de conocer. El espíritu avanzado se inspira con los ejemplos que le rodean en la vida fluídica, recoge las advertencias de sus guías espirituales, sopesa las condiciones buenas o malas de su reaparición en este mundo, prevé los obstáculos y las dificultades del camino, se traza un programa y adopta enérgicas resoluciones para realizarlo. N o vuelve a descender a la carne sino seguro de contar con el apoyo de los invisibles, seguro de que le ayudarán a realizar su nueva tarea. En este caso, el espíritu no soporta exclusivamente el peso de la fatalidad. Su elección puede ejercerse dentro de ciertos límites, de manera que se acelere su marcha.
Por esto, el espíritu esclarecido escoge con preferencia una existencia laboriosa, una vida de lucha y abnegación. Sabe que, gracias a ella, su adelanto será más rápido. La tierra es el verdadero purgatorio. Es preciso renacer y sufrir para despojarse de los vicios, para borrar las faltas o los crímenes del pasado. De ahí las enfermedades crueles, largas y dolorosas, y la pérdida de la razón.
El abuso de las elevadas facultades -el orgullo, el egoísmo- se expía con el renacimiento en organismos incompletos, en cuerpos deformes y sufrientes. El espíritu acepta esta inmolación pasajera, porque constituye a sus ojos el pago de la rehabilitación, el Único medio de adquirir la modestia y la humildad; consiente en privarse momentáneamente del talento, de los conocimientos que constituyeron su gloria; consiente en descender a un cuerpo impotente, dotado de órganos defectuosos, y en convertirse en un objeto de irrisión o de piedad.
Respetemos a los idiotas, a los achacosos y a los locos. ¡Que el dolor sea sagrado para nosotros! En esos sepulcros de carne, un espíritu vela y sufre, pues en su personalidad íntima tiene conciencia de su miseria y de su abyección. Temamos nosotros mismos merecer su suerte por nuestros excesos. Pero esos dones de la inteligencia, que el alma abandona para humillarse, volverá a recobrarlos a la muerte, porque constituyen su propiedad, sus bienes, y nada de cuanto adquirió mediante sus esfuerzos puede perderse ni aminorarse. Los recobrará, y, con ellos, las cualidades, las virtudes nuevas recogidas en el sacrificio y que formarán su corona de luz en el seno de los espacios.
Así, pues, todo se paga y todo se rescata. Los pensamientos, deseos culpables tienen sus consecuencias en la vida fluidica; pero las faltas realizadas en la carne deben expiarse en la carne. Todas nuestras existencias se unen; el bien y el mal repercuten, a través del tiempo. Si los torpes y los malos parecen terminar su vida en la abundancia y en la paz, sepamos que llegará la hora de la justicia, y que los 136
sufrimientos que ellos causaron recaerán sobre ellos.
Hombre: resígnate, pues, y soporta con valor los padecimientos inevitables, si bien fecundos, que borran tus manchas y te preparan un porvenir mejor. Imita al labrador, que camina encorvado bajo el sol ardiente o mordido por el cierzo, y cuyo sudor riega el suelo, el suelo surcado, desgarrado como tu corazón por el diente de hierro, pero de donde saldrá la mies dorada que hará su felicidad.
Evita los desfallecimientos que te conducirían a ponerte el yugo de la materia y pesarían sobre tus vidas futuras. Sé bueno y virtuoso, a fin de no dejarte prender por el temible engranaje del mal y de sus consecuencias. Huye de los goces envilecedores, de las discordias y de las vanas agitaciones de la multitud. No es en las discusiones estériles, en las rivalidades, en la codicia de los honores y de los bienes donde encontrarás la sabiduría y la satisfacción de ti mismo, sino en el trabajo y en la práctica de la caridad, en la meditación solitaria, en el estudio recogido enfrente de tu propia conciencia y de la naturaleza -ese libro admirable que lleva la firma de Dios.
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